Los años de la posguerra europea fueron los de mayor gloria para Jean-Paul Sartre (1905-1980). También la época de más influencia de su pensamiento y la que despertó mayor beatería entre sus seguidores, lectores y admiradores. Yo lo leí con pasión, póstumamente, a principios de los años noventa –y hasta le puse Jean Paul a mi primogénito. Sin embargo, fue a mediados de los años ochenta cuando leí, por primera vez –y de manera sistemática– dos de sus libros de ficción: la novela La náusea y El muro, colección de relatos. Sartre, en su época gloriosa, suscitó no pocas adhesiones y, a la vez, un puñado de rechazo. Por un lado, la admiración fervorosa; por el otro, el asentimiento tibio. Muchos citan de memoria –o repiten– la frase: “El infierno son los otros”, sin reparar que está contenida en su obra teatral A puerta cerrada. O esta otra: “El hombre está condenado a ser libre. Porque una vez arrojado al mundo, él es responsable de todo lo que hace”. Y esta: “La libertad es lo que haces con lo que se te ha hecho a ti”. Muy pocos atinan a saber en cuales libros están esas frases o cuales personajes de sus piezas de teatro, sus cuentos o novelas, las dijeron –que no es lo mismo.

Sorprenden la espontaneidad de sus ideas y la moral de sus convicciones. También, la facilidad en cambiar de opiniones, lo cual fue menos una virtud que un defecto. Impuso la cultura del filósofo de café, del intelectual bohemio y del escritor bajado de su “torre de marfil” para confundirse con las masas, como una forma de curarse de vanidad y atenuar su ego, esto conjugado a la sencillez de sus aptitudes. Era, junto con Simone de Beauvoir, un habitué en el Café de Flore, donde recibía a sus amigos y admiradores, y donde escribió muchas de las páginas de su vasta obra (en 2015, de visita en Paris, me senté ahí, en su memoria, a tomarme un café). Sartre, curiosamente, pese a llegar a la madurez, y aun a la vejez, continuó, no sin constancia y vehemencia, abrazado a las mismas ideas que lo apasionaron desde su juventud. A pesar de que cambiaba de opiniones con frecuencia, empero, en esencia, fue fiel a su pensamiento originario. Como Ortega y Gasset y su idea de “circunstancia”, Sartre empleó el concepto de “situación” (tituló Situaciones gran parte de su obra política).

Su producción escrita es desigual – es natural para quien escribió tanto, publicó tanto y cultivó tantos géneros –pues abundan libros densos y otros sinuosos; de páginas vivas y vigorosas, o pretensiosas, viscerales y aun, vagas. Acaso la parte menos actual sean las páginas de compromiso político, que las confesionales o autobiográficas, como las de su autobiografía Las palabras. Sorprendió cuando brotó de su ingenio y de su talento intelectual el tratado de ontología fenomenológica El ser y la nada, de 1939, ya que reveló que era capaz de pasar del ensayo al tratado. O del panfleto político, de la ficción narrativa o del teatro, a una obra de rigor conceptual y de profundidad filosófica.

Siempre navegó o fluctuó entre la crítica ácida y mordaz y la reflexión ontológica y fenomenológica, entre la invectiva y la argumentación. Y ahí radicaron, a mi juicio, sus yerros, pues se dejaba arrastrar por la pasión, en desmedro del juicio, lo cual lo condujo a entrar en pugna con sus amigos, acaso porque era un polemista antes que un moralista. Y el polemista terminó, en algunos casos, subsumiendo –o absorbiendo– al pensador, lo que explica, quizás, la inactualidad, agotamiento o envejecimiento de muchas de sus ideas y posturas ideológicas.

Sartre no entendió el surrealismo porque le hizo críticas descabelladas, paradójicamente, a un movimiento poético y artístico con el que tenía más de una afinidad: por la rebeldía, la actitud crítica ante la vida, la moral, el amor, el poder, la sociedad y la tradición, que encerraban los postulados estéticos y filosóficos, de dicha corriente artística de vanguardia. Acaso la explicación recaiga en que no fue poeta ni le gustaba la poesía. La excepción fue Mallarmé, sobre quien escribió un libro, aunque publicó otro sobre Baudelaire, pero fue, más bien, una querella psicoanalítica, antes que una biografía intelectual o una interpretación filosófica. Hizo el camino inverso del pope del surrealismo, el poeta André Breton –quien vio con desdén la novela, quizás porque odiaba a Anatole France, a quien los surrealistas apearon del pedestal de la fama y la gloria, en un acto parricida contra el Nobel francés.

El error de Sartre consintió en ejercer la crítica para amonestar con el hacha del moralista y el martillo del polemista. Tenía el sorprendente don del argumentador, y de ahí que subyugaba con sus ucases y sus dardos verbales e ideológicos. Fue más un literato que un escritor, pese a que creía que la literatura no es arte. No obstante, a que erró mucho –y eso se debió, como es natural, a que escribió mucho y sobre muchos temas—dijo cosas muy vitales y valientes, quizás porque vivió una época convulsa y dolorosa, bélica y conflictiva, y además porque lo hizo con gran pasión. Vivió con intensidad el calor de sus ideas, en medio de las pugnas intelectuales y los dramas políticos e ideológicos de una Europa colonialista y belicista. Fue a un tiempo una conciencia intelectual, una memoria histórica y una pasión pensante. Pero su fervor intelectual tuvo el rostro de una conciencia ética del tiempo y de la historia. “Más que un filósofo fue un moralista”, al decir de Octavio Paz. Quizás no un moralista del espíritu como La Rochefoucault, pero sí de la sociedad. Fue un severo crítico de Occidente, y, en esa crítica, en ocasiones, erró, y tuvo que rectificar. También fue un feroz crítico del capitalismo, del colonialismo y del imperialismo, y en esa crítica, cayó en el pozo del absurdo, al defender revoluciones socialistas que, al conquistar el poder, instauraron regímenes totalitarios, que se volvieron enemigos de la libertad, concepto sobre el que tanto abogó, teorizó, creyó y defendió. En esas defensas, pecó de ingenuo, pero, al menos, en muchos casos, rectificó y se retractó, contrario a Neruda o a Louis Aragon, que nunca hicieron un mea culpa. Sartre, en cambio, nunca quiso rectificar en sus diatribas contra el imperialismo norteamericano porque, según él, no lo hacía –ni lo hizo– para “no hacerle juego al imperialismo”, lo cual, a mi juicio, fue una ingenuidad y una candidez. Su magisterio moral, de estirpe socialista, lo condujo a caer en no pocas contradicciones, incoherencias y relativismos morales. Su compromiso, en ocasiones, se disolvió en poses contradictorias e inconsecuentes. Muchas de sus posturas ideológicas se constituyeron en pretextos para callar, silenciar o justificar dictaduras y tiranías de izquierdas, por ejemplo, la revolución cubana (es célebre la foto, junto al Che, en La Habana, cuando visitó la isla, en compañía de Simone). Por el contrario, su idea del compromiso político sirvió de excusa para elogiar regímenes totalitarios de izquierdas (estalinistas o maoístas). Quizás la intensidad y la fogosidad de sus ideas, en aras de su defensa de la libertad, lo ofuscaron, en el camino de la justicia y la razón, y esta ceguera, le impidió ver los crímenes de Stalin y Pol Pot, o la ausencia de libertad en Cuba y el resto de los países de la órbita socialista de Europa del Este. En cambio, se obsesionó contra las potencias imperialistas y colonialistas, y aun contra países de democracias liberales. Tal vez su idea sobre la libertad individual fue muy absoluta y lo encegueció, o que su amor por la libertad fue romántico antes que existencial. La intensidad de esa pasión le permitió ver solo las sombras y no las luces del espíritu humano, o las bondades de dichos regímenes occidentales. Vio solo virtudes en los regímenes socialistas y solo defectos y sombras en los países capitalistas. Olvidamos que sus errores, también fueron los de muchos, los de todos los que creímos en el “hombre nuevo”, que nos pintó o dibujó el socialismo real o ideal: de igualdad y justicia sociales, de una sociedad sin clases ni contradicciones de clases, como nos la retrató también el marxismo, o el materialismo histórico, esa vulgata, ese catecismo del evangelio comunista.

Quizás Sartre fue víctima del espíritu de la época y de los espejismos del siglo XX, y se dejó seducir –o hipnotizar– por los cantos de sirena de la utopía comunista, con su mirada estrábica, miope, de sapo sagaz (en su autobiografía se comparaba con un sapo, y se apocaba por su fealdad y baja estatura, y de ahí que sentía náusea, o asco de sí mismo o auto conmiseración). Estos vaivenes acaso expliquen un poco sus extravíos, producto, tal vez, de la lectura que hizo –y que hicimos—de la dialéctica marxista y del materialismo histórico contra la dialéctica hegeliana, en una suerte de filosofía de la historia. Al autor de Los caminos de la libertad le faltó hacer un examen de conciencia que le permitiera ahondar en el trasfondo de su vida espiritual, de raíz protestante, que explica el sistema de creencias del calvinismo europeo. Muchas de las actitudes de los protestantes radican en el desconocimiento de la esencia espiritual del cristianismo, que permite el conocimiento del alma, a través de la oración, las ceremonias rituales o la plegaria, el examen de conciencia del remordimiento, el odio, el resentimiento y la culpa, bases del perdón, y que el protestantismo, con su mala conciencia y su moral religiosa, desconoce, rechaza o niega. Y en estos aspectos, la conciencia cristiana y la conciencia protestante difieren en la visión del mundo, en el destino humano y en el sustrato moral del individuo. Sartre reemplazó así, en su sistema de pensamiento y en su mundo de ideas, el concepto de la libertad como opción de vida, a cambio de optar por el marxismo y la fenomenología. Y este argumento explica la raíz de su ateísmo militante. El centro de gravedad de su pensamiento existencialista reside, en efecto, en sus conceptos de situación y de libertad. Para Sartre, la situación es la historia, el destino, el imperativo moral que mueve la libertad transformadora de la sociedad. Es decir, si en Marx, la lucha de clase es el motor de la historia, en Sartre lo es la situación. Pese a que heredó la visión de trascendencia del cristianismo, se aferró a la idea de inmanencia del ser y a la existencia sobre la esencia: buscó negar la realidad telúrica y la sociedad burguesa para inventarse otra abstracta, ideal y utópica, herencia profana del marxismo.

Jean Paul Sartre fue un rebelde y un protestante que reaccionó contra su clase social (era de clase alta y estudió en el Colegio de Francia), su familia, la sociedad, la religión, la academia y la moral de su época. En fin, adjuró de su origen, de su estirpe y de su linaje familiar. Despreció la literatura como arte, a pesar de que fue un literato, antes que un escritor, que vio con desdén a la poesía. Fue un consumado pesimista sin esperanza, pero murió como un estoico, resignado y sin angustia, no obstante, a que promovió la angustia existencial en su doctrina filosófica del “existencialismo como un humanismo”, manifiesto o vulgata, que retrata y define su pensamiento fenomenológico y ontológico. En fin, vio el mundo de un modo sombrío y nunca renegó de su ateísmo.