El mundo como voluntad y representación, la obra mayor de Schopenhauer, y una de las más significativas de la historia del pensamiento filosófico, nos muestra con claridad deslumbrante, no algo que no entendíamos y que desconocíamos, sino al contrario: todo aquello que sabemos pero que no podíamos percibir muy bien porque su cercanía nos cegaba. Sabíamos desde siempre del sufrimiento de la condición humana, pero yo, por lo menos, no había leído nada que lo expusiera con tanta serena sistematicidad y brillantez; nadie que me lo mostrara frente a mis ojos, como reprochándome el hecho de que aun teniendo tan cerca estas adversidades haya sido incapaz de verlas de manera tan organizadas en su fondo y forma, tal vez porque todo mi empeño fue no ver el dolor en su dimensiones más turbias y desgarradoras, sino que de algún modo pretendí, a pesar de todas mis prédicas respecto de esta realidad apabullante, tender el velo de Maya sobre ella. Claro que en este caso estamos hablando de hasta dónde las palabras pueden expresar de la mejor manera posible, de la forma más convincente, el dolor humano, esa cosa “eterna y lóbrega” como la definía el poeta William Wordsworth.

No sólo he visto en este libro, más claro que en ningún otro donde se aborde el tema en cuestión, la tristísima realidad de que a la mayoría de las personas que están alegres no les importa las desgracias de los otros, y que más bien, sino necesariamente se alegran de los sufrimientos de los demás, éstos no les preocupan, y hasta expresan agradecimiento a su dios porque tales calamidades  no les estén sucediendo a ellos, o a algunos de los suyos. Y uno entiende que nadie quiere que las bombas los despedacen a ellos o a los suyos, pero por lo menos deberían tener conciencia de que las bombas están cayendo y despedazando a otros humanos, a sus semejantes. También es cierto  que a veces es imposible torcerle el brazo a los promotores, auspiciadores y beneficiarios de las guerras (las peores de todas las pestes humanas, según Voltaire), pero ante estas realidades por lo menos deberíamos guardar silencio respetuosos ante los horrores sin términos por los que atraviesa condición humana y no andar por ahí vociferando a diestra y siniestra que “la vida es bella”, como suelen hacerlo tantos cursis insufribles con los que tienen que convivir los conscientes y juiciosos, los desengañados. En en este caso hablo de guerras y despedazamientos físicos como una arista muy reducida de las vastedades que sobre las que se mueve el dolor y el padecimiento humano.

Inmerso en lo que llamo mis papeles del desengaño, confieso ahora mi grave falta por no haber leído antes, con la atención requerida, El mundo como voluntad y representación. Cuando esté entregado a la redacción del libro que recogerá estas consideraciones (ya lo estoy), espero no olvidar resaltar, de manera amplia, lo que ha significado para mí este descubrimiento. Además del gran valor en sí de esta obra, ella también me ha relanzado a la relectura de Nietzsche, en quien influyó mucho el libro y el autor de marras, hasta el punto de que el mismo Nietzsche se declaró, con gran orgullo, discípulo de Schopenhauer. Creo que, de algún modo, esta lectura indirecta de Schopenhauer por medio de Nietzsche tuvo que ver con que titulara con el nombre de Trascendencia pesimista el primer cuento que escribí hará alrededor de treinta años.

Consigno esto por aquí de El mundo como voluntad y representación: “El hombre es siempre remitido a sí mismo, como en todo, también en la cuestión fundamental. En vano se crea dioses para mendigarles y sonsacarles lo que sólo su propia fuerza de voluntad es capaz de conseguir. Si el Antiguo Testamento hizo del hombre y del mundo la idea de Dios, el Nuevo Testamento, a fin de enseñar que la redención y la liberación de la miseria de este mundo sólo pueden partir de él mismo, se vio obligado a convertir aquel dios en hombre. Para él, la voluntad humana es y seguirá siendo aquello de lo que todo depende. Saniasis (Sannyiasin: eremita y asceta del hinduismo), mártires, santos de todas las creencias y nombres, han soportado voluntaria y gustosamente todos los martirios porque en ellos se había abolido la voluntad de vivir; y entonces hasta la lenta destrucción de su fenómeno les era bienvenida…”

También expresa: “(…) No quiero abstenerme aquí de declarar que el optimismo, cuando no es acaso el atolondrado discurso de aquellos en cuyas aplastadas frente no se hospedan más que palabras, no me parece simplemente una forma de pensar absurda sino verdaderamente perversa, ya que constituye un amargo sarcasmo sobre los indecibles sufrimientos de la humanidad. No pensemos acaso que la fe cristiana es favorable al optimismo, porque, al contrario, en los Evangelios “mundo” y “mal” se emplean casi como expresiones sinónimas”.

No creo necesariamente que el optimismo sea precisamente eso que considera Schopenhauer. Creo que, a pesar de la conciencia del absurdo, el optimismo consciente, no el irresponsable, es necesario para que pueda sostenerse, con algún mínimo de sentido, la aventura de la existencia humana. El artista, por más pesimista y absurdista que sea, necesita asirse del optimismo de que no sólo hará una obra de valor sino que también tendrá el tiempo suficiente para desarrollarla, aunque al final no haya memoria para él ni su obra. Hablo de optimismo consciente, no de la miserable y absurda prédica de la felicidad, que nos parece una de las grandes aberraciones verbales a las que uno debe someterse. La paz, la alegría y el placer que momentáneamente podamos sentir, y a lo que tenemos todo el derecho, son precisamente eso, jamás la felicidad, que debería suponerse un absoluto, como Dios, y por eso tal vez es tan irreconocible como Éste; y quizás el encanto de la felicidad y de Dios resida precisamente en su inaccesibilidad, y por ello se mantienen como bienes supremos, como tantas otras cosas imposibles pero sin las cuales la vida tal vez sería más miserable.

En un mundo rebosante de todos los espantos que sabemos y de los que no es necesario mostrar ejemplos que toda persona consciente conoce, hay que ser muy ignorante, muy lerdo, o muy cruel para pensar en llamar felicidad a tantos egoísmos alegres o placenteros, aunque se entiende que legítimos. Nietzsche sostenía que “la felicidad no debe ser meta de nadie”. Yo digo que no debe ser meta de nadie que se respete a sí mismo y a los otros, pero como la estupidez y el egoísmo humanos se caracterizan por su desmesura, no hay que asombrarse de que haya gentes que se dediquen a dar charlas y conferencias sobre cómo alcanzar la felicidad, y que haya muchas más personas que participen en y de esas tonterías; y que, además, abunden hasta el asco los que predican que la felicidad es opcional. En fin, no es que el hombre esté en la vida para ser infeliz, pero definitivamente no lo está para ser feliz, como bien nos lo hace saber Schopenhauer en su El mundo como voluntad y representación.