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Domingo Moreno Jiménez sentado bajo un árbol, en la calle Domingo Moreno Jiménez. ¿No será un impostor? Se había negado a morir. En la víspera de su entierro, el gobierno designó la calle donde vivía con su propio nombre, y él se sentó bajo un árbol. En los días cálidos, el sol rajando las piedras, llevaba un paraguas. Siempre llovía en su corazón, y sus zapatos humedecidos traían unas hojas distantes que ningún otoño ponía gris. Eran hojas de todos los caminos de este país, que él recorría vendiendo sus libros, sus poemas que salían a borbotones al encuentro de los humildes que transformaba en personajes.
Saludaba blandiendo el paraguas y las muchachas bonitas que se les cruzaban en el camino recibían de él un poema que improvisaba ante el deleite de la belleza. Los ebanistas le mostraban el producto de sus trabajos y él lloraba pensando que era de un árbol humilde que había nacido tanto prodigio. Una vez, una madre del barrio le llevó un hijo enfermo para que lo sanara. Quizás solo era una tentación del demonio, o de su orgullo. Él le puso la mano en la cabeza y recitó un poema. La madre lo besó en la mejilla y con el rostro iluminado partió feliz. También a ella la despidió con un verso. ¿Quién distinguirá al santo del hereje?
Domingo Moreno Jiménez sentado bajo un árbol, negado a morir, en la calle Domingo Moreno Jiménez. Jamás tuvo fortuna, jamás la codicia floreció en su pena.
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Se llama Luis Alfredo Torres y se empina adolorido sobre el bastón, doblando el cuerpo magro cuando voltea el rostro. Aún lo atraen los rudos mozalbetes y se enternece pensando en el muchacho sureño que alguna vez amó. El maricón deshecho, poeta que iluminó el estremecimiento de una palabra nueva, se refugia en la calle El Conde para vivir los días que le quedan. Todo morir es enfático, y hay un cierto distanciamiento cuando la muerte ronda.
El poeta doblado en su bastón ríe. Alguien le suelta una limosna. Condearriba y condeabajo, él muestra una ostentación de vivir. Comprende el poder de un saludo inútil y devuelve el gesto pensando encontrar la amoralidad de su existencia. Poeta y maricón, solo poseyó “Los bellos rostros” que esculpió en sus poemas. Y sin embargo, ese resplandor de la palabra le permite revivir un recuerdo. ¡Oh, Dios, al menos la poesía ha servido para mitigar el dolor!
Bajo los pasos de la alegría, en la calle de todos, adolorido y empinado sobre un bastón de pobre, él vio transitar la vanidad de las cosas. El amor, la gloria y el mundo lo vieron a él, atisbando, desde la calle El Conde; un deshecho humano esperando la muerte, en la más espantosa miseria.
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Jacques Viau Renaud tenía los ojos-miel perdidos. Mirando solía escaparse, se entristecía como un desastre y asumía su soledad voluntaria como un divagar. Era haitiano y había nacido poeta. Murió en la guerra de abril del 1965, peleando contra las tropas norteamericanas. Poco importa que la leyenda se haya tejido desde la huraña caligrafía de sus versos, o de la muerte en el combate que le cercenó las dos piernas. Él, el de carne y hueso que trotaba melancólico por la calle El Conde, arrastró en su silencio el vuelo agresivo de una tragedia que vivía su patria y que él no podía entender. ¿A dónde iba su ser acongojado cuando sus ojos-miel miraban extraviados? ¿Qué dura vivacidad del alma lo sombraba perdido con la profundidad de una mirada enigmática y triste, que nos excluía, que nos marginaba de su dolor remoto? ¡Ah, Dios, era solo un instante! Jacques Viau Renaud era el mito, la imaginación desbordada, un breve mortal rebelado contra los dioses que lo habían condenado junto a su pueblo.