Sus amigos la recuerdan en sus años juveniles vivaz, alegre, atrevida, en el buen sentido de la palabra; transgresora, a su modo. (En nuestra civilización, ¿qué mujer ha trascendido sin transgredir y sin una dosis de estoicismo?). Una muchacha floreciente en medio de una gran derrota nacional, cuando soplaba “el viento frío” que René del Risco dejó plasmado en un poema. La joven mujer conoce de lleno el sufrimiento de su pueblo. Ese dolor abonaría su palabra, yacería en la intimidad en que Eros se expande y la conciencia aúlla.

¿Qué utilidad tiene la poesía?, le preguntaron a nuestra galardonada. “La poesía sirve para descubrir la vida y enaltecerla” y “para llegar al fondo de nosotros mismos”.  Qué rotunda respuesta. La poesía como “un acto de fe” (así describía María Zambrano), cuán pertinente es ahora, cuando se tambalea la esperanza como efecto de epidemias y acometidas imperiales. Ahora, cuando se hincha el escepticismo y lo efímero e inmediato parecen ser alivio y maldición a la vez.

Pedro Mir me dijo en una oportunidad que los poetas eran los sacerdotes de la palabra. Yo callé, pero quise agregar que, de algún modo, muchas sacerdotisas fueron aguerridas poetas. Y las chamanas. Con palabras prevenían pestes, curaban la melancolía y el letargo, extraían el tóxico del estómago. Del fervor imaginativo, formulaban bálsamos. Una de ellas fue Diotima de Mantinea, la que instruyó a Sócrates sobre el linaje del amor, puente entre la mortalidad y la inmortalidad. Con la palabra se resiste. Se construye. Prodigio en un mundo donde todos los equilibrios de la vida y el ambiente son de por sí milagros.

Qué mejor tiempo que este, 2022, para festejar a una tropical sacerdotisa de la palabra. Hablar de ella, la del pensamiento claro y el investigar riguroso, es, insisto, aludir a la poesía, porque es esta la que fulgura en sus ojos, encamina sus pasos, sus indagaciones, sus vínculos. Voy, por ende, a tratar de que el foco de la poesía alumbre su rostro, a fin de que ustedes puedan distinguirla mejor, y quererla como se merece.

Soledad Álvarez.

Temprano, Soledad aprendió "la ética indeclinable del escritor comprometido con su obra". Nunca defraudó a sus mentores. Ciclista descalza cortando el aire con algún verso, enamorada de la vida, del amor y sus sinuosos encantamientos, se formó con la firmeza de una asceta gregaria, una bailarina inmóvil, una pensadora en movimiento; blusa de jade, los pies sumergidos en las corrientes de la vida, un libro en la mano.

De agradable trato, conversación atrayente y una facultad poco común para comunicarse con gente muy distinta, Soledad posee un fenomenal instinto para aquilatar lo humano por entre los laberintos de dictámenes, creencias y temperamentos. Mientras baila un merengue o tararea un bolero, con la estupenda soltura de una muchacha de barrio, la intrigan los pensamientos.

Conoce las polaridades políticas que tanto han mermado el potencial de la intelectualidad dominicana; y, a su manera, las esquiva. En los rituales cotidianos, suma al deber, su perspicacia, su alerta. A las perturbaciones las contrarresta leyendo o dialogando. Su disposición se transparenta en el brillo inteligente de sus ojos.

“La pluralidad es la ley de la tierra”, escribió Hannah Arendt. A la pensadora que conceptualizó “la banalidad del mal”, la “exigencia de singularidad le parecía el apogeo de la vida humana” (observó Julia Kristeva).  Singularidad dirigida a diferenciar el pensamiento y el juicio, forja de criterio independiente; uno de los radicales retos para las intelectuales del siglo XX.

Creo que de la elaboración de singularidad, en acuerdo con la ley de pluralidad, emerge el misterio de Soledad Álvarez. ¿A qué género de misterio aludo? Manuel Rueda lo describe en el retrato que bosquejó en la presentación de Vuelo posible, en 1994: “…puede decirse que su misterio es una especie de juego con el que ella nos va entreteniendo y del que todos estamos conscientes de antemano, aunque siempre la secundamos, les seguimos las tretas de volatinera en pos de sus alturas, sus tomas y dacas, sus apariciones y escondrijos, de los que siempre sale otra y ella misma”.

Soledad Álvarez estima la prodigalidad de la inspiración, pero aparta como a una mosca facilismos, cascarillas de ingenuidad. Es reflexiva, siempre. Concebir un libro es placentero cuando lo impulsa un amor, una pasión, que antecede a la labor, y en ella sucede de otro modo. Esta pasión, este amor tan extraño, tan obstinado, en el que corremos el riesgo de diluirnos, prodiga sentido a los faenas y tensiones inherentes a la creación de una obra.  Nuestra poeta es maestra en esas lides.

Dueña es la autora de Vuelo posible de una paciencia, que la ha prevenido de la fiebre de publicar, manteniéndola alejada de porfías y de esas avideces de encomios que fuerzan a cosechas agraces, amén de enturbiar relaciones. A tiempo supo cómo seleccionar sus proyectos. Ningún asunto impuesto, ninguno dejado al azar, sin premura. ¿Su norte?, calidad calidez. ¿Resultado? Ninguna de sus obras se podrá ignorar cuando se escriba la historia de la literatura dominicana del último medio siglo.

Tres bien espaciados poemarios dan cuenta de su poética. Vuelo posible (1994), Las estaciones íntimas (2006) y Autobiografía del agua (2015). Dos ganaron el Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña. Distintos poemas de estos libros se han traducidos al inglés, francés, italiano y alemán, figuran en importantes antologías internacionales.

Una definida estética en el lenguaje es característica de la poesía de Soledad.  "Obsesiva búsqueda de la palabra", no cualquiera, no la bonita o autorizada, sino aquella que surge del convenio entre la vida interior y el mundo. Ajuste perfecto, aunque fugaz, de la mirada personal en la colectiva. En esa saludable fricción, la voz singular encarna. Imagino sensaciones abrasando con lentitud los conceptos, hasta convertirlos en polvo brillante, materia prima de otra comarca, aquella de las correspondencias y la experiencia universal.

Su poesía aspira a mucho más que a un buen acabado. Persigue reunir lo vivido y el vivo deseo, el placer del presente, el dorado de la nostalgia, los dominios del amor con sus miradores en el porvenir, síntesis en las carnes de un fruto en sazón. Como lo prueban los siguientes versos del poema “Oración de la mujer sola”:

Tú que la ungiste en el paraíso con palabras nuevas como el agua

palabras amadas para espantar la muerte

niega la lumbre a sus ojos y desgarras sin piedad su corazón.

Alégrense las criaturas porque mi Señor ha vuelto

Bendito el que viene para el amor

porque hace manar jugos y savias de primavera

porque incendia mis venas y resucita lo invisible.

 

Soledad Álvarez.

Desde comienzo de los ochenta, Soledad Álvarez ejerce un indiscutible influjo en el medio cultural dominicano, al que no se limita. En 1981 publicó La magna patria de Pedro Henríquez Ureña, ganador, en 1980, del Premio Siboney, obra que la posicionó como ensayista enjundiosa. Su actividad intelectual no ha parado desde entonces.  Entre 1981 y 1984, fue subdirectora del inolvidable suplemento cultural Isla Abierta. En 1986 publicó El hombre dominicano y su cultura. Durante un año, junto al poeta José Mármol, condujo las exitosas “Tertulias del Centro Cultural Hispánico”. En 1996, nuestra galardonada, antologó y presentó para una red de diarios hispanoamericanos el periolibro de la Unesco dedicado a Pedro Henríquez Ureña. En 1998 publicó Ensayos y comentarios sobre literatura dominicana. Ha sido coautora de varios volúmenes que versan sobre economía, pensamiento, cultura y literatura dominicana. En 2015 se le otorgó el Premio Caonabo de Oro. Coordinó, junto a José Rafael Lantigua y Minerva del Risco, la participación dominicana en la 80ª Feria del Libro de Madrid, dedicada a nuestro país. Forma parte del comité directivo del festival Semana Internacional de la Poesía.

La vida le deparó el moverse entre intelectuales, artistas y escritores de renombre internacional. Pero, mucho antes de conocerlos a ellos, Soledad fue la chica perspicaz y avispada, con una pizca de aires hippie, que participa en La Antoncha, grupo integrado por Alexis Gómez Rosa, Mateo Morrison, Rafael Abreu Mejía y Enrique Eusebio. Por esos tiempos publicó su “Si nacieras llamándote Luis Pérez” y “Rituales”.

La ubican en la “Generación de Posguerra” o en “La joven poesía dominicana”, manía clasificatoria. Prefiero como referencia el crescendo con aureola libertaria que se produjo de 1962 a 1972, periodo en que se fragua un hito en la cultura dominicana. Pienso en Miguel Alfonseca, René del Risco, Jacques Viau Renaud, el Condecito, Silvano Lora, Marcio Veloz Maggiolo. Y en otros nombres que, aunque emergieron tiempo atrás, formaron parte de esa ola, por ejemplo, la Aída Cartagena de ediciones Baluarte y Escalera para Electra. Si me detengo en ese paisaje temporal, advierto una riqueza de matices, de estallidos como de semillas abandonando la vaina, de originalidades. Es ese el paisaje en el que escritores y escritoras saltan límites convencionales (otro crescendo tuvo lugar de 1942 a1952), y donde veo como lógica y propicia la aparición de Jeannette Miller, con su Fórmula para combatir el miedo, y de Soledad Álvarez. Poetas con una rebeldía y unas preocupaciones que no las arrastran, sino que ellas, a punta de voluntad y razonamiento, deciden su rumbo, su manera de aprovecharlas, de ser.

Nuestra galardonada de esta noche escribe mirando la historia y el ahora con lealtad a sí misma y a los suyos. Algo imponderable le impide desprenderse de la savia delicada y tenaz de la existencia. “Estamos frente a una poetisa de raigambre filosófica”, escribió Marcio Veloz Maggiolo, en 1995. Como solo él podía hacerlo, porque era un creador, un pensador, un mago, veía a Soledad moviéndose “dentro de la línea pensante de lo poético”.

Las favorables críticas que han merecido sus tres poemarios confirman que la espera valió la pena. A propósito de Vuelo posible, Marció Veloz Maggiolo manifestó “Desde siempre, Soledad fue una voz poética novedosa, fina y cargada de sensualidad”. Y agregó que “la calidad de su expresión poética puede seguirse como quien cazara el rastro de sus sueños”. Sobre Las estaciones íntimas, expresó José Alcántara: “Una sensualidad perturbadora que evoluciona con intensidad sostenida a través de imágenes singulares, para colocar a su hacedora en un lugar cimero entre el conjunto de las mujeres poetas dominicanas”.

El intelectual mexicano Adolfo Castañón escribió que Las estaciones íntimas es un libro “aéreo y líquido con música callada y rumor de aguas subterráneas”, “un libro cruzado por el diálogo entre los sentidos”. Sugiere que sea leído “como desde una esfera suspendida sobre el mundo interior que va midiendo y calibrando la meteorología íntima con suavidad elegante, brindando la palabra como ofrenda en el altar de la inteligencia poética que sabe entretejer los hilos de la experiencia para salvarla”. Pedro Granados, escritor y crítico peruano, calificó al mismo poemario como “Libro de la plenitud: lugar gratuito, en alguna cúspide, desde donde contemplamos lo vivido y lo que aún nos queda por vivir”.

De Autobiografía en el agua, de su agua simbólica, apuntó Carmen Imbert: “Agua turbia convertida en espejo para la mirada que estrenó su asombro con la agonía de la tiranía y el furor que provocó su fin. Vio el futuro cuando era presente y deshizo esperanzas viviéndolas”.

Admiremos la poesía. Escribir un verso excelente es más difícil que dirigir un imperio, eso dijo el famoso Adriano, el emperador comprendido en nuestro imaginario gracias a Margarite Yourcenar.  Aplaudamos a Soledad Álvarez, a quien de cierto no le interesa un imperio y es capaz de escribir versos que el emperador envidiaría, como estos que la describen: “volatinera en el vacío / un millón de luces en mi cuerpo / un incendio sin llamas ni cenizas / de reflectores muertos / y hay un suspenso de redobles / porque he tocado con mi pie la cuerda”. Vuelo alto de la poesía, cuyas raíces acaso surjan en los albores de su vida, “porque mi madre, una gran lectora, siempre me cantaba y me decía poemas”, contó Soledad en una entrevista.

Es preciso mencionar otras dos de sus facetas: la editora y la amante de la ciudad. En País Cultural, durante poco más de un año, conocí su dimensión de experta en el campo de la edición; su ilustración, su ejercicio del criterio. Presumo que en el suplemento Isla Abierta, al lado de Manuel Rueda, desarrolló esas dotes. Pero su extraordinario ojo crítico debió formarse en la lectura, porque es una devoradora de libros. Es una editora excepcional. Les aseguro que, si lo deseara, empleo encontraría en cualquier editorial internacional de prestigio.

Santo Domingo ha hechizado a nuestra poeta, “territorio de la memoria colectiva y de la experiencia individual", escribe en el exordio al libro Visiones de Santo Domingo (2010), editado por ella. Dos años antes, publicó la antología La ciudad en nosotros (2008), feliz convergencia de efusiones. “La fascinación que entraña la vida urbana en el poeta puede ser de amor, miedo y odio”, expresa Soledad en el prólogo. Ha penetrado en la ciudad-poesía, inevitable es que la observadora se observe en lo observado. “El poeta recrea una ciudad imaginaria que sobrevive en el tiempo histórico a expensas de su vida, cuando se sumerge en el anonimato de la soledad y pervive en la palabra poética”, señala en el prólogo. ¿Qué podría agregarse a esta visión? Es perturbadora, cautiva. Descorazona, por su veracidad; reivindica por su fulgor.

“La fortuna de la ciudad es esta entrega / Hasta dejar de ser una misma / y la que nunca sería asome a la ventana”, en estos versos del poema “Paisaje”, Soledad Álvarez nos dice que en sus poemas leemos su ser, su esencia. La otra, “la que nunca sería”, la que es en la paradoja subyacente, nos regala su enigma. Íntegra, múltiple, se asoma a este cielo estrellado, donde la acompañamos complacidos.

Hoy celebramos a Soledad Álvarez. Y, en ella, a las creadoras, a los poetas, al lado esplendoroso de la dominicanidad caribeña. Celebramos la poesía lenguaje del alma universal, armadura predilecta de la paz. Y con ella, los poderes renovadores de los seres humanos, apremiantes en este tiempo de amenazas planetarias a la vida, a las bibliotecas, a los pastizales, al sabor del mar, a la fragancia del café, a lo grande y a lo muy pequeño. Estamos en un borde peligroso, y desde él entonamos nuestra canción de la alegría, de la poesía.

Soledad, que tu vida sea larga e iluminadora. Que sigas entregándote en versos y pensamiento al mundo. Que tu camino esté “lleno de aventuras, lleno de descubrimientos”. Ten presentes las modestas inmortales palabras de Kavafis: “A Lestrigones, a Cíclopes, o al airado Poseidón nunca temas, no hallarás tales seres en tu ruta / si alto es tu pensamiento / y limpia la emoción de tu espíritu y tu cuerpo”[1].

Ángela Hernández Núñez

Marzo 2022

[1] Konstantino Kavafis, “Itaca”, traducción de José María Álvarez.