De las escritoras de poesía en las letras dominicanas, Soledad Álvarez es la que ha hecho siempre –no sin desenfado–, de la escritura poética, de la intimidad femenina, la protagonista de su imaginación. Y lo hace con libertad expresiva, rabia, soltura y valentía. Se sumerge en los abismos de su ser, bucea en las aguas del delirio y navega en las ilusiones limítrofes. Para ella, la intimidad es teatro de lo cotidiano y espejo de lo común. Su voz representa la voz de la condición femenina universal, de la mujer atribulada por el caos de lo ordinario y del tedio. Su palabra encarna la rebeldía social del oficio poético, en un mundo que ha ido disipando el grito de Virginia Woolf, que pedía para la mujer escritora, “una habitación propia” para escribir, autonomía para vivir en libertad creativa.

Con su poemario más reciente, Después de tanto arder (con el que obtuvo el prestigioso Premio Casa de América de Poesía Americana 2022), Soledad Álvarez vuelve a desnudar su conciencia lírica, y nos ofrece un texto que es, a un tiempo, testimonio de su voz y testamento poético de una época bélica, pandémica, de espanto. Así, hurga en los entresijos del sentimiento y ahonda en los laberintos del drama existencial de la condición humana femenina. Desde la publicación de sus poemarios, muy espaciados entre sí –y que van de Vuelo posible (1994), pasando por Las estaciones íntimas (2006) hasta Autobiografía en el agua (2015)–, su voz poética simboliza la transformación de una sociedad, la deriva de un mundo otro y la descomposición de una era, que ha dejado en el olvido y en el subsuelo, las conquistas del intelecto y el sueño de un bostezo pesadillesco.

Si la poesía nació del asombro, no de la costumbre o ethos, entonces su obra poética brota de las entrañas de su voz, muy despierta, para desvelar las pesadillas de la razón e incendiar el tedio y la abulia de este mundo novosecular. Soledad Álvarez nos incita –o insta—aquí a renovar la potencia lírica del verbo y a emplear su impulso lúdico como una luz en medio del caos, la confusión y la insensibilidad. Poemas de amor y desamor, del dolor y la fiesta, en los que comulgan, en contrapunto simbólico, el bolero y el tarot, la memoria y el tiempo: este libro, Después de tanto arder, sensual y desgarrador, se lee como todos los demás, es decir, como una obra autobiográfica. Y de ahí que ella se revele –y rebele– en estos versos, como una oficiante de la palabra, en cuyas páginas resuenan los ecos y las plegarias de la mujer casada, los recuerdos de boda, las contradicciones de la vida matrimonial y las batallas del amor. Evoca, asimismo, el pasado bohemio, los bares de la memoria y los reencuentros del tiempo, en un balance –o pase de lista– de sus años idos y vividos. La muchacha enamorada, el marido, los niños, los “amores núbiles”, la vida como un bolero, el noviazgo y la “marcha nupcial, en sus páginas laten el ardor y las contradicciones del amor.

En este poemario, nuestra poeta (amiga y cómplice en el oficio de la poesía, maestra en las “leyes de la hospitalidad” y en el arte de la solidaridad), apela en lo expresivo y en la técnica, al simultaneismo de herencia surrealista, pero inventado –o reinventado–por los poetas cubistas, Apollinaire y Max Jacob –y recuperado en la tradición hispánica por Octavio Paz. Es un recurso que le imprime agilidad al verso, para insertarle temporalidad al hecho poético: dos metáforas simultáneas en un mismo verso. De igual modo, sobresale el intertexto, la intertextualidad (epígrafes, letras de canciones o de poemas) o la anécdota que le sirve de pretexto al canto y al tono narrativo de no pocos de sus textos. Se escuchan –en sus páginas– las voces de los inmigrantes a los que la poeta toma su voz, tanto como el dolor, la desolación y el desarraigo del amor, en todas sus manifestaciones y dramas. Así conviven, el fin del amor y la sabiduría del olvido, como una estrategia –o trampa– para sobrevivir –o resistir– a la muerte.

El canto a la tierra, de su voz, que clama de dolor y espanto por incendios forestales, y su deseo de que el amor y la lluvia caigan sobre la “tierra herida/quemada por el fuego”. Su voz lírica encarna, en efecto, la conciencia social de la mejor tradición de la poesía social, esa que trasciende lo inmediato y circunstancial, y abrazo lo humano y lo ontológico. Igual leemos la experiencia del eclipse lunar, la herida del amor imbricada –o superpuesta– a la herida de la luna. Como también un retrato fantástico y literario de María Zambrano (su devota guardiana de la filosofía), que “siente el pensamiento y alcanza la razón poética/la revelación del saber acerca del alma”, en una recreación imaginaria de La Habana y sus días de estudios filológicos en la Universidad de La Habana y en Casa de las Américas; igualmente, una conversación ficticia entre Lezama Lima, Cintio Vitier, Fina García Marruz y Eliseo Diego. En este texto se conjugan y combinan, en inextricable imbricación simbólica, la sabiduría y la inteligencia, la intuición y el intelecto, la pasión y la razón, en ese difícil equilibrio que consiste en lograr un poema despojado, al mismo tiempo, de artificios retóricos o de ideas puras, de sensiblería o de emoción desbordada. Me confieso: este libro es el que más me ha conmovido y sacudido de todos los que he leído –y leí  durante la pandemia–, acaso por la crudeza, la fuerza, la dignidad y el desarraigo tan auténtico y valiente de Soledad Álvarez, al desnudar su memoria y su espíritu. También por lo bien escrito y concebido, y por su factura estilística, tan eficaz, lúdica y variada. Afirmo –no sin temor al yerro—que es su mejor y más logrado y acabado y perfecto y contundente poemario. Escrito con sangre y lágrima. Cincelado y esculpido con pasión calculada e ideas emotivas. Pensado con ardor y concebido con el “fuego de la imaginación”. También –¿por qué no?—, escrito con el cuerpo, con su cuerpo entero y su piel: con mirada poética y oído musical. Con la piel ardiente y la mente incandescente. Escrito como el que se va a morir, con desgarramiento y autenticidad; en una palabra: con desesperación. Poesía testimonial que refleja –y reflejará, per saecula saeculorum—el tiempo y el espíritu de una época, de unos días en que vivimos al borde del abismo de la muerte y al filo de la navaja. En sus páginas late un clima de desolación y dolor, cuando vivimos el fin simbólico del mundo, y luego una guerra al tris del desastre nuclear –cuyo peligro sigue latente. Y en el que todos apelamos al pasado mejor –cuando éramos felices y lo ignorábamos–, al tiempo de los amores fugaces, cálidos y locos, de un tiempo sin tiempo, en que vivíamos en una fiesta eterna, en un jolgorio sin luto, en un carnaval de los sentidos y la sensualidad. Y este libro de Soledad Álvarez –escrito sin mascarilla (afirma)– nos da señales de humo del infierno y el purgatorio, y del “año en que vivimos en peligro”. La escritura, en esta época, en ella funcionó –y operó– como cura y catarsis, y acaso como mecanismo de compensación, resiliencia o refugio, en medio del espanto y el horror, y donde ni la potencia del amor nos salvaba, sino la evocación del amor perdido y la memoria del erotismo: la resurrección simbólica del abrazo y el beso. Ante la inminencia de la muerte, y la espada de Damocles, que se cernía –o colgaba– sobre nuestras cabezas temblorosas y los corazones acezantes. Después, las imágenes de la guerra de Ucrania que brotan del televisor, tras la pandemia, vino el horror bélico, y esas espantosas ideas sirvieron de telón de fondo y materia poética para que nuestra poeta y ensayista articulara su discurso lírico, en el que evoca su infancia y juventud, los días de ardor en el amor y la fiesta.

Soledad Álvarez cierra el poemario con “Tiempo oscuro”, “un poema luminoso/un poema feliz que hable del amor que salva/ del abrazo que redime al final del día”, celebra la “dicha de estar vivos”, /un poema del sol que sonríe y entibia/ el mar verdiazul en el eterno verano de la isla/lleno de pájaros enamorados/de árboles frondosos que nadie derriba”. Y sigue celebrando después de tanto horror y espanto, y dice:

” Estamos dejando atrás el tiempo oscuro de la pandemia/ y es hora de volver al mundo/ a su insolencia invicta después de tanta muerte/complacer al marido con la cuota de alegría/ vestirse y salir a los sitios sobrevivientes/ donde hay música y jóvenes que bailan y se besan”. Así se sentó a escribir este libro, y estos poemas que lo conforman, un libro que intenta –o intentó—ser un poema de amor como salvación del ser humano, y del amor mismo, cuando estallan las alarmas y las sirenas de la guerra, las bombas y los misiles. Solo acude a las armas de las palabras como un refugio para “escapar del horror de la carnicería/ del infierno de destrucción, del espanto”. Este poemario es, pues, una radiografía de un tiempo oscuro –de la pandemia a la guerra–, de un tiempo de incertidumbre, de una nueva Guerra Fría, en la que solo el poema de amor nos salvará. Aplaudo de pie a Soledad Álvarez, por su breve gran libro.

Basilio Belliard en Acento.com.do