A partir del término de la primera guerra mundial surgieron los años locos y París, cansado del absurdo bélico, queriendo respirar, se convirtió en un enorme espacio festivo: Edith Piaf, Charles Aznavour, Gilbert Becaud, Brigite Bardot, el Molin Roudge, presidieron el espectáculo sanador de las heridas terribles.
El fenómeno tuvo su réplica tras la segunda guerra mundial y surgieron los Beatles. El mundo celebró las melenudas composiciones del grupo y de los que les sucedieron, las cantó y las bailó hasta el agotamiento.
Hoy, debilitada la pandemia, en un mundo confuso, lleno de expectativas dramáticas y vaticinios apocalípticos, la gente joven quiere de nuevo sentir que se libera de las encerronas, de los decretos duros, de las máscaras y de las mascarillas, de las emergencias sucesivas, de los ídolos efímeros.
Las sensibilidades han cambiado y se llenan de un dramatismo electrónico que sólo pueden soportar sin llegar al infarto, los muchachos, los adolescentes y otros que creen serlo.
Nada se va a lograr con protestar contra los que protestan: hay que entender, hay que criticarles la calidad de las letras de lo que interpretan, saturadas de pendejadas increíbles, pero que son un diseño epocal
Toda crisis de carácter universal-y estas lo fueron- es crisis de cambios en algunos casos violentos e incomprensibles, en otros insólitas manifestaciones de transgresión que no podemos rechazar sin detenernos a entender aun sea por un momento.
Lo de ahora es una jerigonza de vocablos inconexos, un estallido plural de “impropiedades” que atormentan al espíritu conservador y que ofrecen desgarramientos multiplicados por el número de decibeles que emiten los aparatos taquicárdicos.
El frenesí, la vertiginosidad y el volumen de la música electrónica- digital que fácilmente se trepa hasta la estratosfera, conectan directamente con esta generación acostumbrada ya a esos diseños espectaculares extraordinarios. Lo cual, unido al hecho de que algunos de los gestores del drama vienen de espacios contestatarios conocidos, propicia cierto fanatismo hacia esos ídolos que, sin duda, pasarán y serán sustituidos.
Nada se va a lograr con protestar contra los que protestan: hay que entender, hay que criticarles la calidad de las letras de lo que interpretan, saturadas de pendejadas increíbles, pero que son un diseño epocal, una forma de confrontación contra el tedio, contra el empobrecimiento espiritual generalizado, contra las poses hipocritonas, contra las contrariedades y el fracaso de las creencias, religiosas incluidas, sin sustento ejemplarizador.
Hay que entender y luego, si hay espacio para ello, juzgar con espíritu de justicia y de comprensión. Mientras tanto, tranquilos: todo pasará, como debe ser.