Fotos de Luis E. Acosta

PEDERNALES, República Dominicana.-Vencedor Bello, un mandamás de la Alcoa Exploration Company, había ordenado al chófer Claudio Fernández (Quique) que pasara por Cabral de Barahona a trasladar a unas personas hasta Pedernales.

La compañía estadounidense que explotaba las minas de bauxita en Las Mercedes y Aceitillar había prohibido montar personas particulares en sus vehículos, pero la orden del superior fue determinante.

Tatá y Atila pronto estarían sobre el camión para una travesía corta, pero infernal, a través de Sierra Baoruco. Un camino hecho a pico y pala por presos tratados como cucarachas por el verdugo Danilo Trujillo, quien mandaba a tirarlos a los despeñaderos cuando morían de cansancio y sed.

Seis o siete horas o más de peligro constante, saltando entre las piedras, una vuelta de 150 kilómetros que se sentía interminable. Pero no había de otra. Por disposición del encargado de compra de alimentos de la transnacional, Vencedor, un desafiante Quique viajaba cada semana hasta Barahona, Canoa y Puesto Escondido a comprar la comida de la Alcoa, en el novedoso camión Ford de F-8, 25 pies de cama. Conocía el camino al dedillo y poseía todo el ímpetu de la juventud. Suficiente como para transportar, desde la capital, la dinamita que necesitaba la compañía para romper las montañas y extraer el mineral. El único pedernalense que corrió ese riesgo. Años 1952-1953.

Claudio Fernández (Quique).
Claudio Fernández (Quique).

“Yo, ya con mis 86 años de edad, voy ahora por esos sitios y me da mucho miedo, pero a  los 17 o 18 años que yo tenía en ese entonces, jugaba con ese camino, a cualquier hora de la noche, tres o cuatro de la madrugada, cargando dinamita desde Santo Domingo hasta Cabo Rojo… Quizá lo que más había era muertos de tanta gente que murió en esa construcción, eran presos… En el lugar que llaman Caja e muerto, hay muchos”, relata Fernández, nacido en  Pedernales en 1935, pero declarado en Duvergé.

La era del tirano Trujillo (1930-1961) estaba en apogeo. Todo bajo control de los militares en la ruta que cruzaba las lomas de El Aguacate, Villa Aida, Los Arroyos, Cabeza de Agua. Era el acceso más fácil para llegar a Pedernales, aunque ahora es sólo apta para aventureros. Por allí transitaban vehículos de la empresa minera y de la guardia. No más. La carretera que llevaba al municipio Oviedo, hacia el este, era casi un imposible. 47 kilómetros, dos horas, mínimo, si se corría en “exceso de velocidad” por ese crucigrama de roca viva.

Quique siente orgullo de haber trasladado hasta el pueblo a Tatá y a Atila. “Ella, con su iglesia y sus actividades, ha sabido hacer el bien a todo el mundo. Nada más hay que ver cómo hablan los demás de ella, y cómo ha criado su familia”.

ÉPOCA DIFÍCIL

Nélida Inocencia Pérez (Tatá Atila)
Nélida Inocencia Pérez (Tatá Atila)

Nélida Inocencia Pérez (Tatá Atila) nació en Duvergé, provincia Independencia, hace 92 años. Llegó al pueblo en octubre del 53, cuando Pedernales cabía en “un puño”. Benjamín Atila había llegado mucho antes,  en el 27, cuando Horacio Vásquez iniciaba el proceso de colonización que luego concretaría Trujillo. Como otras familias de la época, había llegado siendo niño de la mano de su padre Carlos y su madre Balbina.

“Vine por esa carretera mala con Quique, que trabajaba en la Alcoa, él trabajaba con Vencedor. Vinimos Atila y yo… Era un pueblo muy pequeño… Imagínese, la comunicación era por telegrama, un papelito que traían a uno, y había dos o tres casas. Ahora es diferente, todo es más fácil”.

Esta mujer espigada, de piel clara, pulsea con una memoria que ya le traiciona. Le arranca datos y los expone con su voz ligeramente fañosa y una buena dicción conseguida con la lectura sostenida de la Biblia. Se enorgullece de ser una católica militante que ha criado a su prole en el marco del respeto a los demás.

“Había pocas muchachas, poco de todo, pero gracias a esa comunidad de las altagracianas, que nos daban las clases de catequesis, nos nutrimos un poco más. Ellas nos mandaban a los barrios a dar la catequesis. Yo compartía con Socorro, la de Moreno Rocha, Mirita, Isabel Pilín, Clary, Tatica… Con ellas yo mantenía. Puedo decir y repetir que me mantuve en la línea, gracias al señor. Nunca tuve problemas con nadie. Si aquí en Pedernales me agarra una lluvia o un viento, en cualquier casa me puedo meter”.

Cita a sus siete hijos, su orgullo: Deisis Altagracia, Arelis Adolfina, Balbina Virgen, Juana Quintina, Rafael Benjamín, Dalma Isabel, Juan Bautista y Petra Ivelisse.

Tatá vivía en Pedernales con su tía Heroína (Heró), esposa de Esporminio Heredia, cuando Atila la enamoró. Suelta una ligera risa y trata de hilvanar la escena: “Yo estaba en el colmado, imagínese que a los colmados va mucha gente, y él vivía aquí, trabajaba en Cabo Rojo… Y nos conocimos francamente porque ni lejos vivíamos”.

Diana Pérez Matos cuenta, entre risas, que  su padre Camilo Pérez Cuevas y Tatá eran primos y se querían mucho. “Mi papá contaba que Tatá hablaba durmiendo, y así descubrieron los amores que tenía con Atila, y por eso la mandaron para Duvergé”.

Benjamín Atila, esposo de Tatá.
Benjamín Atila, esposo de Tatá.

 EL DESERTOR ¿UN CHIVO EXPIATORIO?

Tiene referencia sobre el guardia Manuel Emilio Báez, desertor del Ejército y alzado en la frontera con Haití, en 1952.

Él tenía una relación con una prostituta de nombre Rafaela. Y Rafaela tenía una amiga llamada Gisela, a quien Manuel Emilio  conocía muy bien, explica.

“Nada más se decía que mataron un guardia, Manuel Emilo Báez, me parece, era el nombre. Él mató primero dos prostitutas: Gisela y Rafaela. Gisela vivía ahí, en el callejón, en la casita de Guarín, y la otra mujer libre, Rafaela, era la mujer del guardia. Parece que estaban peliaos, y ella se mudó por aquí. Entonces, él, buscándola, y sabiendo que eran amigas, cogió para allá. Antes había más ranchos que casas de cemento. Los ranchos por dondequiera tenían rejitas. Desgraciadamente, fue y las mató por un portillo. Por ahí cruzaba una rigola, y vivía Guarín, Lalala… Eran Los Coquitos”.

BUCHE,  EL BANILEJO DEL OBELISCO: QUEMADO EN LA PLAYA

Quique, hijo de colono, describe con sobrada lucidez la tragedia de Manuel Emilio, que se instaló en el imaginario del pueblo con tintura de leyenda. Vivió la época.

Cuenta con voz clara: “Ese soldado era un guaremate de la fortaleza de Pedernales, de la l6 compañía. Él visitaba mucho unos billares que estaban por la esquina de Beján o de Nestor, en la calle Mella. La fruta de comer en Pedernales, en ese tiempo, eran las prostitutas de los negocios. Él vivía con una  de esas y tenía celos. Entonces fue a la fortaleza, cogió su fusil y regresó, y las mató a las dos (a Rafaela y a Gisela), y desertó hacia la frontera. Yo me acuerdo porque oí los tiros, y fui a tratar de ver, en la mañana, y vi a las mujeres muertas, y a Chispa, mi tío, recogiendo los casquillos de los tiros”.

Narra el hecho con la coherencia de quienes vivieron las escenas.

“Yo tenía 16, 17 años cuando eso. Estoy seguro que la muerte de las prostitutas no fue por asuntos políticos ni porque el militar se ha resistido a matar presos políticos, como se quiere alegar. Eso fue la decisión propia de un militar enamorado de una prostituta en  una época en que solamente había guardias y prostitutas. Él decidió cometer ese error, y después que lo cometió, desertó hacia la frontera haitiana”.

Y dice más: “En el curso de la mañana lo persiguieron, y un soldado de Duvergé, de apellido Medrano, lo encontró frente al tanque viejo del pequeño acueducto, y le dijo que se entregara, que no le pasaría nada, que todo estaba resuelto, que no desertara, que le declararían carta blanca, si no aceptaba. Pero él se negó y, en la tarde, durante el entierro de las prostitutas, el soldado Medrano estaba ahí, y Manuel Emilio, desde la frontera, le disparó y lo mató. Y siguió matando militares. El Ejército en pleno se decidió a atraparlo; también la Aviación con los aviones militares… Luego de varios días de persecución fue ubicado en el conuco de Nestor Méndez… Vino a la fortaleza a la 5 de la mañana, le disparó a un soldado raso que estaba en el servicio y creyó que lo había matado, pero sólo le quemó la franela, y éste respondió y le disparó, hiriéndolo. El desertor trató de volar la empalizada para llegar y abastecerse de armas y balas, y ahí lo acabaron de matar. Falso que se fuera a entregar”.

Quique quiere ser más gráfico:

“Yo, personalmente, fui a la fortaleza como a las ocho de la mañana, y lo vi tirado en el suelo, al lado del mayor Olivita. Recuerdo a muchos militares, entre ellos los hermanos García Morel (eran mayor  y tenían tropas), el capitán Almánzar… Recuerdo que Chichí Hernández (Chichí Bigote) era uno de los militares que estaba persiguiendo al guardia. Y recuerdo que en un momento iba hacia la playa y los aviones militares dispararon contra el campamento de la Alcoa, y ahí vi a Chichí buscando al guardia porque creían que estaba allí. Y ahí, los aviones mataron a Reynoso y Soto, dos guardias muy buenos, conocidos por mí”.

Quique critica una práctica que, para él, resulta muy perniciosa: victimizar a las personas que cometen errores.

“Aquí todos los pasados malos se los quieren poner a Trujillo, pero en esta oportunidad no había ninguna persecución política. Al contrario, los guardias eran más trujillistas que Trujillo… Él era un soldado joven, muy serio, muy bueno. Lo recuerdo jugando billar…

Cuando sucedió el hecho, Quique estaba en la casa de Mireya Fernández, su hermana, esposa de Rubén Bretón, presidente del Partido Dominicano en Pedernales. Él lo confirma.

“Yo hasta la fecha soy trujillista. De matar presos políticos, yo me hubiera enterado. Es mentira eso de que fue una estrategia del gobierno para eliminarlo porque se opuso a matar presos políticos (risas). Puede ser que se mandara a matar a algún ciudadano. Eso sí. Pero eso del guardia y los presos políticos no es cierto. Que yo sepa, no conozco a nadie de por aquí a quien le pasara eso, a excepción del capitán Frappier, que cometió uno de los crímenes más horrendos que conozco en la historia, y fue matar a un muchacho de Baní, el que hizo el obelisco de Pedernales. Nosotros le decíamos Buche. Era una persona blanca, buenamoza.  El capitán prácticamente lo quemó en la playa, en la zona del balneario”. 

Clemente y Miguel Pérez, de 98 y 80 años,  han contado la misma historia. Tony Bretón, hijo de Rubén Bretón, cree, sin embargo, que “Emilio no mató a ningún guardia, ni a las prostitutas; que él iba a entregarse porque no resistía el asedio, y lo asesinaron los militares; que fue un montaje”.

EN EL LUGAR DEL OTRO

Fue un hecho que marcó al pueblo, ha dicho Tatá, cuya vida ha transcurrido entre criar a los siete hijos que parió, recibir clases de las altagracianas de aquella época y visitar los barrios para impartir la catequesis.

Juana Quintina, mujer menuda, de voz aflautada, maestra de escuela, dimensiona a su madre.

“Agradecida con este legado con un valor inmenso que ella nos ha transmitido y nos transmite cada día. Cada día es un renacer con ella. Tiene un temperamento envidiable, aun con esa edad es digno de imitar. Es dócil”.

Atila ya no está al lado de Tatá. Murió en 2017, a los 93 años. Hasta que le cambiaron la configuración del pueblo, a este hombre rellenito, de unos 5.4 pies de estatura, se le vio pasar todas las mañanas por la calle Juan López hasta su potrero que quedaba por el “callejón”, donde tenía sus reses. Y después a su conuco de Los Olivares, justo al lado del de don Curú. Para ella, es como si viviera. Fue un hombre de trabajo, jamás abandonó a sus hijos, a su familia.