Yo aún no le conocía. Eso ocurriría muchos años después y en circunstancias inesperadas. La amistad entre nosotros surgió de la misma manera, pues el amor y ella misma, eligen caminos intrincados, como cabras del espíritu, que desestiman los senderos habituales, para habitar las lomas escarpadas.  No le conocía, pero le admiraba profundamente. En el fondo quería ser más como él y menos como yo mismo. Aunque John fuera negro y bembón, con ojos de sapo y sonrisa de loco, regordete e impredecible. Pero, parecerme a lo que él significaba para mí.

Lo había visto unas cuantas veces en un televisor antiguo, de no más de diez pulgadas de pantalla, con unas imágenes a blanco y negro de tan poca calidad, como la fidelidad del sonido del electrodoméstico. Pero ahí estaba. Y yo como hipnotizado, desde el taburete en que cuasi lo veía y pobremente le escuchaba, me sentía privilegiado por haber elegido la misma carrera que él y para coincidencia, tocar el mismo instrumento.

Agudizaba el oído ante la imposibilidad de acercarme más al televisor. Ajustaba las pupilas, achicando el foco y juntando los párpados hasta casi cerrar los ojos, para no perderme su éxtasis que era también el mío. Yo no sabía lo que era el «bebop», lo mío era la rumba, el guaguancó salvaje, el Son de Repilado, los danzones de Aragón, unas que otras versiones sincopadas del Mata Siguaraya y los solos de piano de Bebo Valdez. No teníamos en el grupo la posibilidad de la ruptura armónica, tocar a los «otros» era una transgresión, aun fuera en el campo del arte. Interpretar a John era una «disidencia», esa palabra que me molestaba recordar, pronunciar, incluso deletrearla en mi mente, pues la asociaba con la tortura, con el dolor, con la ignominia y con el desarraigo.  Por eso cuando veía a John   junto al «Pájaro Charlie», el cuartucho de Tere dejaba de ser prisión y al igual que John, cerraba los ojos para viajar en aquellas notas del bebop, suspendida en el fraseo del saxo alto que conversaba con el vozarrón de la trompeta y que tenía la libertad que a mí me faltaba.

Con el tiempo dejé de ir donde Tere. Me hacía más mal que bien ir a ver a su sala los conciertos de John. Claro que la gente no entendía lo que ocurría. Alegaron que éramos amantes y que atravesábamos una crisis marital. Que le descubrí una infidelidad con Román, su antiguo novio y ahora miembro del comité de seguridad, hasta inventaron un embarazo inexistente, como razón a mi ausencia en su casa, pero la verdad era que me corroía la esperanza ver la ejecución de John junto al Pájaro Charlie. Me sabía condenado a repetir hasta el cansancio «El cuarto de tula» y a cerrar los ojos, no para volar como ellos, sino para no ver el laberinto del que quería escapar. Una cosa es enceguecerse en el vuelo y otra cegarse al espanto cotidiano.

En el grupo fue creciendo el rumor de que yo desafinaba. De que no estaba tocando en tiempo, sino que me cruzaba en el ritmo. Que ya no tenía el metrónomo natural con el que había nacido. Que las notas bajas las subía medio tono y a las altas les agregaba un bemol, que estaba tocando como si fuera solista y apenas era la tercera trompeta.  No les guardo rencor. Ellos tampoco lo entendían. El grupo era una extensión de la salita de Tere, de la habitación a oscura de la delegación donde me interrogaron, de la celda donde pagué con un mes, renunciar a la Guantanamera y pedir a voz en cuello que me dejaran improvisar en la pieza «A Night In Tunisia», soplar mi trompeta en «All the Things You Are» o en «Chega de Saudade».

Durante la prisión garabateaba en las paredes una suerte de grafitis. No conocía a ninguno de los reclusos, pero eran hombres reducidos en su humanidad, pero no en su empatía. Respetaban mi silencio tanto como mi caligrafía en las paredes. Eran los primeros acordes de la pieza que escribí para Marianela.  En principio no era una canción. Solo dibujé intuitivamente una clave de Sol en segunda, en compás de compasillo.

Entonces Marianela vino a mi mente. Apenas habíamos vivido unas semanas de amor irrefrenable, cuando fueron a buscarme detenido.   En la oscuridad de la celda, me iluminaba la esperanza el recuerdo de su boca roja como fruta madura. Sus ojos vivos y luminosos, su piel de olor que no preciso pero que me embriaga, sus senos redondos y duros como soles levantados en su pecho y su sonrisa sin razón aparente que llenaba la casa.  Eso era suficiente para estar preso y no desvanecerme. Cuando clareo el día siguiente, junto a la clave de sol, tracé las cinco líneas, en donde empecé a poner las notas, transcribiéndola desde mi interior, oyendo su voz dulce que se trocaba en notas que yo iba poniendo en las líneas y los espacios de aquel pentagrama mugriento de la celda.

Uno de los compañeros de prisión que decía llamarse Amaury, de aspecto demacrado y con el pelo abundante y encanecido, no dejaba de mirarme mientras yo tarareaba y escribía en la pared. Para los otros él era un loco más que había llegado hasta allí, sabrá Dios por cuales razones. Yo, mientras escribía, también lo observaba. Tenía unos ojos hambrientos de saber algo nuevo. Se amarraba el pelo en una colita de caballo, evitando que le cayera sobre los ojos, casi no hablaba, solo me miraba y sonreía tímidamente.  Yo le devolvía la mirada para decirle que éramos iguales, que la soledad y el desamparo nos hermanaba, que podía llamarme «Asere» y abrazarme si quería. Pero él se limitaba a verme poner símbolos sobre las líneas.

No sé a quién Marianela le pidió el favor de que me excarcelaran ni cuanto le costó a título personal aquella hazaña. Cuando el subjefe de la prisión se paró frente a los barrotes, todos hicimos una pausa y en silencio esperábamos las malas noticias, pero él se limitó a decir:

― Te vas en media hora, Arturo―, luego miró a los otros con desprecio y se marchó maldiciendo.

Por primera vez, en todo el tiempo que estuve allí, vi a Amaury descomponerse. Como si mi libertad aumentara su soledad y empobreciera su encarcelamiento. Se desanudó el pelo, se arrinconó en uno de los vértices de la celda y desde la distancia preguntó:

― ¿Qué significan esos garabatos que escribes sobre las líneas?

Quería reírme de la ocurrencia. Pero Amaury tenía razón a su manera. Así como para mí los trazos de Gleizes son incomprensibles, para él la melodía de la balada para Marianela no era más que una suerte de garabatos, de patas de moscas, dibujadas torpemente sobre el concreto de las paredes.

―Es una canción para mi mujer―contesté tratando de entablar una amistad. Luego agregué:

―No tengo papel, así que la escribí ahí para que no se me olvidara. Ahora trataré de recordarla, para luego escribirla y tocársela cuando salga de esta vaina.

― Al menos tú sabes algo que ellos desconocen―, dijo. Luego, ensimismado, volvió al silencio mientras veía al guardia abrir la puerta de metal y empujarme hasta otra puerta que yo anhelaba fuera la salida.

El grupo del Tropicana me recibió de manera tibia. El bajista se negó a contestarme el saludo y el pianista fingió no conocerme, a pesar de que fuimos juntos al conservatorio. Ya no era únicamente un trompetista que en algunos temas desafinaba y que otras veces se cruzaba en el ritmo. Ahora había estado en prisión y ellos desconocían la causa.  A petición del director del grupo, me sumé al repertorio que estaban tratando de componer, a sabiendas de que ya no era bienvenido.  No me querían, pero me necesitaban en esos momentos. Seriamos la contraparte local para el espectáculo junto a John en su primera visita al país y precisaban de un instrumentista que conociera al grupo.

Me sentía feliz y perturbado al mismo tiempo. ¡Tocar junto a John!, al músico que siempre he admirado. Era como retroceder en el tiempo y regresar a la salita de Tere, al televisor antiguo, al sonido gangoso de aquel aparato, soñando con ser el «Pájaro Charlie» que tocaba a su lado.  Mi tribulación crecía en lo que llegaba la noche del concierto. Recordaba las palabras del encargado de la prisión:

― «No debes conversar con nadie sobre tus días en la cárcel o volverás aquí, pero ahora por más tiempo».

Esa sentencia me laceraba, pero junto a ella, también brillaba la única frase que me regaló Amaury:

― «Al menos tú sabes algo que ellos desconocen»

Ni siquiera tuve que hablar como me lo exigía el Jefe de Seguridad. Cuando John, embriagado en la fragancia de la noche, anunció que el próximo tema que ofrecería para la audiencia era «A Night In Tunisia», los músicos del grupo dieron vuelta rápidamente a las partituras, buscando el arreglo hecho especialmente para el tema, pero yo me mantuve tranquilo, ajustando la boquilla de la trompeta a la embocadura de mis labios.

Reía calmado, porque era el dueño absoluto de mi silencio y recordaba el pelo encanecido de Amaury cayéndole sobre los ojos ansiosos. Miré a John por un momento y me aproximé a su atril.  Cuando la introducción del piano anunciaba la melodía, hice a un lado los papeles con los garabatos sobre las líneas y los espacio y soplé la trompeta sin desafinar ni cruzarme en el ritmo. Esa noche en la Habana, mientras tocaba junto a John, dejé de ser Arturo para convertirme en el Pájaro Charlie.