Los perros de Francisco nos introduce en el mundo de la clase media baja dominicana, reducida a las condiciones más primarias y elementales: sobrevivir, la prostitución, el sexo, los celos, el poder social y la dominación.
Es la evidencia del primitivismo que permea toda la sociedad, y que ha ido revelándose en cada texto hasta el momento, desde la perspectiva del autor: seres dominados por sus instintos más primarios, que se disputan las preferencias de una puta, que compran a precio de oro un revolcón, que ejercen poder social y buscan la subordinación, la prosternación, la dominación sobre el otro.
No hay en los personajes la mínima capacidad de pensar o de autocontrol. Los personajes son movidos por sus desenfrenos y sus excesos, por su búsqueda de toda satisfacción de los instintos al precio que sea.
Incapaz de pensar, de discernir, de cualquier autocontrol, cada personaje actúa movido por sus impulsos más básicos: el sexo, la posesión, el poder, la conquista, y en un mundo lleno de limitaciones y constricciones, ese revoltijo vital de la clase media baja que persigue los medios de vida en tareas básicas, como criar y destazar animales, la carnicería, que crea una familiaridad con la muerte, la sangre y el sacrificio, todo ser vivo termina siendo algo que se puede comprar y poseer, y que, en tanto propiedad, se cela y se mantiene a buen recaudo.
¿Y quién mejor para jugar ese rol que la mujer, que busca ser proveída y se somete a la posesión tras tener quien le cubra sus necesidades?
Hay un rol del hombre y un rol de la mujer, que se anula y somete por la manutención y se dedica a cuidar los hijos, aceptando que el esposo “es de la calle” y tiene otras, está presente en casi todos los cuentos del volumen y refleja una realidad social indigna y humillante que muchos de estos relatos ilustran.
Pero hay también otra mujer, está aquella que juega con esa necesidad innata de poseer, dominar, competir y sentirse por encima de otros, para manipular al hombre y someterlo: la prostituta, la querida, la amante.
Y, por igual, está el interés que provoca toda fruta prohibida, la lucha por la posesión y la convicción de que todo tiene su precio, que lleva directo al triángulo amoroso, a la tragedia.
Una prosa pintoresca, donde el humor desenfadado convive con el tremendismo, aquella corriente de la literatura española que remarcaba los aspectos más crudos de la realidad, nos va perfilando las vidas de seres sometidos a sus instintos más pedestres, incapaces de disciplina alguna, en que la lealtad quizás sólo es concebible en los animales, en esos perros que terminan sacrificándose a sí mismos por la pérdida de su amo.
La invención de Boyer es un relato que ficciona los años perdidos de Juan Pablo Duarte en su largo exilio en Venezuela. Como suele narrar, la historia oscila entre el punto de vista del personaje, Duarte, y del narrador omnisciente que cuenta las peripecias por las que pasa el Padre de la Patria, olvidado del mundo en los parajes ignotos del Amazonas venezolano.
El cuento desborda el tiempo vital del personaje, lo trasciende. Se vuelve anacrónico, al proyectar las consecuencias de nuestras inconsecuencias hasta el presente, hasta las amenazas ya no de ficción, sino muy reales, que buscan asfixiar la idea que dio origen a nuestra nacionalidad.
No conozco ninguna pieza literaria dominicana, salvo este relato, que imagine la vida azarosa del padre de nuestra nacionalidad en aquel amargo y descobijado exilio que vivió en Venezuela.
Envejecido prematuramente, sin medios de vida, empobrecido, olvidado por el país que ayudó a fundar y por sus conciudadanos, las peripecias de Duarte sólo pueden imaginarse. No hay, que sepa, mucha documentación.
La pasión libertaria de Duarte se expresa en cómo, reuniendo migajas y vendiendo sus últimas posesiones, se sacrifica para volver al país, vendido por Santana y sus seguidores a la corona española, para ponerse al servicio de la causa restauradora.
Quien regresó era un desconocido para la mayoría y los celos por una principalía que nunca buscó lo volvieron a extrañar de su tierra.
La vuelta a Venezuela es una segunda derrota. Y a la vez, en una esperanza, una certeza de que, pese a todos los avatares, la idea prendió y vive, y que todo aquel sacrificio que arrastró a la familia a la miseria y el destierro, no fue en vano.
Los hombres no saben morirse es el monólogo de un alma que observa, desde fuera del cuerpo exánime, los aprestos póstumos y revive sus pasiones, querencias y odios.
Es un cuento metafísico, pues, como Borges sabía, toda metafísica es ficción en tanto elucubración, y toda ficción es metafísica, por lo mismo, una realidad posible, un ejercicio de la imaginación.
El alma, esa noción que inventamos para nuestro consuelo, incapaz de despojarse de sus pasiones, hace un recuento de los últimos y postreros momentos del que fue la persona que habitó.
De nuevo retorna la visión que Manuel nos comparte de sus personajes: seres movidos por una falsa vida, buscando el reconocimiento social y transmitir una vida de virtud, cuando por otro lado ceden a todo tipo de concupiscencias y desenfrenos.
El muerto cuya alma nos narra su velorio fue ese mismo prototipo del dominicano que tiene un hogar formal, otra familia informal y otras amantes ocasionales; que busca reconocimiento social, y a la vez de explaya en todos los excesos posibles. Vidas reducidas a lo más elemental y primitivo: las comilonas, el sexo irrefrenable, el disfrute sin cortapisas y la prestancia social.
Es la negación a abandonar esa cultura de lo más elemental y primitivo lo que contrita esa alma que ahora contempla, impotente, la última de todos los fariseísmos: las formalidades del velatorio y el sepelio, en que amigos y enemigos concurren y los ayes desconsolados conviven con las risas soterradas, los murmullos, las anécdotas más inventadas que ciertas y los negocios y conciertos de vivos que se olvidan del lugar, del momento y del muerto, tras sus propios intereses y afanes.
Como en todos sus cuentos, Manuel Núñez en este cuento introduce personajes que coinciden con personalidades de la vida dominicana, lugares, marcas, situaciones, para reforzar esa búsqueda de verosimilitud con que la ficción busca engañar nuestro sentido de la realidad y hacernos sentir que estamos, ya no ante una pieza de invención, sino ante la crónica atenta de un testigo que nos describe un hecho.