He visto la serie El amor después del amor (2023), en el silencio de un hogar antes ruidoso. El recuerdo de voces infantiles, Cartoon Network y mi reproductor de cedés todo el santo día, convergían en mi mente al disfrutarla, como un intervalo de tres perfectamente armónico.
Las risas de mis hijos, La Vaca y el Pollito dialogando bobadas y ese piano tocado desde el sur del mundo, fueron ondas que habitaron con nosotros en los años noventa en los pasillos de nuestro apartamento.
Las notas traídas desde Buenos Aires a Santo Domingo eran el bajo en ese acorde de tres, un sonido de confort, que ahora Netflix lleva a la imagen. En verdad siempre fue una imagen visual, aunque solo en nuestras mentes, los amantes de letras y melodías que reconocemos de memoria.
Su versión cinematográfica trae la exquisita identidad del cine argentino. El tiempo es la ilusión que no vuelve más, excepto en el Séptimo Arte.
Las dos perritas olfatearon mi estado de meditación profunda viéndola. Se acomodaron calladitas cerca de las bocinas, apaciguadas por el rock melancólico del chico de la Rumba del piano. Sin ánimo de interrumpirme en lo absoluto, la más traviesa juntó sus pestañas rubias como queriendo ver también la hermosura que su nariz le decía veía mi alma.
Al llegar al episodio 8, fino guiño a "Tommy" (1975), con su twist o giro propio, gracias a un cierre emocionalmente poderoso, me preguntaba si los años me habían hecho menos fuerte. Las seguridades acomodan el espíritu, pero debilitan el arrojo.
La historia de resiliencia, citando a mi amiga la Dra. Laura Pou Ottenwalder, contada por la teleserie, la conocía a grandes rasgos. La leí en un magazín biográfico comprado junto con los cedés Del 63, ¡Hey!, Tercer Mundo y El amor después del amor, en la calle Florida, de Buenos Aires, no en mi primero, sino segundo viaje a Argentina.
Miles de latinoamericanos hemos quedado embrujados, cuadro a cuadro, por los directores Felipe Gómez Aparicio y Gonzalo Tobal. Lo reconocemos todo:
- la llave del piano, la corbata siempre azul, los bares santos de Rosario, el pibe triste que pasó a muchacho hedonista, pero seguía soñando si su mami aún viviera, la Caña Legui, las dos abuelas, las diez tías, los buenos días con el Lexotanil y el doctor, el padre haciéndose parte del aire, la chica pétalo de sal, la misma casa, el mismo bar; en fin, el cielo y el estado de coma atravesado por el artista para sí y un grupo de coetáneos de la región latinoamericana que no creíamos en nada.
Como apunta un personaje español en la serie, aunque solo respecto del rock argentino, de este lado del Atlántico había tristeza. Un amargue, diríamos los dominicanos. No era particular del país al sur. Los años 80 de mala economía y peor política vaticinaban un futuro distópico a una juventud latinoamericana desesperanzada, muchos de los cuáles emigraron a otro lado, otros se unieron al enemigo.
Al menos yo no sabía esa tarde cuando volví un año después a Argentina en 1996, directo hasta una tienda de discos en la calle Florida, (donde ahora me doy cuenta de que pude cruzarme con Luis Spinetta o el protagonista de la serie), que escondía durmiente a una rebelde por igual al imperio de las ideologías, las opciones mágico-religiosas, así como al de la afectación orientada a las apariencias.
La obra del artista que me ayudó a encontrar nuevos ángulos de observación es de todo público, pero en especial, de los clasemedieros de su generación y la mía.
En esos temas nos encontramos. Ellos cuentan cómo vimos desaparecer una forma de vida que nunca volvió. No se compra con dinero, lo que nos dieron nuestros padres y el sistema de la corrupción roba cada día: la seguridad, la confianza en el vecino, en el amigo que va a tu escuela y la tranquilidad de espíritu contraria al deseo impulsivo de acumular tanto.
Eso me decían esos cedés que oía sin parar, por encima de las risas de mis chiquitos con las ocurrencias de Bob Esponja y Patricio.
En la historia del niño nacido en Rosario que dormía escuchando a Jobim, y encontró sonido propio entre sus maestros clásicos, los Beatles, Roberto Goyeneche, su adorado Charly García y otras influencias que oscilan entre Johannes Brahms y Prince, o entre el rap y Astor Piazzola, es también nuestra: Los nacidos en los años 63, 64, 65, 66 y siguientes, en un Nuevo Mundo de anticuadas ideas.
En 1995 pisé por vez primera tierra firme suramericana. Recuerdo con precisión los días de ese recorrido por Buenos Aires, Montevideo, Punta del Este y de regreso otra vez por Buenos Aires. Encontré el dato en Google con una memorable asociación.
Desde un hotel en la avenida 18 de Julio de la capital uruguaya, urbe en todo distinta a la capital dominicana, vi el estreno mundial en MTV de Free as a Bird y me pareció estar en otro tiempo, en otro mundo.
De acuerdo con el motor de búsqueda eso me ocurrió el 20 de noviembre de ese año. Sin embargo, pronto las ciudades del Cono Sur visitadas me sacarían de los tonos harto nostálgicos de ese video y canción.
Algo se esfumaba con ella, aunque sin la violencia del 8 de diciembre de 1980 o la disolución o día cuando Ringo afinaba el tambor del Let it be, una lírica que pronto conocería. Desafortunadamente, All things must pass.
Mientras el primer guitarra de The Beatles batallaba en privado contra el cáncer en el bosque templado de Friar Park, en el verano austral algo ardía, y las llamas estaban a punto de subir hasta el Caribe.
Sus calles y negocios reventaban con grafitis, estampillas, collares, imanes, pisapapeles, de una figura que desplazaba los souvenirs de Evita, Mafalda y Carlos Gardel, de los mejores puestos de la estantería.
¿Quién rayos era este tipo? Ni idea, pensaba. Tiempo después, el mismo tipo, ha luchado para salir de las estampillas y toda suerte de veneración y en su lugar abrir un diálogo, una conversación de amor.
Durante mi estadía, le habré oído en las emisoras de los taxis, los bares de playa y los cafés del sol, pero me era difícil todavía reconocer quién era quién de ese rock argentino prácticamente desconocido en mi tierra, tan popular en esos lares visitados.
El personaje parecía una ficción pictórica del Siglo de Oro Español, como salido del imaginario de Doménikos Theotokópoulos. Ni idea de quién era el flaco con la guitarra, el flaco con el teclado, el flaco al piano, el de las fotos en los puestos de revistas en Palermo y playa Mansa.
Hasta pregunté en Casapueblo, ¿El arquitecto Carlos Páez Vilaró tiene un hijo rockero? No, ¿por qué pregustás? No, por nada. Los turistas no queremos lucir tontos, aunque irremediablemente lo somos. Todavía no tenía en casa la nueva invención, el Internet.
Al término del siglo XX, La utopía de América era una tela deshilachada sin corte ni confección. La juventud latinoamericana de los años 80 de la región nos conocíamos poco los unos a los otros, y entre todos, los isleños éramos los más anónimos y aislados.
Más allá del vínculo literario, algo del cine argentino que nos alcanzaba, la fuerza de Mercedes Sosa y otros pocos tantos de la música argentina, la radio dominicana dio un brinco entre el tiempo de Las Mosquitas, Sandro, Palito Ortega, Leo Dan y Leonardo Fabio, a casi nada.
El rock de los setenta y ochenta argentinos no se escuchó en tiempo real en la República Dominicana. Supongo que los milicos dificultaban la exportación y nosotros en los 80 solo sabíamos mirar para arriba, al norte. Esto solo cambió cuando Miguel José Cunillera y Tony Rojas en la X102FM, así como Roger Zayas en VivaFM, en los noventa bajitos, empezaron a difundir rock argentino en la radio dominicana.
A días de volver de ese primer viaje al sur, vi y escuché al tipo venerado en Suramérica con su aspecto de cuadro pintado por El Greco en MTV Latinomérica, canal que para 1996 resultó el de más alta audiencia en la región. Le dije a todos: Ese es el tipo que les dije. Está acabando en Suramérica. Se llamaba Fito Páez.
¿Fito Páez? ¿Qué es eso? ¿Una tira cómica de Billiken? No relaje’. Dudaron algunos incrédulos de la fama, que, según mi relato, tenía en Argentina. Ningún rockero se llama así. Esa gente se llama Mick, Rod, Nick, pero ¿Fito? Déjate de eso.
La escena final de la serie es la escena de mi imagen primera. Fito Páez, cantando en lengua española un góspel funk intitulado El amor después del amor Fito Páez HD – YouTube, composición que devino en epifanía instantánea.
El sistema de mis creencias se resume en esa canción, la más popular de la historia del rock argentino. Su mantra es sencillo y circular: Nadie puede, ni nadie debe vivir sin amor. Su rebeldía contra el dolor, perfecta, eficaz.
Los dominicanos tuvimos que esperar hasta octubre de 2000 para verlo en el Teatro Nacional y, para una historia larga resumida, solo diré Dos días en la vida nunca vienen nada mal, tres compartiendo con Fito Páez fue una inolvidable fortuna que tuvimos un grupo de amigos.
Antes, los detalles de esa experiencia tan bonita los usaba para hacer más distendido el ambiente del aula en mis primeros años de profesora universitaria y conectar con mis alumnos. En el imperio del dembow, la anécdota de todo lo conversado con el artista lo prefiero un sentimiento profundo, personas que no voy a olvidar, silencios que prefiero callar.
La Zona Colonial de Santo Domingo fue el escenario de prolongadas conversaciones sobre música, literatura, cine, arte y desarrollo social y sueños con el rosarino. Una escena del episodio 8 de la serie me hizo recordar un detalle olvidado. El personaje del productor discípulo de George Martin dice de él a los productores argentinos que es un hombre que mira a los ojos para hablarte y te presta toda su atención.
El motivo de los tres días no tan aventureros como los de Thelma y Louise (1991) junto al artista, tuvo como motivo ayudarle a organizar el playlist del álbum Rey Sol. Al dorso de la caratula lo dedica “al tribunal de Santo Domingo”.
El cantautor me complació cuando presenté la moción de que El diablo en tu corazón debía ser el intro de la producción. Fui tan insistente en mis argumentos que, al despedirnos al colegiado de fans, con su trato educado y cálido, sutilmente captado por el joven actor Iván Hochman en la serie, puso en mis manos el papel que guardé en un viejo cajón, escrito de puño y letra por Fito Páez.
Han pasado veintitrés años desde ese día, y solo ahora he entendido que en ese acto generoso se produjo un bautizo de letras. El argentino, lector de Macedonio, Arlt, Borges y Sarmiento, me reveló las infinitas combinaciones que encierra la poesía de nuestra hermosa lengua castellana.
Sigo maravillada con el ingenioso e hidalgo Fito, lo estaré siempre, como en los días en que su tango oxidado ponía a mi mamá a recordar a la suya y mi hijo chiquito aprendió a cantar Dar es dar, como una de sus primeras palabras.
Una niña llegó a mi casa a vivir agarrada de su papá de una mano, y de la otra una, una muñeca monga; y salió a los dieciocho de mi techo a conquistar el mundo cantando Un vestido y un amor.
Dejé ir a otro chico hecho un Pétalo de sal, canción que escuchó antes de marcharse, mirando el Caribe sonriente. En cuanto a mí, tengo mi propio mic, algo brilla sobre este, un lente, una voz.
La música de Fito Páez no es apta para moradores en burbujas, gente sin swing, temerosos de mirarse a sí mismos sin compasión. Es para los que quieren sacarse al diablo de su corazón.