Tiene menos de dos minutos y te da un zurdazo cósmico. Aniquilador. Hasta la voz se me quiebra. Es Noel Nicola. Es “Por la vida”.

¿Cómo oírla en estos tiempos en que nuestros diccionarios se recortan y frases como “los que luchan cada día” e “inmensa mayoría” suenan a papel lanzado a la basura?

Concedido: estamos ante una canción guevarista. Seguro que sonará en la vellonera de algún viejo dirigente estudiantil armada por su nieto para que el viejo no se sienta tan solo.

Escrita en 1968, cuando su autor apenas contaba con 22 años, nos situamos en aquella película en blanco y negro de estrellas en la frente y palabra luminosas como “futuro” y demás silvíadas y pablo-milenarias.

 

“Lo absurdo y sin razón sería
no saber qué hacer con nuestras alegrías,
y apretarlas en la mano
y seguir andando con ellas
por la vida”.

 

Mi segundo día habanero había transcurrido como el primero: en el Hotel Habana Riviera, en una cama como un ring, ante un paisaje espléndido de otro Caribe, golpeante con el malecón, saliéndose, lamiendo con sus lenguas a modelos cincuenteros de autos, todos resistentes, como los últimos dinosaurios. Era 1983 y, por invitación de la Uneac, celebraba los 25 años de la Revolución. Rarísimas esas celebraciones en el Palacio de las Convenciones y dentro de un mar de estrellas yo, como queriéndome esconder.

Junto a una mesa de desayuno, frente a los primeros yogures de mi vida, ahí estaba un tipo flacucho, medio huraño, que me miraba como a un ornitorrinco. Tras un contacto visual de esos que no te dan chance, la curiosidad, la habladera, mis atolondradas impresiones luego de coger el segundo avión en mi vida, la imagen de Sonia Silvestre en el fondo con su “arañazo”. Luego de buen rato de conversaciones, la despedida, el presentarse al final de tantas cosas que hablamos. “Mi nombre es Noel, Noel Nicola”, me dijo. Ya yo no sabía qué decirle.

De vuelta a las actividades del 25 aniversario, sólo rondaba por mi cabeza la canción “María del Carmen” y aquella portada del disco del concierto en vivo de Silvio y Noel en Casa de Teatro. Sólo pensaba en todas esas mujeres maría-cármicas, y “comienzo el día, apretado a tus pechos, pidiéndote café y amor”. Esa primera Habana fue exageradamente Noel Nicola.

La cuarta pasó en 1988. Nos vimos en el Parque Lenin. De nuevo las cercanías órficas, Sonia mandándole un mensaje para una presentación en Santo Domingo, la coincidencia de un amigo y vecino y poeta y más que amigo, Víctor Rodríguez Núñez, quien además le había dedicado un poema a su gran amigo, Norberto James Rawlings, quien ya era mi hermano; el haber conocido a Reina María Rodríguez hacía par de días y estar invitado a su mítica azotea. Y Noel viviendo cerca de todos en aquella Habana más que mítica del cuarto viaje.

La Habana era una ciudad de luces tirando a chispeos. La había recorrido en el día con Samuel Feijoo y había pasado en la tarde por la casa de Eliseo Diego. Concluirla con Noel y excusándose porque tenía que hacer otras cosas y apenas subir a la azotea de Reina para dejarme depositado allí como un paquete a buen recaudo, era como una narración que me sumerge en una especie de El Señor de los Anillos.

Ahora que el tiempo se nos supone más ligero, cuando ya no tenemos que esperar a que Hugo nos traiga el último guay de La Habana, cuando tenemos el archivo borgeseano que es Youtube, “Por la vida” te llega para tu descontrol.

“Lo torpe y criminal sería
dar la espalda a los que luchan cada día,
no tenderles nuestra mano
y seguir encerrados con ella
por la vida”.

Tan cerca y tan  lejos. No: no hablo de la película de Win Wenders. Tan cerca de lo evidente y tan lejos de una sensación de comunidad que ahora se nos asemeja a la pérdida de Will Robinson y toda su familia vaya a saber usted por qué planeta.

¿Qué nos queda de “la lucha”, del “pueblo”, del “futuro”, para no hablar de la “revolución”?

Sí: desengañados.

Sí: ni pensar en “el tiempo está a favor de los pequeños” y de “Cuba va” mejor ni hablar.

Sí, claro, ni recordar a Ernesto Cardenal, al pobre, que hasta en la muerte lo zarandearon, al pobre y tan querido.

Sí: hablar de “revolución” es como seguir en Windows 95. A pesar de todo oigo con emoción a Noel.

“Por la vida” estalla en un momento:

“Yo sólo te diré sobre las cosas de esta hora
cómo es que siente aquí la inmensa mayoría.
Si somos igual que tú
y tú no puedes ser feliz,
¿de qué nos valen todas nuestras alegrías?

Subrayo la última frase: “¿de qué nos valen todas nuestras alegrías?  A mí me sirven todavía muchísimos pedazos de chorros de mínimas mayorías: un par en Bella Vista, una cerca del Nacional de la Tiradentes (sí, Alejandro, claro que eres tú), una en dos ex de los Mina (Alex y José Aníbal), otras en Yonkers (¡!los Fland!!), una perdida en East Side (Claudio Mir), un nuevo lector en el Uber neoyorkino (Erasmo), en el Mezzogiorno (Soraya), frente a una bahía en el Pacífico (el príncipe Arthur and co.), de alguna manera un sepultado en sus laureles (Junot), para no hablar de los que están en la Isla, con María y sus orquídeas, con Martha y sus tartas inigualables y sigue, siguen… (Ojo, Carlos: tampoco te olvido… vaya).

“Lo absurdo y criminal sería
no ayudarte con más fuerza cada día,
no ponerse de tu lado
ni luchar aquí contigo
por la vida”.

Podría obviar el concepto “luchar aquí contigo”.

En verdad hace tiempo que no lucho.

Dejé la lucha mucho antes de que Jack Veneno lo hiciera. Me lo enseñó mi profeta particular, el poeta Homero Pumarol, cada vez más leído y querido y admirado y compartido, con quien asistí al funeral del Gran Gladiador muchísimo antes de que partiera al último patio.

Comparto, más bien. Esto es el barco de los locos.

Ya es suficiente encontrarse con Jaime Guerra, con Oscar Chabebe, con Maurice Sánchez y bajar por la Gómez y después de chocar con Güibia y con todas sus porquerías alcanzar la plenitud de aquel Mar Caribe que hacía tan feliz a Tony. Y los que vienen, que vengan, con toda la alegría y el cariño.

Pero si bien la palabra “luchar” ya no me encaja como antes, sí que eso de “por la vida” redime.

Estamos por la vida, la amistad, el cariño, la creatividad, la belleza a pesar de todas las mezquindades y los egos borrachos del Orden, del Establecimiento.

Tengo años con muchas cosas de Noel en mi playlist.

“Por la vida” no suena con frecuencia.

Hay piedras tan visibles que mejor chocar con ellas por decisión propia.

Dicho en lenguaje noel-nicólico: ya sabemos qué hacer con nuestras alegrías. Son pocas, pero están ahí: a ley de una llamada, un toque, un recuerdo, una juntadera donde Tanya o una Fiesta con abrazos más cálidos y cercanos que esos que da Freddy Ginebra.

Nuestras alegrías nos valen por el afecto sólo de un chin de gente cercana, sin grandes cosas, en la simpleza de un gato que se despereza, con la luz de una Habana 1988 todavía escasa, pero luz al fin, con un Noel más cálido que nunca. “Por la vida”.

 

 

Miguel D. Mena en Acento.com.do