Si bien Roland Barthes (1915-1980) asumió el método estructuralista y antes la semiología, sus fuentes intelectuales iniciales de las que abrevó fueron el psicoanálisis, la lingüística y el marxismo, hasta alcanzar un lugar señero en la denominada Nueva Crítica Francesa. De modo pues, que sus dioses tutelares, fundacionales, fueron Marx, Freud y Saussure –aunque luego adjuró de la dictadura de sus discursos-, tras conformar no un sistema de pensamiento, sino un registro dialéctico-sensible de símbolos, deudores de la tradición cartesiana y germánica, con que se aproximó al universo literario de los clásicos franceses. Y sobre los que siempre escribió, excepto contados extranjeros, no franceses: Kafka, Loyola, Brecht, Shakespeare, Poe.  En ese sentido, sus dioses mayores fueron Proust, Michelet, Sade, Balzac, Racine, Flaubert, Robbe-Grillet, Chateaubriand o Fourier. Además, otro parnaso paralelo compuesto por Benveniste, Gide, Diderot, La Rochefoucauld, La Bruyere, Baudelaire, Pierre Loti, Levi-Strauss, León Bloy, Camus, Zola, entre otros.

Su procedimiento de análisis literario se fundamentó en la perspectiva del lector, que aborda no la obra en sí misma y sus reflejos psicosociales (los dominios de la historia de la literatura y de la filosofía), sino la polisemia del lenguaje y los sistemas de signos. Es decir, no se centró en estudiar los contenidos y los significados de la obra literaria, sino, antes bien, los significantes y los procedimientos técnicos que la crearon.

En su breve libro Mitologías, reúne artículos sobre aspectos y signos de la cultura de masa, además de su largo ensayo acerca del mito en cuanto sistema de signos, su significación y concepto del lenguaje y sus límites. Para él, “el mito es un habla”. En su obra Barthes por Barthes hace una especie de diccionario personal de temas y términos literarios, y expone sus puntos de vista, sin orden alfabético, en una suerte de notas autobiográficas, memorias, fragmentos, viñetas teóricas, apuntes de sí mismo y documentos que retratan al autor, en una especie de radiografía intelectual de sus ideas y creencias.

Otro aspecto a destacar, de su mundo reflexivo, es el cultivo de la biografía intelectual y el estudio semiológico en sus libros Sade, Fourier, Loyola, y Sobre Racine y Michelet. Igualmente, los libros de viajes como Diario de un viaje a China” (que hizo a China con el grupo de la revista Tel Quel) o Diario de duelo (que escribió a raíz de la muerte de su madre). El centro de sus reflexiones teóricas siempre fue el lenguaje, y las relaciones entre las palabras y el susurro, la lengua y el habla, la escritura y el silencio; en su búsqueda por encontrar el placer del sentido, buscó la utopía que encarna la música de las palabras. Estas teorizaciones están representadas en su libro El susurro del lenguaje. Más allá de las palabras, que contiene su célebre y polémico artículo “La muerte del autor” (1968), y cuya tesis consiste en que el autor, en el proceso de escritura, destruye su voz, pierde su identidad, alcanza un “lugar neutro”; es decir: el autor muere, literalmente, para que nazca la escritura. Según Barthes, en la obra no habla el autor sino el lenguaje mismo. Esta teoría la elabora a partir de Mallarmé: “toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura”, sentencia. En su artículo, Barthes afirma que el autor no es una persona sino un sujeto vacío, un sujeto de la enunciación –condición que lo define. De ahí que el autor no es un yo sino un sujeto que escribe. “Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura”, dice. Para este pensador, la vida imita al libro, siendo así que el libro es un texto, un tejido de signos. La crítica entonces no debe buscar al autor sino a la obra. Así, el imperio del autor y del crítico resulta desmantelado. Liquidado el autor, queda espacio para el lector, con lo cual reivindica el papel del lector que escoge la multiplicidad de escrituras de diversas culturas, no así el autor: “Pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector”. Si el autor está muerto, el lector, en cambio, “es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología”: es un “alguien” que conserva la huella de la escritura. Critica, en efecto, la crítica clásica porque nunca se ocupó del lector sino del escritor. En ese sentido, concluye su artículo así: “Sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor”.

Precursor de la deconstrucción derridiana y de la semiótica de Umberto Eco, figura clave del posestructuralismo francés, Roland Barthes –nacido en Normandía, Francia, en 1915 y muerto en un accidente de tránsito (“como un niño, diría Robbe-Grillet”) frente a su universidad en 1980– es también uno de los fundadores de la semiótica francesa, junto al grupo de intelectuales de la revista Tel Quel. En su libro La aventura semiológica, recoge las lecciones de sus seminarios con estudiantes avanzados y profesores de la Escuela Práctica de Estudios Superiores de París, comprendidos entre 1963 y 1973, cuando intentó sentar las bases teóricas de la semiología como “ciencia que estudia los signos en la vida social”.

De 2003 a 2005, la Editorial Siglo XXI, publicó, en tres volúmenes, sus notas de los cursos y seminarios en el Colegio de Francia, de 1976 a 1980, y que comprende los textos: Como vivir juntos (Simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos), Lo neutro y Preparación de la novela, editados en Francia por especialistas que reunieron las notas, los apuntes y los borradores dejados en cuadernos y fichas por el propio autor. En 1970, hace un viaje al Japón, y realiza apuntes, que conducen a su libro El imperio de los signos, en el que viaja a los signos y símbolos de este País del Sol Naciente: a su cultura, gastronomía, escritura, poesía, teatro y filosofía. Para tener una idea del pensamiento intelectual y su universo de intereses es necesario leer su libro de entrevistas El grano de la voz, en el que aborda sus principales temas y obsesiones existenciales, y donde pasa revista a no pocos aspectos de su trayectoria intelectual.

Roland Barthes.

En su breve libro Crítica y verdad, hace una crítica a Raymond Picard, a raíz de unas diatribas hechas por este crítico a Barthes, cuando publicó su libro Sobre Racine, en 1963. Se trata de una polémica histórica en la que Barthes postula los fundamentos de una “ciencia de la literatura”, de tipo materialista, contra los presupuestos de una concepción idealista del hecho literario, cuya esencia reside en una visión a-histórica de la forma literaria. Para Barthes, en síntesis, la literatura es una revolución del lenguaje. Reivindica el “placer del texto” en oposición a la concepción científica y de ciertas ideologías, que rechazan el carácter placentero y de goce del texto, en el proceso de la lectura, esas tendencias que reducen el texto a puro entretenimiento. Para él, el placer pone en crisis el poder –es decir: es un discurso contra el poder. Así, el poder del escritor, de hacerle trampas a la lengua, es a lo que Barthes le llama literatura. El placer de la lectura del texto nace, en consecuencia, del placer de su escritura. Para él, solo los textos que tienen cierta neurosis, o los escritos desde una experiencia neurótica, desde el seno de la locura, son aquellos que pueden seducir a los lectores. Son pues los “textos coquetos”, en su decir, en los que establece una diferencia entre los “textos de goce” y los “textos de placer”. “La crítica se ejerce siempre sobre textos de placer, nunca sobre textos de goce”, sentencia. El libro El placer del texto seguido por Lección inaugural corresponde a una conferencia dictada por él en la cátedra de semiología lingüística y presentada en el Colegio de Francia, el 7 de enero de 1977. Si bien la tesis del “placer del texto” le dio un gran prestigio intelectual, como teórico de la escritura, esta impronta venía acusando un ascenso, con su primer libro, El grado cero de la escritura, en el cual postula que, en el siglo XX, la escritura alcanzó un grado neutro, cero, en oposición a la escritura clásica, que era transparente. Además, establece la relación existente entre historia y literatura, es decir, entre el escritor y la sociedad, vínculo que se crea, a partir de la escritura de la creación de la obra literaria, que funda una realidad más allá de la lengua y del estilo.

Otro de sus libros más hermosos es Fragmentos de un discurso amoroso, en el que reúne aforismos y fragmentos, a la manera de Nietzsche o de los moralistas franceses del siglo XVIII –a los que admiraba–, y en los que hace un recorrido por autores y pensadores, salpicados de reflexiones y argumentaciones, dichas con una gracia sin par.

El concepto del lenguaje de Barthes trasciende el de los lingüistas, al asumir la escritura, pues esta va más allá de lo oral y lo escrito mismo. En efecto, el lenguaje es una forma de escritura más que un órgano de comunicación. Su reflexión sobre el lenguaje es transgresora, ya que sus textos terminan siempre en una sinfonía creativa, que trasciende la simple erudición. Sentó, por consiguiente, las bases teóricas del edificio literario que tomó los presupuestos del estructuralismo y la semiología para crear lo que él mismo llamó “la ciencia de la literatura”. Su afán consistió en la concepción de una poética, en la que la crítica asumiera la condición de la creación, y la hermenéutica textual se desprendiera de la escritura misma. Apasionado del teatro, la fotografía, el cine, las artes plásticas, la moda, la publicidad, la novela, la música, Barthes aplicó el análisis semiológico a todos signos de la cultura. Así pues, su proyecto teórico depara en una tentativa por descifrar los signos de los objetos artísticos como productores de sentidos. Enamorado de todos los signos de la vida cotidiana, estudia los sentidos que postula la moda, en la que encuentra un sistema de significaciones. Creó así una especie de semiología aplicada, al ajustar su método de análisis a las más diversas esferas no de los saberes teóricos, sino de las imágenes textuales.

Eric Marty, en su libro Roland Barthes, el oficio de escribir aporta un testimonio del discípulo al maestro, en el que ofrece una meditación acerca de la obra, el pensamiento y el arte de escribir de Barthes, comprendido en tres partes: “Memoria de una amistad”, “La obra” y “Sobre los Fragmentos de un discurso amoroso”. Se trata de un ensayo de carácter filosófico y de corte psicoanalítico, en el que visualiza a Barthes no como el autor de una doctrina sino como el autor de libros, que hace énfasis en la visión desmitificadora, pero afirmativa, de la crítica barthesiana. “En la obra de Barthes no hay espacio para la negación”, afirma. Lo compara con Proust, en el sentido en que el autor de La búsqueda del tiempo perdido vaciló en cuanto a qué forma darle a su obra: ensayo o novela. De ahí que muchos afirmen –y el propio Barthes llegó a confesarlo–, que su meta era escribir novelas. Ese dilema lo angustió siempre, y más aún, al final de su vida. La obra y la vida de Barthes tienen no pocas similitudes con las de Proust (y luego con la de Gide), y de ahí que ambas se lean como un largo diálogo con la madre, que se consumó en aquél, cuando escribió un diario sobre el duelo de su madre muerta. Si bien la obra novelesca de Proust empezó como ensayista y crítico, la de Barthes se inició igual, pero quedó trunca como novelista, excepto con algunos relatos de su libro póstumo titulado Incidentes. De modo que hicieron un viaje inverso.  Si en Pavese la vida fue un oficio, en Barthes, a mi juicio, el oficio fue la escritura.

En 2009, el gran novelista y amigo de Roland Barthes, Alain Robbe-Grillet, publicó un conmovedor libro titulado Por qué me gusta Barthes, donde establece un diálogo imaginario con Barthes, y en el que desfilan e intervienen otros autores amigos de ambos, en un concierto de voces, en que se mezclan la realidad y la ficción, la memoria y el pensamiento. En este texto, Robbe-Grillet confiesa recitar a Barthes de memoria, por lo mucho que le gusta, y por el carácter violento de su pensamiento; de ahí que lo recite para restituirle su violencia. “Barthes era un pensador deslizante, resbaladizo”, afirma. Y recuerda, curiosamente, que Barthes siempre decía que “toda palabra es fascista”. Acaso por esa razón, algunos críticos tildan su pensamiento de reaccionario y dogmático. Este autor, representante del Nouveau Roman francés, que se aprendía textos de Barthes como un ejercicio de memoria, con la finalidad de sostener con su amigo un contacto secreto e íntimo, le costó mucho separar al autor del personaje. “Las relaciones que mantengo con él son, entonces, relaciones de individuo a individuo, de cuerpo a cuerpo”, dice. ¿Era Roland Barthes un pensador?”, se pregunta Robbe-Grillet. Lo era, pues su pensamiento fue la conciencia de su época, el de un sabio, de un gurú. Aprueba que, si Barthes afirmada que su palabra era fascista es porque destruía “toda tentación de dogmatismo”, y que no es “otra cosa que el discurso de la verdad”. El semiólogo buscó la libertad expresiva que encontró escribiendo sobre la novela, el teatro, y aun, el ensayo. “Roland Barthes era el paladín, el ángel anunciador, de una literatura pura y seca, sin cuerpo, por decirlo de algún modo, que estaba en el polo opuesto de sus gustos sensuales…”, afirma el autor de La celosía. Y sigue diciendo, en otro sentido: “A Roland Barthes le gustaba el espíritu del cuerpo y el cuerpo del espíritu”. Y continúa: “Como ya he dicho, vamos a encontrar en las especulaciones intelectuales de Barthes, a lo largo de toda su carrera, este horror constante a coincidir consigo mismo en una especie de autosatisfacción reconciliada”. En otro contexto, Robbe-Grillet sentenció: “En cualquier caso, creo que quedará como el inventor de una curiosa figura retórica”. ¿Fue Barthes, a su modo, un filósofo? Acaso sí lo fue. O tal vez un filósofo del lenguaje. Lo que sé es que, sin él, no tendríamos a Derrida, ni a otros filósofos franceses, de la escritura o del lenguaje.

A mi juicio, y, en síntesis, Barthes persiguió antes que una escritura, un estilo: vivía para su estilo de pensar y de escribir. Era su biología. Creía, como Pound, que es lo único que cuenta. De ahí que quien dice Roland Barthes dice estilo: una forma de escribir, una sintaxis, una fisiología de la lengua escrita. Un pensador que pensó todos los signos artísticos. Su obra fue, en suma, la aventura de su estilo, de su ritmo verbal.

 

Basilio Bellard en Acento.com.do