Cuando el pito de las cinco de la tarde anunció la salida de obreros en la zona franca de Los Alcarrizos, estaba caluroso, nublado, húmedo. El cielo, visto desde su revés, partía en mitades desiguales un ángulo de la atmósfera en casi toda la avenida marginal Los Almendros rayada por el tumulto de gente que, debajo de esa capa alucinante y gris a la que llaman cielo, parecían caminar, mochilas, bolsas en manos, sin rumbo, naciendo, a su vez, otro sendero que se ordenaba dentro de la simultaneidad de pasos, los que salpicaban, a medida en que se adentraban a la periferia sectorial, las casas de madera y zinc con pequeñas nubes de polvo. Y aquellas dos mujeres, enraizadas y desligadas de la multitud, con la atemporalidad de lo infértil, caminan sobre una calle pedregosa. Dentro de caras sudadas se tornan semejantes, predecibles en gestos faciales. Escupen palabras inadecuadas que disuelven sus rostros trasnochados por incomodidades cotidianas, sobresaliendo del común, atendiendo a una actitud enfadada. Nadie, ningún conocido, o transeúnte, ni esos niños ruidosos que de todo se mofan en espacios de barrios, sabía si este par iba o venía, o si hace tiempo tan solo se desplazaban hacia un destino anteriormente planeado, bien estructurado antes de pertenecer a este escombro de asombros por el solo hecho de caminar a la par. Con el arrastrar de las pisadas, una sujeta fuertemente los brazos de la otra.
-No puedo caminar a tu ritmo, murmura la de voz arrugada, algo jadeante.
-Tendrás que hacerlo si quieres descasar en casa- dice la de voz más pausada, como atravesada por leves espasmos que tronaban, en cada sílaba pronunciada, un sonido angustiante, que rememoraba lo poco afable y tierno en esa voz.
De tanto en tanto, el camino de las mujeres hacia su casa se hizo infinito, y la respiración irregular de la otra se convertía en un silbido oxidado y reproducido en el eco de ese instante, como si saliera de aquellos portones emblemáticos de catedrales agotadas de vivir en una ciudad arbitraria, ausente de misericordia convertida en almacén de almas amamantadas por nostalgias.
De vez en cuando, la más joven detenía la marcha, permitía que la mayor, con la boca abierta, dejara caer el cuerpo sobre su espalda esculpiendo en ella el penúltimo suspiro.
Mientras la más joven sentía dolor en el interior de sus propios huesos con aquella cruz cargada, en alusión a la anciana, un extraño pensamiento se apoderó de su cabeza:
Por qué, durante una simple siesta, entiende, se le esfumó la niñez, juventud. Acaso ¿aquello que experimenta en ese momento no es real? ¿Dormía en otra dimensión cubierta de sacrilegios?
O ¿era la de ayer? Más tarde podría despertar y recobrar los momentos en que su cuerpo, enrarecido por los años, se perdió del simple hecho de vivir.
Ecuánime sintió deseos de abandonar a la madre, abandonar lo que, hasta ese momento, no sabía era su vomitar, dejarla en su agonía asfixiante, crucificada entre caminantes que vienen y van hasta quedar dormida en medio de aquel polvorín. Anhelaba salir corriendo, huir, huir de allí, hasta que sus pies descansaran en otro asfalto.
Gritar, desatar sus cadenas, exigir libertad. Ahogarse de sollozos en esa calle empinada y reclamarle al destino precisamente por qué sus guías, o ángeles astrales permitieron, de manera absurda, se esfumara su jovial tiempo entre cuidos y entierros de familia.
Y una fuente de energía, en el hueco de su alma, le respondió:
-No soy yo quien permite los viacrucis, tú elegiste abrazar espinas para conocer el frescor que trae amar y perdonarse.
Y la mujer, con ínfulas del ayer, volvió a sujetar por el brazo a la anciana madre, que hacía ademanes con una de sus manos para que detuvieran la marcha, tanto así que el aire le escaseaba en mayor proporción. Entonces, el cielo, que anteriormente estaba de una tonalidad gris, se cubrió por completo de un negro intenso que, en el distante horizonte, formó grumos. En segundos, una porción de brisa se acicaló entre el murmullo de la gente que empezaba aglomerarse para rodear a las mujeres que, en sobresaltos, veían cómo una de ellas caía y se desarticulaba en el suelo al igual que una estatua de barro mal formada.