Todo progreso lleva implícito el germen de lo moderno y viceversa, y es la técnica su forma de expresión evolutiva. Pero toda técnica triunfa en detrimento de la naturaleza. Mientras para la técnica, todo avance es un triunfo tecnológico, para la naturaleza, representa una derrota violenta, pues es un saqueo de su esencia misma. De ahí que cada salto tecnológico va en desmedro del medio ambiente. De suerte que, la técnica, al ejercer violencia contra el mundo natural, también destruye, en cierto modo, la vida misma: civilización contra naturaleza, sociedad contra mundo, máquina frente a hombre.
Como se ve, históricamente, la técnica siempre ha cometido abusos, simbólicos o reales, contra la vida y la comunidad humanas. La técnica, en efecto, es una especie de saturno que siempre devora o –engulle– al hombre que la creó. Pero la técnica, que nació antes que la ciencia, también posee el don del progreso y representa el combustible y la sangre de la civilización y la modernidad. Por ejemplo, los egipcios construyeron las pirámides sin conocer la ciencia, solo porque usaron la técnica. Y las grandes maravillas de la arquitectura antigua son obras de sorprendentes técnicas de construcción, antes de la existencia de los estudios formales de arquitectura o ingeniería en las universidades. Antes de la aparición de los grandes inventos –o descubrimientos– de la era moderna, la técnica le sirvió al hombre para avanzar, evolucionar, vivir más cómodo, protegerse del frío y las fieras o construir sus chozas. Pero también su invención llevó consigo el germen de su propia autodestrucción, al inventar las armas con que aniquila al enemigo, a su semejante, y con la que también se quita la vida. Gracias a su ingenio y al saber de que existe la muerte, inventa las armas para destruir al adversario y conquistar territorios. De modo pues, que las técnicas –y las estrategias– de guerra, también son un resultado de determinadas modalidades destructivas de la especie humana con fines negativos.
El hombre escapa del campo a la ciudad, de la barbarie a la civilización, del salvajismo a la comunidad, tras la búsqueda de progreso, pero no es sino una huida de la naturaleza a la sociedad. Las técnicas primitivas tuvieron, como observó José Ortega y Gasset, en Meditación de la técnica (1933), “un halo mágico”, aunque una magia fallida, y es una habilidad que produce instrumentos, no máquinas. Sin embargo, no existiría la ciencia sin la técnica que le dio origen y que le sirvió de prehistoria.
El ser humano siempre ha buscado los tesoros de la civilización, valiéndose de la técnica, para vivir en una cultura, que ha sido el resultado del juego –como bien lo demostró el holandés, Johan Huizinga, en su libro Homo ludens (1938). Pero ante la toxicidad de la vida moderna –producto de la contaminación que ha creado el hombre urbano mismo–, se impone el antídoto de los valores de la naturaleza, es decir, el regreso a la comunión del hombre con el entorno ambiental. Esta, entre otras, han de ser las consignas de un urgente manifiesto en rescate y defensa del ecosistema. Llegó la hora de combatir los venenos que ha traído consigo el progreso técnico para reencontrarnos con la naturaleza, que es reencontrarnos con nosotros mismos. Y que implica el estilo de vida de comunión, gregaria, con la vida vegetal: entre el hombre y el espacio, el hombre y los animales. En suma: entre el hombre y la naturaleza.
Lo peor es la politización de la técnica, no hacer la crítica, o la autocrítica, al utilitarismo de los avances técnicos, en nombre del progreso humano, es decir, del progreso sin “ética de la responsabilidad”. De ahí que se impone no la crítica a la técnica per se, sino a la técnica irracional, progresista y sin frenos, que atenta contra los ideales de civilización y de cultura, inclusive. La técnica que debe ser combatida es aquella que actúa como usufructo de la naturaleza y como sucedáneo de la ciencia. Sin embargo, la técnica tiene de positivo que es una expresión de la libertad humana y una manifestación de su imaginación y su creatividad. Y lo negativo es cuando atenta contra el ideal de civilización, cuando el hombre se vuelve esclavo de la técnica y de la máquina. La razón de este hecho reside en que el hombre, a menudo, usa la técnica como fin y no como medio.
La técnica es neutral, la ciencia no, lo cual se revela como doctrina, en el positivismo comtiano, que abogó por la neutralidad ideológica de la ciencia. En ese sentido, la técnica siempre es inocente, pues puede ser individual su uso o su aplicación, y la ciencia tiene un matiz colectivo. La técnica como anticipación de la ciencia –igual que la alquimia a la química– goza de una era de glorificación como expresión tecnológica, esa diosa de la contemporaneidad, que innova y progresa a pasos vertiginosos, amenazando con desplazar la inteligencia humana por una artificial. Cada era aporta sus técnicas: deja una huella civilizatoria que influye y determina un modo de vida. La ética de un mundo poshumano debería descansar en una voluntad colectiva, que reconduzca la técnica con su rostro originario y que desacelere su curso desenfrenado, para que sea dirigida a un ideal de progreso, donde lo espiritual vigile lo material, y en el que la técnica devenga en una “segunda naturaleza”. Hoy la técnica se disfraza de vida, pero no es más que un pretexto de la tecnología encarnar como factor humano. Ante la crisis del humanismo y la decadencia de Occidente, la técnica encarna en mujer fatal, que esconde su rostro espiritual y sagrado a cambio de otro pagano. Históricamente, la técnica ha portado una fatalidad que gobierna el espíritu humano, acaso por su potencia ambiciosa y ciega.