Por más que se intente divinizar, el Jesús de que hablan los evangelios era humano, demasiado humano. Por eso era muy dado a debilidades propias de esta condición. En él eran frecuente la vanidad y el delirio de grandeza (decía ser el hijo de Dios). Un ejemplo que ilustra claramente esta última aseveración que hago, se consigna en la invitación a comer en su casa que le hace a Jesús Simón el Fariseo. Allí, según el relato, se presentó una mujer de la llamada mala vida “con un frasco de alabastro lleno de perfume”. “Enterada de que Jesús estaba allí, llorando se puso junto a los pies de Jesús y comenzó a bañarlos con sus lágrimas. Luego los secó con sus cabellos, los besó y derramó sobre ellos el perfume”. (Luc. 7: 36-38)

A Simón el Fariseo le pareció que si Cristo de verdad hubiera sido un profeta se habría dado cuenta de qué tipo de persona era aquella que lo estaba tocando. Después de Jesús hacerle un relato a su anfitrión le dijo: “¿Ves esa mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies; en cambio esta mujer me ha bañado los pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me besaste, pero ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies.

No pusiste aceite en mi cabeza, pero ella ha derramado perfume sobre mis pies. Por eso digo que sus pecados son perdonados, porque amó mucho; pero la persona a quien poco se le perdona, poco amor muestra”. (Luc. 7: 44-47)

Otro ejemplo de vanidad e idea de superioridad sobre los otros, lo muestran estas palabras: “Si alguno viene a mí y no me ama más que a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y más aún que a sí mismo, no puede  ser mi discípulo”. (Luc. 14: 25-27)

Los creyentes admiten la realidad del “nuevo pacto” para el beneficio de “los hijos de Dios”, pero dudo  que alguno de ellos tenga la honestidad de negar la existencia y el comportamiento de su antiguo dios siniestro…

Tal vez sea el evangelio de Juan el que ilustra mejor esto que venimos señalando, y donde probablemente se diga con más belleza y elevada simbología. Aquí Cristo se proclama el cordero de Dios, dice que su cuerpo y su sangre son el pan y el vino redentor, que quien no coma de su cuerpo y beba de su sangre no participará de la “salvación”. También se declara fuente inagotable de agua viva. Y que “todo el que bebe de esta agua (se refiere al agua común) “volverá a tener sed; pero el que beba el agua que yo le daré nunca volverá a tener sed. Porque el agua que yo le daré brotará de él como un manantial de vida eterna”. (Juan. 4: 13-14)

También se autodenomina la luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue tendrá la luz que le da vida, y nunca andará en oscuridad”. (Juan. 4: 8-12)

Para los cristianos, a partir de lo que se denomina el Nuevo Testamento, se estableció un nuevo pacto entre Dios y sus hijos, mediante la ofrenda en holocausto de Cristo, hecha a su padre Dios, por voluntad de Éste, para “redimirnos” del “pecado original”. Este “nuevo pacto” trae una relación más amorosa, caritativa y compasiva entre el Señor (que ahora también lo es su Cristo crucificado y resucitado) y sus criaturas humanas. Es como si ese dios del Viejo Testamento, cruel, celoso, vanidoso, homicida,  se hubiera reformado a sí mismo, a través del sufrimiento, la muerte y resurrección de su hijo. Los creyentes admiten la realidad del “nuevo pacto” para el beneficio de “los hijos de Dios”, pero dudo  que alguno de ellos tenga la honestidad de negar la existencia y el comportamiento de su antiguo dios siniestro..

Puedo o no creer que ese tal Jesús de Nazaret  haya convertido aquellas tinajas de agua en vino, de lo que sí estoy seguro es del milagro de que exista el vino. Puedo dudar de que Cristo haya caminado sobre las aguas, lo que no puedo negar es el milagro de que exista la tierra y el agua, que ésta pueda sostenerse sobre aquélla. Entiendo que se puede negar que Jesús haya multiplicado dos peces y tres panes de abundancia prodigiosa, lo que me niego a aceptar es que se pueda desconocer la multiplicación del amor y del pan como ofrendas sagradas del dios de la Naturaleza. Me permito negar que el cuerpo de Cristo sea pan de vida y su sangre bebida de salvación, pero cómo negar el milagro del pan como expresión de vida y de la sangre cuando es indispensable elemento redentor. Entiendo que se pueda dudar de que Jesús sea la luz del mundo y la sal de la tierra, pero cómo negar el milagro de la sal y de la luz. ¿Cómo no inclinarse reverente ante tamañas maravillas?

Quizás en verdad Cristo no haya devuelto la vista a ciegos ni hecho caminar tullidos; no haya curado leprosos, revivido muertos ni expulsado demonios. Es probable que Jesús no haya sido el hijo de Dios, ni que sea el camino, la verdad y la vida, como él se autocalificó; lo cierto es que ese Jesús es un personaje apasionante, seductor; tal vez por eso Renan escribió que si no fue Dios mereció serlo. Sí, es maravilloso el que haya existido un ser con tales cualidades, o que algunos fabuladores hayan dado con el milagro de su invención.