¿Dónde situar, o cómo definir, la obra poliédrica, polifacética, plural y abarcadora de un filósofo y escritor como Jean Paul Sartre? En efecto, la obra sartreana es un abanico de géneros y temáticas, lo cual postula un desafío interpretativo para descifrar sus claves. Excepto la poesía, a Sartre nada le fue ajeno ni inexplorado, en la escritura y el pensamiento: la novela, el relato, el teatro, el ensayo literario y político, la filosofía, la biografía, la crítica literaria, el periodismo, la autobiografía y el guion cinematográfico.
En 2005, la socióloga y escritora francesa, Annie Cohen-Solal –su exalumna, y quizás su mayor biógrafa viva-, publicó la monumental biografía: Sartre 1905-1980. En 2019, la reedita, pero de modo condensado, con el escueto título: Jean Paul Sartre. Se trata de una biografía intelectual del filósofo y escritor, que llenó una agitada y turbulenta época en la vida cultural y política de Francia, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, y cuya influencia se extendió hasta su muerte en 1980 –pero cuyo punto más elevado fue el periodo 1950-1970. Su pensamiento englobó varias disciplinas y categorías: filosofía, literatura, arte y psicología. Radical, anarquista, maoísta, marxista (luego crítico del marxismo); rechazó la academia, luego de haber sido profesor universitario; rechazó el Premio Nobel y la Legión de Honor, Sartre fue un intelectual complejo, contradictorio y escurridizo. Alumno de Alain, en Francia, y lector de Husserl, en Alemania; agitador político, provocador, irreverente, desacralizador de los valores tradicionales, conferencista incendiario, moralista a su modo, pensador subversivo, seductor, explorador en los márgenes de la cultura, crítico del imperialismo, del fascismo, del nazismo y del colonialismo, comprometido, libertario, militante tercermundista, sindicalista, pacifista, se trata de un hombre que encarnó el espíritu de su tiempo y de su época. Fue un intelectual y pensador que hizo del rechazo, su ética, su estilo de vida y su modo de ser. En ese sentido dice Cohen-Solal: “Rechazo del oficio de profesor practicado de manera convencional, rechazo de la jerarquía del liceo, rechazo de la burguesía de Havre, rechazo del papel de esposo, rechazo del estatus de propietario, rechazo incluso del ciudadano, pues no vota y contempla desde fuera las grandes huelgas de 1936”. Construyó, así, un mito viviente. No reconocía jerarquía: ni entre maestro y alumno, ni entre su yo y sus contemporáneos, ni entre el individuo y el poder, ni entre su maestro y él mismo. Creía en el individualismo radical, donde descansa su filosofía existencial del sujeto: en la cual la existencia precede a la esencia, y que es la raíz –o la semilla– del existencialismo como corriente filosófica. Defendió siempre la independencia de su pensamiento, contra viento y marea; criticó a la burguesía y a los filósofos, a quienes calificó como “esos funcionarios de la República”.
Viajó a Estados Unidos –y se deslumbró con las novelas de William Faulkner y John Dos Passos– y a Alemania –donde leyó a Husserl y a Heidegger. Escribió bajo su influjo, El ser y la nada (1939), un tratado de ontología fenomenológica de carácter existencialista sobre el ser, la nada, la conciencia, el tiempo, la memoria, el otro, la libertad, la trascendencia, el cuerpo y la “mala fe”, que motivó a Heidegger a decirle en una carta: “Por primera vez conozco a un pensador independiente que ha experimentado a fondo en el dominio desde el cual pienso. Su libro demuestra una comprensión inmediata de mi filosofía, tal como nunca he conocido hasta ahora”.
Sartre siempre tomó partido: nunca fue indiferente a ninguna causa social, cultural o política. Fue además un activista social, un intelectual práctico, un agitador de masas, y un eterno profesor de jóvenes, pero fuera de los muros académicos. Revolucionó la pedagogía de la filosofía, al enseñar filosofando en el aula. Desde marzo de 1931, cuando puso su primer pie en un aula de clases, le dio un giro a la práctica pedagógica, rompiendo las convenciones y las jerarquías. Con 25 años era un profesor atípico: fumaba en pipa, usaba camisa de cuello alto, no usaba corbata, entraba al aula caminando rápido, daba las clases sin usar notas y con las manos en los bolsillos. Después de sus clases –ya fuera del aula–, hablaba con sus alumnos de boxeo o ping pong, y discutía con ellos de tú a tú: en invierno los citaba en un café y en verano, en la playa; les exhortaba a leer no solo filosofía, sino novelas norteamericanas (no solo francesas) y novelas policiacas. Fue un profesor de filosofía, como se ve, que rompió esquemas en su época. También, un filósofo práctico, y una mentalidad abierta a los saberes, pero, curiosamente, radical y ortodoxa.
Logró, no sin acierto, el difícil equilibrio entre literatura y filosofía, al escribir novelas, piezas de teatro y relatos, sin poner las obras literarias de ficción al servicio del existencialismo; y cuando escribía tratados de filosofía, no perdía el rigor de la disciplina, ni caía en la anécdota o la narración. Supo, en efecto, distinguir la ficción literaria de la filosofía, el ensayo del tratado y la ideología del arte. Filósofo de la libertad y de la acción, Sartre escribió, en efecto, una obra filosófica que bordea los límites entre el pensador y el tratadista, el filósofo y el escritor.
Viajó por Cuba, Brasil, Yugoslavia, México, Estados Unidos y la URSS, se hizo comunista (“Un anticomunista es un perro”, dijo, frase que le granjeó muchos adversarios), se ilusionó, luego se desilusionó y se hizo anticomunista, tras la invasión de la URSS a Checoslovaquia y Hungría, en 1968. Se vuelve hacia los países del Tercer Mundo y apoya los movimientos anticolonialistas de Argelia; se convierte en maoísta (como muchos intelectuales franceses de la revista Tel Quel y militantes del estructuralismo) y se aleja del marxismo (dijo que al marxismo la hace falta una antropología); aboga por un “socialismo libertario” y critica el antisemitismo, en Reflexiones sobre la cuestión judía. Siempre mantuvo, sin embargo, como consumado antiimperialista, la postura de que los “Estados Unidos son el enemigo”. Con los comunistas, pese a sus posiciones estalinistas, mantuvo una relación de amor-odio, de conflictos y de críticas. Amigo de Camus, Raymond Aron y Merleau-Ponty, y luego, archienemigos proverbiales. Sartre tuvo –hay que decirlo– éxito como intelectual, pues sus libros se leían, circulaban y se vendían, y sus conferencias se llenaban, acaso por la empatía que siempre mantuvo con su público, y con los jóvenes. Profeta de su tiempo, fue famoso en vida y quizás uno de los últimos intelectuales populares (a su funeral en Montparnasse fueron 60 mil almas). Representa así un arquetipo de pensador polémico y paradigma de hombre de letras, que llegaba a las masas al mismo tiempo que a las elites. Tuvo, como es natural, su época de gloria y su ocaso, sus años dorados y su decadencia, sus triunfos y sus derrotas, su esplendor y su crepúsculo. Fue sin quizás el modelo del intelectual de postguerra de la Francia libre. Un intelectual práctico, activo y enraizado en la sociedad, en la tradición de Voltaire y Rousseau, Víctor Hugo y Gide, Malraux y Zola, esa tradición francesa del intelectual ilustrado, del homme de lettre, del intelectual comprometido con conciencia social y conciencia crítica del mundo. El Tribunal de Russell fue para Sartre como lo fueron el “caso Dreyfus” para Zola y el “caso Calas” para Voltaire.
Uno de los episodios más famosos y a la vez más tristes de la historia intelectual europea del siglo XX, fue la amistad y luego la ruptura de Sartre y Camus, a raíz de la guerra de Argelia: uno le falló al otro, recíprocamente. Esta enemistad se inició en 1952 y terminó con la muerte trágica de Camus, el fatídico accidente del 4 de enero de 1960. Cada uno se situó en un bando contrario: se encerraron en un largo silencio y en un diálogo de sordos. Representaron un ilustre debate, el espíritu de una época egregia y una histórica enemistad intelectual. Camus era más moralista y pragmático; Sartre, más dogmático y radical. Ambos, antagonistas de una misma causa, pero con enfoques diferentes. La guerra de Argelia será pues el punto de inflexión, de unas diferencias que se venían gestando desde jóvenes. La literatura y la filosofía, las letras y el existencialismo los unieron. Cada uno luego tomó senderos distintos. La ideología los desunió. La amistad fue frustrada por la soberbia, la divergencia política y el orgullo intelectual. Representaron las dos caras de dos lógicas, dos modos de ver el mundo y la sociedad –es decir: dos posturas antagónicas. Análogos en un tiempo, rivales en otro.
La toma de conciencia y la teoría del compromiso político hicieron de Sartre un intelectual de su tiempo, quizás desfasado hoy, porque las circunstancias son otras. Compañero sentimental e intelectual de Simone de Beauvoir, ambos vivieron una mítica relación de unión libre, arquetipo y ruptura a la vez, que postularon una opción del matrimonio, sin hijos: la pareja camarada-amante, militante, que nos abrió un nuevo camino, y que se transformó así en la dualidad héroe-heroína para jóvenes, mujeres y hombres, del feminismo y de los movimientos de la contracultura. Fue acaso la pareja más célebre de la vida intelectual francesa del siglo XX. Ambos descansan en la misma tumba en el camposanto de Montparnasse, acaso como fue el deseo, la voluntad y el estilo de vida, de ambos.
El sistema de pensamiento de Sartre (si tuvo un sistema) se aleja del racionalismo cartesiano francés para beber en las fuentes y los modelos del pensamiento alemán: en la fenomenología husserliana y heideggeriana. Rompió con la enseñanza y se dedicó a pensar y a escribir libros. Abandonó los modelos tradicionales de la filosofía y sometió a crítica el psicoanálisis freudiano: le inyectó aire fenomenológico, combinando lo cotidiano con lo académico. De ahí nacen Lo imaginario, La imaginación y Bosquejo de una teoría de las emociones. Escribió biografías intelectuales, que bordean la psicología fenomenológica y existencial, sobre Baudelaire, Flaubert y Genet. Y una famosa autobiografía titulada Las palabras, que le valió el Premio Nobel, en 1965 –que rechaza. También escribió un libro de teoría literaria: ¿Que es la literatura?, en el que se pregunta ¿Qué es escribir?, ¿Por qué escribir? y ¿Para quién se escribe?
Todos estos susodichos vaivenes, giros expresivos y temáticos hacen de Sartre un hombre inclasificable. Desconciertan los cambios ideológicos y políticos, así como sus contradicciones. Se volvió un mito viviente, por su personalidad: ora a favor de una ideología o doctrina, ora en contra; ora a favor de una causa social y política, ora en contra; primero defiende una corriente filosófica y luego la refuta. Ciudadano transgresor, que amó las modas ideológicas, cambiaba muy fácil de postura, y que no era coherente ni constante en una idea, algo que le reclamó Octavio Paz, en un ensayo de Hombres en su siglo: Memento: Jean Paul Sartre. Fue menos una doctrina que una praxis. “Hoy, con el campo intelectual hecho pedazos y la progresiva desaparición de la función de la crítica social y política, del poder mágico del intelectual, Sartre parece el último de una época”, afirma Cohen-Solal. Sartre supo articular un discurso, sostenerlo y rectificarlo; ahí, creo, radica la grandeza de su carácter y a la vez, la debilidad de su pensamiento. Intelectual amante del escándalo, perturbador del orden establecido, crítico de los poderes, y, a la postre, un pensador necesario, vital, ético: un filósofo moralista, como los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII, y acaso fue su aspiración suprema; quizás, un romántico: un intelectual romántico, que soñó con una utopía de la justicia social y la razón, y una sociedad igualitaria, más allá de ideología alguna o poder estatal. En tal virtud, la ensayista y novelista norteamericana, Iris Murdoch, lo definió muy bien en un hermoso libro titulado: Sartre, un racionalista romántico.