En el prólogo a su traducción de Visión y ceguera de Paul de Man, Hugo Rodríguez Vecchini sostiene lo siguiente: “empezar por el final es la única forma de empezar, sobre todo cuando se trata de la lectura. Sólo se puede partir de nuestra actualidad, de nuestra competencia como lectores en un momento dado”. Vecchini resume parte de los axiomas del Paul de Man de 1971, cuando lo que vino a conocerse como postestructuralismo se afianzaba como paradigma en Europa y Norteamérica. Una de las proposiciones demanianas de mayor calado consiste en entender que el acto de lectura potencia sentidos siempre contradictorios a razón de la calidad metafórica del lenguaje. La cita de Vechini también alude a la contingencia del momento de la lectura, ese estar anclado en el ahora de la historicidad para desde allí pretender vislumbrar un paisaje de por sí inabarcable por su incesante expansión.
Estas premisas se hallan en la base de las teorías más influyentes sobre la materia caribeña de las últimas tres décadas. Me refiero a las ideas del martiniquense Édouard Glissant y el cubano Antonio Benítez Rojo, que tienen como trasfondo un repertorio conceptual que aborda las mismas preguntas sobre el lenguaje y la lectura, y su relación con el sempiterno debate en torno a la posibilidad del conocimiento.
En Glissant y Benítez Rojo, estas preguntas se concentran en la tentativa de definir el ámbito caribeño tejiendo variadas metáforas. Para Glissant, por ejemplo, el Caribe se entiende como un espacio marcado por la lógica de las correspondencias, lo que llama “poética de la Relación”. Este espacio no remite a ninguna esencia u origen, sino a “la experiencia consciente y contradictoria de los contactos entre culturas”. Otra de las fuentes a las que apela Glissant para pensar el Caribe incluye axiomas de la Teoría del Caos, en especial la idea de que incluso lo indeterminado puede constituir una forma de conocimiento.
Benítez Rojo consigna principios similares en La isla que se repite (1989), pero contrario a la interpretación de Glissant, la de Benítez Rojo sí postula cierta uniformidad para el Caribe en lo tocante a la materia cultural. Este gesto uniformador es parecido al que José Lezama Lima lleva a un plano continental en La expresión americana (1957). Me refiero a dos impulsos que se contraponen: uno que apunta a la totalización, es decir, un Caribe que es posible definir en términos culturales, y un impulso contrario, que privilegia la diseminación: un Caribe que se expande en formas impredecibles. En medio de esta tensión, alambicando sus elementos, está el sujeto que nombra y dimensiona ese espacio empujado por lo que Lezama denomina “imperativo metafórico”, y que Benítez Rojo entenderá en uno de sus ensayos posteriores como la manifestación de los “ritmos interiores” del sujeto caribeño.
El Glissant de El discurso antillano (1997) maneja las mismas coordenadas cuando destaca que, en el contexto del Caribe, la oralidad es la herramienta de una “poética natural”, esto es, el producto de una especie de compostaje con el cual se alcanza el humus de la expresión, que viene a ser la materia prima de la literatura caribeña. En un libro reciente: La hoja de mar: efecto archipiélago I (2016), el puertorriqueño Juan Carlos Quintero Herencia se vale de la metáfora del “oleaje” para precisar los contornos de esa expresión propia al espacio caribeño en la literatura: “los textos literarios de este archipiélago están implicados por una violencia que muy bien puede metaforizarse en la forma y el proceder del oleaje. No es la única metáfora que ensaya. Se trata de una experiencia en relación con los intersticios, una experiencia de la relación de las superposiciones sensoriales y temporales que descarga lo marino sobre las tierras del Caribe”.
Yo también quiero ensayar una metáfora que sirva para deslindar esa expresión caribeña que Quintero Herencia encuentra en la cadencia de las olas, Lezama en el impulso hacia la metaforización, Glissant en los impredecibles itinerarios de la oralidad, y Benítez Rojo en los patrones de recursividad de lo que llama “el Caribe de los sentidos, de los sentimientos y de los presentimientos”. Para adentrarme en la materia, recurriré al tropo del manglar, que en el Caribe convoca sentidos que van más allá de la botánica para implicar también procesos históricos y culturales.
Con sus complejas dinámicas de asociación simbiótica entre individuos animales o vegetales, el manglar puede ser una metáfora útil para teorizar sobre el espacio de lo caribeño y la literatura que se afana por afirmar un lenguaje que dé cuenta de su especificidad. La metáfora ecológica resulta provechosa desde múltiples ángulos. En términos estrictamente científicos, el bosque manglar remite a procesos complejos de adaptación de la planta a la salinidad del agua marina, con glándulas que expulsan la sal por las hojas, y hasta raíces aéreas en algunas especies. Asimismo, las raíces submarinas del mangle funcionan como filtro de los sedimentos que llegan de los cuerpos de agua dulce, lo cual hace de este ecosistema el hábitat de numerosas especies marinas, aves e invertebrados. La especie humana también ha sido simbionte del manglar, y esto es lo que permite su conceptualización como un espacio de orden cultural.
En 1990, cuando Glissant y Benítez Rojo daban a conocer sus teorías sobre el Caribe, el dominicano Marcio Veloz Maggiolo publicaba “Notas sobre la zamia en la prehistoria del Caribe”, un ensayo académico en el cual desglosa los hallazgos que comprueban la interacción con el espacio del manglar de grupos indígenas que no conocían la agricultura. Estos grupos del llamado período arcaico se establecieron en los alrededores del manglar, el cual aprovechaban como fuente de alimento y espacio ritual. Allí incluso enterraban a sus muertos, en el mismo lugar en que depositaban los restos de crustáceos y conchas.
En tiempos no tan remotos, la interacción con el manglar también remite a comunidades que lo usaron como fuente de sustento, principalmente en base a la pesca y la producción de carbón. Otras aristas históricas lo conectan al cimarronaje. En el Puerto Rico del siglo 18, por ejemplo, los esclavos que escapaban de las colonias británicas se establecieron en el manglar de las afueras de San Juan. A principios del siglo XIX, sus descendientes sacaban del suelo pantanoso troncos de olivo negro que se usaban para la elaboración de traviesas destinadas a las vías de tren y los edificios de las centrales azucareras, los grandes símbolos de la modernidad de la época, como bien ha destacado Juan Giusti. Por su parte, como pormenorizó Fernando Ortiz en un cuestionable tratado sociológico de 1916, la tradición popular y la literatura mitologizaron en Cuba al habitante de la periferia habanera, los “negros curros” del Manglar.
Como se ve, el espacio del manglar alude a procesos complejos de asociación entre especies de todo tipo y a múltiples niveles. De ahí que no resulte descabellado pensar el manglar como metáfora del espacio y la expresión del Caribe. Desde las Antillas francófonas se ha pensado el manglar como metáfora, pero vinculándolo específicamente a la lengua criolla. Así se maneja en la producción de Glissant, pero también en el Elogio de la criollidad (1986), de Raphael Confiant, Patrick Chamoiseau y Jean Bernabé, un texto fundamental para ahondar en las contradictorias dinámicas de lo caribeño.
Al identificar en la metáfora del manglar los signos del espacio caribeño y la expresión que lo crea y designa, es provechoso pensar en la noción de “territorio” que maneja el puertorriqueño Juan Duchesne, quien identifica en la literatura la capacidad de producir este tipo de espacio: “La palabra territorio no se limita al territorio geográfico; son territorios emocionales, territorios sociales, territorios de la imaginación. Es necesario entender el territorio, no solamente como la demarcación de un área espacial… sino como una red de participantes, agentes, actores, personajes, fuerzas, motivos, humanos y no humanos” [que] “no existe hasta que es creado por sus habitantes”.
El territorio del Caribe opera como un manglar. En su suelo cenagoso se forma el humus de una expresión que sobrepasa los límites de la cultura oficial y su pedagogía de la reducción a lo idéntico. La literatura, el arte en general, en el ámbito de las Antillas, evoca otras configuraciones. Habla de las derivas del sujeto que crea el territorio a despecho de las parálisis y regresiones en las agendas nacionales que prescriben el relato de un nosotros asentado como un dolmen.
El territorio que se dilata, incesante, en la trama del Caribe actual se vislumbra en la plástica del dominicano Jorge Pineda, con sus niños de rostro oculto nimbados de excrecencias coralinas. O bien en la fotografía de la puertorriqueña Tari Beroszi, que registra a un tiempo la precariedad y la fuerza del sujeto que se alza de la ruina. La intensidad que impulsa la dispersión del territorio caribeño también está en la imagen del “arca” en un poema de la cubana Reina María Rodríguez, en La Habana subterránea de un relato de Antonio José Ponte, en las travesías temporales de una novela de la dominicana Rita Indiana, en los “mundos” interestelares de la narrativa del puertorriqueño Pedro Cabiya. Como los impredecibles modos del manglar, el arte caribeño siempre está un paso más allá, forjando materia nueva.