La puerta del lugar estaba entreabierta dejando ver la luz ambarina del interior desde la distancia. La temperatura era baja en los exteriores de esa dignidad de abad, nombre antiguo de las habitaciones que ocupaban aquellos dedicados al oficio del culto abacial, como los de ese local ubicado en una ciudad europea.
Al rato la cerraron, pero, cuando llegamos, su descarga amarilla hizo analgesia; me entibió donde no soy materia. Tenía unos días con el alma resfriada. El primer mundo y sus mejores distribuciones de riquezas y beneficios para el ciudadano terminan congestionando el ánimo del visitante proveniente de un petit pays chaud (pequeño país caliente) del Caribe, perplejo al constatar nuestras carencias.
Frente a ese umbral, me resituaba lejos de esa congestión espiritual que traía desde París. Guardé varios días su ardor en una fotografía que tomé antes de que cerraran la puerta. He mirado el retrato de ese rez-de-chaussée como una esperanza.
Me solacé con la imagen de la puerta abierta de esa abadía por una semana, en el perceptible sentimiento de alivio que me produce mirarla en silencio.
¿Será inexplicable hasta para mi compañero de viaje en la vida y en esas vacaciones en el viejo continente ese remedio?
Días antes de capturar la impresión digital en mi teléfono inteligente, palabras francófonas como las mencionadas se decían entre nosotros. Salíamos de la arquitectura vainilla parisina, mole que te ronda con la fuerza del mercantilismo colonial que la levantó, y como ella, la belga y la británica visitadas después.
Nos dirigíamos a la estación para tomar un tren a Bruselas, cuando la voz radial dijo:
—Hier Ryūichi Sakamoto est mort.
Contrario a Meursault, en el “El extranjero” de Albert Camus, el locutor tenía certeza. El músico japonés había desaparecido. Sin duda existencialista, repasaba lacónico sus contribuciones artísticas y a seguidas me cayó una lluvia, aunque no provenía del cielo gris de París. Se escuchó Rain de Ryūichi Sakamoto en la radio, tema perteneciente a la banda sonora de "El último emperador" (1987). (Aquí)
Nuestras vacaciones por el desarrollo europeo nos alejaron por días de las lamentables noticias dominicanas. Sin embargo, como un hechizo malvado, la noticia del deceso del artista me sustrajo el ánima de regreso al laberinto de nuestra soledad, la mía y la de los demás dominicanos, habitantes de una Ciudad Prohibida y corrupta, como la musicalizada en el filme y como la que no quería oír en las noticias.
La realidad a la que se pertenece no brinda tiempo de asueto. Estás allí dentro, aunque te alejes.
Al regresar a mi hogar en Santo Domingo busqué el documental Ryuichi Sakamoto: Coda (2017) en Apple TV, para conversar un rato más allá de la vida con las musas del artista que compuso la sensación de encierro y abandono de un hombre imperial. Junto al director Bernardo Bertolucci, universalizó entre ciudadanos comunes de cualquier ciudad del mundo ese reconocimiento de un dolor que persigue al hombre y a la mujer nacidos en país de inequidades.
Conocí los dictados interiores del artista cuya obra había retomado vía Spotify luego de reencontrar su trabajo en “The Revenant” (2015). Sakamoto viajó al lago Turkana donde fue hallada Lucy, el homínido más antiguo que se había encontrado, bautizada así porque el arqueólogo Donald Johanson escuchaba Lucy in the sky with diamonds cuando limpiaba sus osamentas en 1974.
El japonés quería investigar el origen de la violencia del ser humano, mas solo encontró antiguos cánticos hermosos del lugar donde salió la población mundial a emigrar y poblar el globo.
Luego, como el Frankenstein de Mary Shelley, se fue al Círculo Polar para recoger en fosas submarinas el sonido sano del planeta pescado debajo del hielo que se derrite a velocidad pasmosa. Quería oír los timbres del agua limpia antes de la violencia del ser humano de la Era Industrial.
Asimilé el lugar histórico que ocupa la violencia local dominicana expresada en la corrupción, los feminicidios y un neofascismo platanero en el devenir más amplio al que pertenecen.
La música requiere paz explica Sakamoto en Coda, el compositor que desde los años noventa volcó su creatividad hacía la alerta por el cambio climático. Su música instrumenta un daño ocasionado por la ulterior violencia humana, el más inexplicable odio, autodestructivo de la especie. Este es el tema noticioso que preocupa a los ciudadanos del primer mundo, mientras nosotros quedamos encerrados en nuestra asfixiante problemática doméstica.
Sakamoto salió de su cuerpo detrás de las notas perpetuas que persiguió por el teclado de su piano y el planeta en su vida de artista, mientras yo conocía por primera vez Bruselas y luego Londres, ciudad esta última donde peregriné hasta una dignidad de abad.
En el aire frío posado en la verja hasta donde llegaron mis pasos, llegué a la abadía. A sabiendas de las limitaciones derivadas del astigmatismo, tomé la foto de las luces amarillas, que solo sentada en el avión de regreso analicé detenidamente. Allá en la abadía, estuve distraída tomándome otras fotos caminando sobre el pentagrama formado por el paso de cebra a su costado.
En el calor de mi hogar, mirando ese documental dirigido por Stephen Nomura Schible, y la foto con la puerta abierta en silencio, completé mi jornada reflexiva. La música de Sakamoto, y su concienciación de soledad perpetua, además de la otra, la que me saca sonrisas y fui a oír sin escuchar en esa dirección en Londres, pertenecen a una misma abadía.
En el documental hay un Ryūichi, con su corte ochentero punk, y a una esquina, Bertolucci, ubicados en el sótano de Abbey Road junto a una orquesta sinfónca, mientras el primero la dirige para musicalizar la escena en que Aisin Yioro Puyi escapa de la Ciudad Prohibida.
Nosotros también escaparemos detrás del sonido perpetuo, cantando como los primeros hombres que poblaron el planeta notas musicales que no cesan y escapan del odio. Se ha escrito localmente sobre el triunfo del odio en nuestro país, y expreso profundo respeto ante la evidencia que sustenta a esa desesperanza, pero no la acompaño. Sería aceptar que entre nosotros el amor ha muerto y no lo creo.
Me adhiero a la declaratoria de Gabriel García Márquez que llamó a los Beatles El triunfo mundial de la poesía. Yo me voy detrás de las notas de Ryūichi, de Burt Bacharach, de los Beatles, de Juan Luis Guerra y demás abades que dejaron la fuerza del amor en dignos trabajos archivados casa núm. 3 de la calle de la abadía, St. John’s Wood, ciudad de Westmistern, no muy lejos de donde mi amado me hospedó, para cumplirme un sueño.
Contemplo la foto que tomé frente a Abbey Road Studios, donde me veo, según dice mi amiga Elka, como niña en el mundo de Disney. Junto a la niña también andaba la otra, la mujer en mí que emprende un viaje hacia adentro.
Fuimos recibidos por una puerta, aunque de lejos, abierta, invitándome a creer en el poder sublime del arte de provocar sentimientos de amor. La misma luz libera a Sakamoto a tocar su piano, donde no hay silencios, solo notas perpetuas, como la melodía compuesta por él, para la banda sonora de Babel (2006), Solo el amor conquista al odio.