La vida nos asigna una minúscula, impalpable, pero nada despreciable porción de tiempo. En ese horizonte habita la poesía, y en el camino hacia ella se va creciendo, -alucinado y alucinante-, el poeta, desde su voz o su silencio, ¿qué más da? La poeta -esta vez-, engalanada allende los mares de esta isla toda metáfora. Soledad Álvarez Vega, (Santo Domingo, 12 de noviembre de 1950), lleva ese itinerario hacia las bellas letras como Fe y destino de vida. Graduada de Filología, con especialidad en Literatura Hispanoamericana, en La Habana, Cuba. Su obra poética es un gesto irredento en favor de la transparencia que desmitifica al lenguaje como (in)tangible acercamiento a lo inexpresable. En su escritura el lenguaje se explaya, germinativo, como rizoma por los muros de la página vacía.

La también ensayista, crítica literaria y antóloga fue reconocida con el XXII Premio Casa de América de Poesía Americana, por su obra "Después de tanto arder". Un galardón que puso a la poesía escrita en República Dominicana en un peldaño colosal de visualidad y reconocimientos. La comunidad literaria nacional e internacional, así como disímiles medios de prensa se hicieron eco y recibieron con absoluto beneplácito este significativo acontecimiento literario.

El veredicto fue anunciado por un jurado reunido desde Casa de América de Poesía Americana, quienes consideraron que el poemario premiado es, cito: «una poderosa indagación, entre irónica y melancólica, del paso del tiempo, capaz de usar la intimidad como un espacio propio desde el que observar nuestro mundo asolado por guerras y pandemias y de reflexionar sobre el feminismo, la familia o las servidumbres de la pareja».

Alguna vez le hicieron una pregunta, a mi modo de ver, sorprendente: ¿Para qué sirve la poesía?, y su respuesta fue todavía hoy más portentosa, lógica y esperanzadora que nunca.

“La poesía no sirve para nada, y yo pienso que ahí está su valor. El valor de la poesía está en que no tiene valor en la era del mercado, no puedes venderla, vivir de ella ni comprarla, y justamente ahí está su valor”, expresa convencida.
“Pienso que, en este tiempo, a diferencia de lo que pueda pensarse, hay una vuelta a la poesía, porque los jóvenes -sobre todo- están leyendo más poesía, hay un regreso a la sensibilidad, porque se necesita.”

Por esa razón, al leerla, consideré su obra en versos como una esencia inefable que nos conjura, congregándonos. Una presencia de lo vivido que la poeta nos devuelve a manera de inventario del pasado y atemperado en el presente, (re)creando la realidad como quisiéramos que fuera, como anhelamos sentirla, aferrándose a las fisuras de la historia, a su contexto vital y a las mareas de nuestras almas. La intuición hecha certeza y la certeza vista como plenitud. Plena es su inspiración. Legítimas ella y su renovada significación creativa y el acento anímico de sus versos.

Y es que la poesía escrita por Soledad Álvarez lo atestigua con sublimidad comedida, no hay desmesuras en sus versos, porque la determinación con que escribe lleva auténticas y precisas dosis de delirio, sutilezas elegantes, límpidas trasformaciones sintácticas; les garantizo que leerla es constatar que “un río de iridiscencias rumorosas nos envuelve” al doblar de cada poema. Si yo la tuviera que definir lo haría con uno de sus propios versos: “–su voz es como lumbre / alumbrándole el filo a las palabras.” En sus textos las palabras son –“Vértice y festín”- criaturas de un lenguaje que edifican visceralmente su cosmovisión y memoria del tiempo en que se desnuda en la página; entonces pareciera, acaso lo sea, que en ella se arropa una indoblegable razón de ser, identidad y conciencia: “Mis palabras crecen duelen conjuran.”

Fotografía de Racso Morejón.

Por todo esto, si vas a leer poesía, porque buscas un espacio cotidiano, intimo, cálido, también irredento, absorto en el velamen de lo obvio que devoramos -y nos devora- por la fuerza de la costumbre; la escrita por Soledad Álvarez lo manifiesta con sumo esplendor lírico;  si lo que deseas es sentir los latidos de un ser que te acompañe desde su impulso y su fuero interior; si apeteces “entrar a esa realidad que es tan cierta como la que me rodea”, entonces te recomiendo también sumergirte en la obra de nuestra autora de hoy. Soledad Álvarez Vega es de esas poetas que estimula la lectura como surtidor de progreso espiritual, personal, íntimo.

En sus libros habitan las serenidades del amor con la misma (in)quietud que sus ansiedades y desvelos; “Las estaciones íntimas”, “Autobiografía en el agua” y “Vuelo posible”, conocen cada uno en “su fijeza obstinada” estas y otras pasiones que nos sumergen en los matices de la madurez creativa y vivencial de una escritora imbuida por una delicada, pero rigurosa luminosidad estética de la palabra en versos.

En su lírica el amor se ensancha, se expande, insospechado, hacia todos los por menores de nuestra vida, la soledad per sé, la ciudad, la sensualidad, el cuerpo que se nos insinúa en su esplendor, la historia –también con mayúscula, la bohemia y la privacidad del hogar, el tiempo, la noche alegórica “¡erróneas y ebrias noches las del amor!” nos dice uno de sus versos; y el delirio y la introspección, muerte y vida cual caleidoscopio, y la sed de la palabra, “la palabra cobijándome  y la noche y el árbol./ Perfecta/ hasta resplandecer de pura nada”; y la avidez que le generan el silencio y el aislamiento,  “La soledad es el silencio (…) La soledad es ausentarme de los nombres que amo / Nombres insomnes y hermosos”; y la postura –su postura- ante el lenguaje, entendida como esa travesía habitual, presentada desde la más egregia y elegante  espiritualidad; común en la pupila atenta a las oscilaciones frágiles que recorren los hilillos de su memoria. El silencio es también memoria. Y a ese puerto contra el olvido que es el poema llegan los versos de Soledad a desafiar el lenguaje.

Sus poemas se me antojan reminiscencias fondeadas en el acto mismo del recuerdo, un inusitado maridaje entre los espacios ideales y reales que se abre al horizonte poético de la isla, como un aletear de emancipación propia, pero con signos sociales ineluctables, acaso su sentido de alteridad a flor de verso, una perspectiva ética hacia la comarca de lo indescriptible y puro del ser, hacia lo sublime (de)codificando la impavidez del lector, procurando, acaso consiguiendo, aquello que Johannes-Pfeiffer definiera para la poesía como “el temple de ánimo”. Entonces y ya para toda su lectura, se abre el folículo de nuestro asombro, y nos dejamos llevar por sus imágenes que se desvanecen por los conductos de yoes para que tenga lugar la gestación de su Poesía.

Un poema resuelve las variaciones de la vida cuanto más las concentra en su espiral de símbolos, imágenes y metáforas; cuanto más consigue la poeta implicar su paisaje creativo apelando a la complicidad con el lector; allí, en el infinito friso de la página en blanco, ambos se consagran y crece ese “temple de ánimo” cual delicada, transparente y afectiva cofradía de impresiones que reconocemos mutuas. Es donde y cuando Soledad Álvarez compromete su observancia escritural atenta, en el hecho mismo de no subsidiar ornamento banal ni fruslerías fatuas en sus poemas, por ejemplo, y en su gracia estilística hay ganancia estética como resultado de un profuso conocimiento de la palabra escrita –en verso-, por demás.

Este ejercicio llama mi atención y merece ser compartido. La adjetivación que reside en la obra poética de Soledad Álvarez como una manera de escribir poesía que no ensombrece su lectura y el disfrute de sus versos. Una gentileza estilística consecuencia o virtud del manejo que ella extrae a la palabra como substancia poética; Soledad y su inspiración ascienden cuando emplea los adjetivos precisos, aun con la libertad y la seguridad de quien la emprende con agudeza genuina en favor de una manera potable y sin fracturas para su comprensión y encanto. Sí, definitivamente su poesía es encantadora.

En los tres poemarios suyos que leí no he sufrido derroche alguno de adjetivación gratuita, y cuando los usa, el sustantivo lo agradece, se ilumina, se potencia, sublimándose y adquiere personalidad robusta en su connotación; los quiero invitar a leer una breve relación de algunos versos que ilustran lo que les vengo hablando para corroborar su manera de cualificar, más que modificar; por ejemplo escribe Soledad: “vestido mortaja”, “glaciares humanos”, “la cauda serena del otoño”, “estación templada de la vida”, “el desbordado bermellón de diciembre”, “la efímera felicidad del vino”, “el frescor límpido del aire”, “el queso untuoso, los frutos cárdenos”, “los nimbos encendidos de las velas”, “los relieves gastados del tiempo”, “la multitud orante de pies descalzos”, “la carnalidad desbocada de la ciudad”, “la filigrana extensión de los corales”, “pechos de traslucida ingravidez”, “la piel de húmeda juventud”, “las dúctiles caderas rebosantes”; y así, podríamos incluir cada poema, en un itinerario fecundo por el tejido fértil de su obra lírica. Algo que sin duda merecería otras páginas.

Soledad crece en el amor que da. Prevalece en el que recibe. Y esa acendrada vibración del Ser –con mayúscula-, ejerce una palpitante fascinación en los lectores por (des)cubrir el rumor que traen sus reminiscencias, esos versos suyos en espléndido diálogo con sus recuerdos prístinos, pero también con el espejo alevoso y voraz, con sus congéneres y sus fantasmas, con la naturaleza y con lo divino (y no es una redundancia), con Dios y consigo misma, con la página en blanco y con su “soledad”, la otra “la inmensa soledad de la belleza” como dice en su poema VISIÓN; pasear por las páginas de su poesía es como  devolvernos en el  mapa del tiempo, hacer un alto, o un acto privado, y ajustar lo sucedido de tal manera que no refrene al presente.

Su poesía resulta pues una substancia -¿o debo decir una subasta? – que dialoga sosegada y francamente con todos nosotros, con el tiempo, el espacio y el silencio como uno de los temas recurrentes e insoslayables en su obra lírica. “Escribo silencio y la página es una casa de salones vacíos”, nos dice en uno de sus portentosos poemas. Algo que merece también un tratamiento detenido, amplio y escrito “en la mano abierta, sin enigmas” -diría ella.

Definitivamente ella maneja con suma destreza las demarcaciones entre imaginación, memoria y realidad, y lo que es más admirable todavía, lo hace desde una voz interior de fascinante solidez, donde podremos leer poemas de una vitalidad desgarradora de la misma manera en que hallaremos textos desgarradoramente vitales; en todo caso sus poemas no nos dejaran indiferentes y al leerlos experimentaremos una renovación significativa de nuestra perspectiva personal –íntima diría ella-, del mundo donde está la vida al acecho.

Una poética que se acerca a la filantropía como praxis es una poética que se aproxima a la vastedad interior de su autor(a) y es en esa fascinación por la insondable intimidad donde le crece y se registra el inventario de símbolos que habitan la poesía escrita por Soledad Álvarez; como una aspiración que se le agranda y empoza –simultáneamente- en su libertad creativa.

Ella crece en el amor que da. Prevalece en el que recibe. Y esa acendrada vibración del Ser –con mayúscula-, ejerce una palpitante fascinación por (des)cubrir el rumor que traen sus reminiscencias, esos versos suyos en espléndido diálogo con sus recuerdos prístinos, pero también con el espejo alevoso y voraz, con sus congéneres y sus fantasmas, con la naturaleza y con lo divino (y no es una redundancia), con Dios y consigo, con la página en blanco y con su “Soledad”. Su poesía resulta pues una entelequia dialógica. Un signo que apaga al poema para sumergirse e invocar la Poesía que lo abandona para trascenderlo en sí misma. Soledad vs soledad. Soplos de contemplación (in)temporal que nuestra autora redime compartiéndolos con nosotros.

Lo creo fervientemente, a los lectores de nuestro tiempo les hace mucha falta una poesía de la serenidad reverberante como la que alumbran estos tres poemarios que ella, en su acompañada generosidad, me obsequiara para los propósitos de esta entrega. Doy las gracias a Dios por haberme permitido transitar por sus “estaciones íntimas”, en un “vuelo posible” junto a ustedes, dilectos amigos y lectores, y navegar a través de su “autobiografía en el agua” hacia un mejoramiento humano. Créanme, con Soledad podrán sentir que la lectura de poesía garantiza aquello que la propia poeta anticipara como “un regreso a la sensibilidad”. “Una puntada sigue a otra puntada…”. Quedan advertidos.