Max Henríquez Ureña.

1.- Max Henríquez Ureña, grande como escritor y maestro

En el período comprendido entre 1947 y 1952, el destacado intelectual y diplomático dominicano Max Henríquez Ureña (1885-1968) se desempeñaba como Representante Permanente de la República Dominicana ante la Organización de las Naciones Unidas, teniendo como Embajador Alterno a Don Enrique de Marchena, otro notable de nuestra cultura y nuestra diplomacia.

Don Enrique de Marchena, que tan bien le conoció y pregonaba con inocultable orgullo lo mucho que había aprendido de tan sabio maestro, afirmaría de Don Max, que se orientaba siempre “…a dar sin esperar…era un gigante del intelecto, sin egolatrismos ni reservas…un hombre liberal, admirablemente sencillo y aún en sus pocos raptos naturales de inconformidad, equilibrado en el decir”.

Concordante con las autorizadas apreciaciones de Don Enrique de Marchena, el destacado historiador Frank Moya Pons, que con apenas 21 años tuvo la singular e invaluable experiencia de ser el secretario particular de Don Max en sus años postreros, afirmaría:

“Don Max era una cátedra viviente. Sus labios sólo se abrían para enseñar. Su palabra era un verbo ágil preñado de ingeniosas anécdotas. Don Max hablaba saboreando su conversación, consciente del valor del néctar que sus palabras contenían.

Cuando hablaba de su hermano Pedro lo hacía con veneración, como mencionando algo sagrado. Cuando me contaba de sus aventuras con Rubén Darío o Fabio Fiallo, más de una vez lo vi humedecérseles los ojos con lágrimas nostálgicas. Puedo decir que Don Max vivía de sus recuerdos, como si éstos fueran un alimento divino.”

Estas sentidas expresiones de Moya Pons sobre Don Max hacen parte de sus palabras  introductorias a la valiosa compilación de los artículos publicados entre 1963 y 1965 por Don Max en el Listín Diario, en su interesante y muy leída columna “Desde mi butaca”, encomiable aporte al conocimiento de su obra intelectual, realizado por el destacado escritor y premio nacional de literatura Diógenes Céspedes y publicada por APEC en el año 2009.

2.- Un interesante libro de Don Max y una carta de encomio de Alfonso Reyes

En 1950, en la famosa e interesante colección “Pensamiento Dominicano”, dirigida por el siempre bien recordado Don Julio Desiderio Postigo, vio la luz el interesante libro de Don Max Henríquez Ureña “Antología de Pedro Henríquez Ureña”.

Y en el verano de ese mismo año, en su residencia en Nueva York, siempre acompañado de su inseparable Doña Guarina, recibió Max la grata visita del destacado escritor, humanista y diplomático Alfonso Reyes, acompañado de su esposa.

Cabe imaginar cómo sería aquel emotivo reencuentro y cuantas las evocaciones  de aquellos dos grandes de las letras y la cultura latinoamericana, al calor del recuerdo de la figura luminosa de Pedro, a quien Alfonso siempre trató toda la vida como hermano y maestro, como se consigna en el rico y hermoso epistolario que se conserva de ambos.

Cabe suponer que fue en el marco de tan feliz ocasión que Max entregó a Reyes un ejemplar de su antología de Pedro, recién publicada, y es lo que explicada que en junio de 1950, le dirigiera Max una carta pública desde México, expresiva de su admiración y reconocimiento, la cual fue publicada el  12 de diciembre de 1950 en el periódico La Nación.

La referida misiva tiene especial valor por las elevadas consideraciones que a Alfonso Reyes merecían los méritos literarios de Max Henríquez Ureña como escritor; su conocimiento y admiración de los prestantes miembros de aquella familia de intelectuales lo mismo que por las importantes informaciones y precisiones que ofrece  sobre la labor intelectual de Pedro Henríquez Ureña en los años iniciales de su estadía en México.

La misma se transcribe, a continuación, para deleite intelectual de los lectores de esta columna.

Carta abierta a Max Henríquez Ureña

Por Alfonso Reyes

Max muy querido:

Los gratísimos recuerdos de nuestro reciente encuentro en Nueva York, tu preciosa casita, ya acariciada por el jardín naciente, la dulce fraternidad de tu Guarina: todo ello ha seguido vivo en nuestros corazones, y mi mujer y yo difícilmente olvidaríamos tan felices instantes.

Aún creo ver aquella graciosa miniatura doméstica a que has reducido tu retiro de varón prudente, escondida entre los orgullosos rascacielos de Forest Hill, y me figuro que vuestro huerto pronto comenzará a brindar sus frutos, cumpliendo así las promesas de la húmeda primavera.

He acabado una lectura atenta de tu bello libro antológico sobre Pedro. Tu prólogo tiene un valor único, no sólo por la curiosidad y riqueza de noticias, sino por el  arte con que has acertado a pintar un cuadro de época y el interior de un hogar tan de nuestra tierra y, al mismo tiempo, tan ejemplar y decoroso.

¡Ya lo quisieran para un domingo nuestros mejores novelistas!

Tu magistral sobriedad contiene una enorme carga de emoción. Esas páginas valen tanto por lo que dices como por lo que callas. Y el trazo es tan firme, tan directo, que lo engaña a uno, y se queda uno creyendo que todo lo escribiste de un rasgo, sin percatarte de la maravilla que has hecho.

Aparte de tus muchos libros excelentes, ya podías quedarte satisfecho si sólo este hubieras escrito. ¡Qué lección para los que nos echan en cara los defectos del tropicalismo! ¡Y qué modelo de sencillez clásica en esta era de paladares estragados!

No sé cómo te las arreglaste para dar esa visión tan nítida del ambiente sin un solo alarde extremoso, y para dibujar el retrato de Pedro a la vez que el tuyo, con esos toques indirectos del diálogo cuyo secreto has descubierto por tu propia cuenta.

La evocación de las nobles figuras familiares se queda en la conciencia del lector: tu padre don Francisco, hombre sabio e ilustre repúblico; tu madre, Doña Salomé, nobilísima mujer  y poetisa a quien Pedro y tú me enseñásteis a venerar; tu tío, el encantador maestro “Don Fede”, en quien Vasconcelos, que tuvo la suerte de tratarlo, me decía que se habían concentrado las últimas esencias de la cortesía y el señorío americanos; y tantos otros literatos y educadores de tu país entre los cuales ha transcurrido tu infancia estudiosa.

¡Y esa portentosa infancia de Pedro comparable a la del niño Goethe, inclinado a vigilar las lecturas y ejercicios escolares de sus hermanos menores!

Y así, tus páginas valen tanto por sí solas como por las personas que en ellas haces desfilar.

Yo, que sin duda padezco el mal hereditario del barroquismo mexicano, te he leído con envidia. ¡Qué pluma adulta, qué estilo despejado, qué tono seguro y elegante!

Así escribían los griegos, Max, sin echar tierra a la cara de los lectores, y tan atentos a su objeto que no parecían pensar nunca en que estaban escribiendo, sino viviendo otra vez lo que contaban, de cierta manera espectral.

Cuando en nuestra América se decante el vino revuelto, se apreciará mejor lo que has hecho: breve obra perfecta donde se compenetran las calidades éticas y estéticas. En suma, has sabido,  como sin esfuerzo, ponerte a la altura de tu asunto.

Aquí de la “difícil facilidad” y todo aquello de que se nos habla y tan pocas veces se nos muestra.

Yo, que estoy en el secreto, que te leo- digamos- con malicia, adivino el sacrificio disimulado para alcanzar esa tersura, esa asepsia, esa saludable serenidad.

Por lo mismo que tu prólogo está llamado a perdurar, me atrevo a sugerirte un breve retoque. Dices por ahí que, hacia 1920 y tantos, en la etapa de Vasconcelos, Pedro fundó la Escuela de Altos Estudios.

No: la fundó Justo Sierra en 1910, al crear el nuevo régimen universitario. Lo que hay es que Pedro y Antonio Caso, nuestro Antonio también inolvidable, llamados por el Dr. Alfonso Pruneda y acogidos luego por don Ezequiel Chaves- segundo y tercer directores de tal Instituto respectivamente, pues el primero lo fue Don Porfirio Parra, que murió solitario y desoído entre “la gritería de trescientas ocas”- organizaron allí el programa original de estudios, secundariamente auxiliados por quien se honraba y se honra en haber sido el Benjamín de la tribu.

Y por cierto que la primera planta de profesores- a excepción de algún extranjero- desempeñaba sus funciones gratuitamente. Pues queríamos que la escuela- germen de la futura facultad de Filosofía y Letras entre otras cosas- viviera sin costarle al Estado; pues, por artificiales razones de presupuesto, la atacaba entonces la demagogia desenfrenada de algunos ignaros, verdaderos  criminales públicos, a cuyo sentir el pueblo mexicano no tenía derecho a la cultura superior porque andaba descalzo.

¡También solían andar descalzos Sócrates y sus discípulos, por los verdes platanares de Iliso, inventando la filosofía moral!

Me remito a las páginas de mi libro “Pasado inmediato y otros ensayos” donde he referido estas historias.

Pero si algo especialmente me contenta y llena de orgullo es que me hayas asociado tan íntimamente contigo y con Pedro al resucitar tus memorias.

Mañana, cuando la juventud busque vuestros libros y os invoque como ejemplo de las vocaciones orientadoras, habrá de tropezar, de paso, con mi nombre, y esa será mi fama póstuma.

Tú y yo, para entonces, amigo mío…habremos emigrado ya- como decían las inscripciones antiguas- “hacia el reino donde yacen los muchos”.

Vale et me ama.

México, julio de 1950.