Cuando Gregory Samsa despertó siendo un insecto, el estremecimiento se debió a lo siniestro, a lo Unheimlich, eso que debió permanecer oculto y ha salido a la luz, la extrañeza ante lo reprimido, repulsión/expulsión de algo que no queríamos que estuviera en nosotros. Lo que acontece al personaje de Metamorfosis nos impacta porque no queremos levantarnos transformados en algo que no somos, toparnos con una consciencia fuera de nosotros mismos, incompleto nuestro imaginario.
Expulsado de nuestra consciencia, el miedo al fantasma que respira a nuestra espalda, el rechazo a lo exótico, no es un prejuicio de falsa superioridad, es un horror por lo próximo y cercano, por la pérdida. Cuando vemos crecer el cáncer del desorden en nuestra frontera, pensamos que llegará hasta nuestras puertas. Que despertaremos ante la desertificación, la destrucción ecológica, el hambre, en fin, la agudización de una metamorfosis cuyas dimensiones trascienden el simple problema fronterizo.
Este entramado no es explicable por el asunto de la xenofobia, puesto que no se trata de un rechazo puro y simple a lo foráneo, sino el problema de la desidentidad, una de las múltiples patologías de nuestra sociedad. Si entendemos a Lévinas, la identidad se funda en una relación dialógica con el otro como diferencia. Mientras, en un extremo donde ese diálogo está ausente, surge la violencia xenófoba; en el otro extremo un no saber quién soy produce la angustia social generalizada en conductas parecidas al trastorno límite (búsqueda de riesgo, abuso de sustancias, autolesión); síntomas evidentes en la juventud alienada.
En un experimento de dudosa ética, el psicólogo Stanley Milgram, engañaba a unos participantes haciéndoles creer que ayudaban en un estudio sobre aprendizaje. Cada “colaborador” hacía preguntas a un supuesto estudiante y le aplicaba descarga eléctrica (ficticia) si éste se equivocaba. La descarga debía ser cada vez mayor en la medida en que aumentaba el número de errores. Contrario a las expectativas, el participante aplicaba cada vez con mayor intensidad el falso electrochoque.
Algunas de las razones que explican esta conducta es el desconocimiento del otro y, al mismo tiempo, la invisibilidad del “perpetrador”. Se evidencia en este experimento, no solo la tendencia a la crueldad humana, sino cómo ésta se exacerba si permanecemos anónimos ante la víctima (recordemos la capucha del verdugo). Además, no hay consciencia vinculante y, por consiguiente, la culpa disminuye. Entonces, el vínculo y conocerse pueden ser agentes de reducción de violencia.
Lo que propongo es que es imposible pensar el otro desde la desidentidad, con un rostro desdibujado, oculto, anónimo. Ni siquiera la solidaridad es posible. Pero, y esto es paradojal, en la medida en que me identifico, lo siniestro hace pensar en la pérdida. Ese viaje que Paul Ricouer propone del si-mismo a la ipseidad me identifica frente al otro. ¿Qué es lo que voy a reconocer en mí para identificarme? La primera respuesta es la diferencia. Diferencia que empieza por verificarse en el cuerpo, la historia, la etnia, la lengua.
El cuerpo no se agota con el cuerpo físico. Asumir el cuerpo como unidad compleja donde convergen desde factores biológicos hasta psicosociales, es emprender un camino largo de desentrañamiento de múltiples mudanzas, señales y eventos. La mirada construye cuerpos. La percepción arroja una gestalt sobre el agua fría de los componentes biológicos; el modo en que se nos ve, y el modo en que yo mismo me veo. Para identificarnos necesitamos construir un imaginario en el marco de unas tradiciones y valores históricos que marcarán el modo en que recojo del espejo social mi propia imagen, y el modo en que la re-simbolizo.
Aprendo, en el proceso que los antropólogos llaman culturización, el sentimiento de pertenencia. Ser alguien es pertenecer: Al clan, a la familia, al estado-nación. En fin: ser para alguien. El sentimiento de pertenecer va convirtiéndose en sentido de pertenencia. Pasa de un estado emocional a uno racional. En los estados-naciones, pertenecer adquiere un status jurídico; empero, el sentido se origina en interacción con las semejanzas. Pertenecer a una estructura nos da sentido. El ser en el mundo parte de una imagen, y pasa a ser una gestalt de todo lo que desde el cuerpo se ha ido construyendo.
El cuerpo relacional construido en los envíos y renvíos de la interacción con otros, es el que construimos en nuestra mente a partir de la asunción imaginaria del biológico. En el cuerpo, entonces, van los elementos de la cultura: la religión, la lengua, las costumbres, etc., conformando esa mirada necesaria sobre su estructura, sus leyes y su identidad. El poder y su escritura, es tal en tanto los valores de la tradición se escriben en el cuerpo. Esto es evidente en la gestualidad, el paralingüismo y los engrama; más aún, en el modo de representarse el mundo.
Es una afirmación aceptada por todos, que la identidad pertenece al mundo de las representaciones. Esto desemboca en dos vertientes: por un lado, la necesidad de representarme en algo o desde algo; por el otro, cuando me represento en algo, eso será un afuera de mí, y en mí es una construcción imaginaria. Los lacanianos afirman que una totalidad del cuerpo donde me represento es solo un estadio del espejo. La identidad se funda entonces como imago. Pero, ¿es posible ser sin identidad? Sin identidad no es posible siquiera su negación.