Imaginemos la siguiente escena: el joven guitarrista, delgado y sucio, alto y negro vestido con un traje de tres piezas y chaqueta de talle alto y seis botones, sombrero ala corta, zapatos Oxford negros empolvados, llega a la encrucijada. Es media noche. Su guitarra, calada… su fusil. La noche, como dice Max Ernst en el prólogo de La Casa del Miedo y Memorias de Abajo, cayó a las siete de la tarde "con un estallido". Un golpe seco sobre los árboles y las montañas. El músico espera unos momentos. Contrario a lo que esperaría alguien que llega a la encrucijada con el   mismo propósito que tiene este trovador, el velo negro del cielo no se rasga con truenos ni se corta con relámpagos. No hay luna. La noche es oscurísima y limpia. También, el silencio es grave. El muchacho escucha el silencio. En el Bayou, a lo lejos, los patos se guarecen del calor y de la noche, y duermen apaciblemente.

En el Delta del Mississippi hay fiesta.

Siempre hay fiesta.

Entonces aparece el Diablo.

El guitarrista está tranquilo porque es a Satanás a quien espera en la encrucijada. Y Satanás, "aquel que cabalga en la sombra de Dios", ha llegado. Thomas Mann – por no decir Goethe – escribiría quizás cien páginas de diálogo sobre la transacción… las condiciones del contrato, la correspondencia de lo invertido contra las maneras de pago, plazos e intereses. Pero ellos – Satanás y el muchacho – no hablan. Ambos saben a lo que han venido. Aquí Dr. Faustus y el Fausto son simples papeles, especulaciones necias, parábolas ingenuas de gente que nunca escuchó el Blues ni bebió whisky o ginebra o "Bourbon" destilado en bañeras, en el calor del medio día y el olor del arroz con frijoles negros 'creole', empanadas de pez gato, cañaverales que se incendiaban repentinamente, en medio de la noche, veranos incandescentes, ríos que corren apacibles, peces saltarines, algodón encumbrado (¡ah!, Gershwin).

Pero bueno… como hay de todo en la Viña del Señor, el muchachón escuálido que dejó su armónica en los salones donde se comenzaba a tocar la música azul a las 12:00 meridiano, bañado de imprecaciones y jurando que se convertiría en el mejor guitarrista de todo el Delta, ofendiendo las grandes experiencias de los grandes músicos que allí se daban cita, perdiéndose por todo un año en los ritos del Vudú, practicando su guitarra en las noches eternas de los cementerios que vimos de la mano de Elvira en Media Noche en el Jardín del Bien y del Mal. Esta es la parte histórica. Como historia y mito corren de manera paralela, una escrita en páginas polvorientas del oficialismo y la otra en el manoseo liberal y creativo del boca en boca, la ficción se mezcla con la realidad histórica muy temprano en la vida de Robert Johnson, por lo cual hecho e invención constituyen un nudo que no se ha podido, al día de hoy, desenlazar.

Once discos de 78 rpm más tarde (uno póstumo), Johnson se convirtió en el más oscuro guitarrista de Blues de la historia de la música. En aquel entonces los discos eran hechos a la carrera… intentos histéricos de capitalizar sobre algo que nunca fue respetado, hasta más tarde, claro está. Sin embargo, no se necesita decir que sus canciones y grabaciones, aunque pocas – la gran mayoría se ha perdido: de su acerbo sólo quedan dos retratos – le aseguraron gran fama y reconocimiento por parte de su público, sobre todo porque Johnson nunca permanecía mucho tiempo en un mismo lugar, nunca hacía amistades y compinches fuera de la vecindad de músicos que eran su cónclave… un nómada obseso del olor dulce de la mujer de color, y del sudor aguardentoso y embrujador de "la mujer de otro".

Esto no es extraño: "no codiciarás a la mujer de tus semejantes". El caso es que Johnson no tenía ni semejantes ni amigos. No tenía tiempo.

Incluyendo el material que nunca vio la luz pública, existen actualmente un total de 29 composiciones y versiones alternativas de casi la mitad de ellas. Johnson era conocido – en una práctica común entre sus colegas, de hecho potenciada en él – por nunca dejar testimonio escrito de su material exceptuando la pequeña libreta de notas que siempre cargaba consigo. Al día de hoy sólo contamos con 41 grabaciones de su música.

Nadie le conoció bien. No existen detalles suficientes sobre su vida o su forma de ser como para escribir una biografía. Ni siquiera sus amigos músicos osaban aventurarse en especulaciones sobre lo que hacía. Iba a los lugares… tocaba, y se marchaba. Meses – o años – después, aparecía nuevamente. Su media hermana, Carrie Spencer, la única persona que, se ha dicho, era cercana a Johnson, ni siquiera conoció los detalles de su muerte por – dicen – envenenamiento.

Nacido el día 11 de mayo del 1911 en Hazlehurst, Mississippi, hijo de Julia Dodds y Noah Johnson, con quien la primera tuviera un pequeño asuntito en ausencia de su esposo, el Sr. Dodds. Su vida fue como sigue: siendo un niño de brazos, su madre lo lleva junto a su media hermana, de plantación a plantación hasta que llegan, los tres, a Memphis, donde se establecen como la familia de Charles Spencer. En adición a Robert, el Sr. Spencer mantenía a sus hijos por su esposa, y por su amante, todos en la casa. Aunque ambas mujeres convivían en paz, la casa estaba abarrotada todo el tiempo. La situación era indescriptible. Siendo un niño voluntarioso y poco obediente, vuelve a su madre, quien se había vuelto a casar en el 1916.

Más tarde, ya siendo un granjero enrolado en la música, Johnson se casa con Virginia Travis en el 1929, una fecha un tanto crítica para embarcarse en cualquier empresa, de cualquier tipo. Su esposa queda embarazada poco después. Los sueños orgullosos de futuro padre, granjero próspero, de joven empresario, se van a la basura cuando su esposa y el bebé mueren de parto el día 30 de abril… ella con sólo 16 años de edad.

De ahí marcha a Mississippi, al lugar donde había nacido, en busca de su padre original. En aquel entonces la construcción del sistema de carreteras daba trabajo a todo el que quería ganarse unos dólares. La depresión no había llegado a Hazlehurst. Buscando ganarse la vida bien, restablecer las relaciones con su padre y conseguir algo de dinero para poder dedicarse a su música los sábados en la noche en los "Jook Joints", como les llamaban en esa época a los antros donde el Blues reinaba, junto a su mentor, Ike Zinnemann, Johnson se apersona en el poblado.

Pequeño y delgado, Johnson era más admirado por la manera en que tocaba – la cual ocasionó la envidia de muchos de sus colegas y la adoración incondicional de muchos fanáticos de la música, donde quiera que tocaba, siempre envuelto en ese hálito de misterio que tienen esos de los que se sabe muy poco – y por el desenfado con que cantaba, contrario a la aplicación casi académica de los ídolos del Blues de aquel entonces, y de hoy día.

Algo hay que tener muy claro: el Blues del Delta es la matriz de gran parte de lo que se hace hoy día, tanto en el Rock como en muchos otros ámbitos de la música.

El control absoluto de lo que cantaba, su dominio de la técnica del fraseo del Blues – la cual transformó luego – además de la emoción y la tensión con las cuales teñía sus interpretaciones, eran sólo una muestra de la insólita turbulencia interior a la que era sometido Johnson, por sí mismo en la mayoría de las ocasiones. El elemento auto-destrucción – y no me importa que esto suene a libraco de auto-ayuda – fue también determinante en su vida y en su obra. Bebedor empedernido, "chuleador" de Mary Jane, como casi todos los que se dedicaban a esta vida, aparte de ese terrible sentido de la improvisación que imprimía en todo lo que hacía… Johnson no se estaba quieto donde ponía el pie (como el Diablo de acuerdo a Defoe, ese a quien llamó y dio la mano mirándolo a los ojos). Muchos han dicho que su vida corría como si él estuviera huyendo de algo o de alguien. Desde el famosísimo "Terraplane Blues", con su insólita y llana dulzura descriptiva, hasta el oscuro y casi evangélico "Cross Road Blues" ("I went to the crossroad, fell down on my knees, I went to the crossroad, fell down on my knees, Asked the Lord above 'Have mercy, save poor Bob, if you please'.")., y de ahí en adelante, hasta llegar a "Hell Hound on My Trail", en la que nos dice, ansioso, que tiene que seguir moviéndose, moviéndose porque lo que le preocupaba del día era que había un perro infernal detrás de él… Luego, en "Me and the Devil Blues"… ("Early this mornin', when you knocked upon my door, Early this mornin', oooh…, when you knocked upon my door, And I said, 'Hello Satan, I believe it’s time to go’…").

Estamos hablando de un hombre que ocultaba su ignorancia mientras confesaba sus confusiones en cuatro comunidades temáticas principales: de acuerdo con Stephen C. LaVere, historiador, fotógrafo e investigador musical, especialista en la vida de Robert Johnson, estos eran el amor no correspondido, los viajes (que usualmente tenían que ver con ese hálito de huida que él daba a todo lo que hacía, los malos pensamientos, especialmente los suyo o los de un amante… estos bloques de pensamiento controlaban toda actividad cerebral, como supersticiones primigenias que marcaban el ritmo de su vida).

Sus demonios.

Un día de agosto del año 1938, Robert dejó a su en aquel entonces esposa, Helena, para ir a Robinsonville a visitar a su familia antes de bajar más hacia el sur en el mismo Delta a cumplir con unos compromisos en un lugar llamado "Three Forks" (Tres tenedores). Fue en aquel lugar donde Robert   tocó por última vez. Se cuenta que en aquellos tiempos no había profesión más peligrosa que la de ser un buen músico en el Delta: todos te odiaban. Los hombres, por ser buen músico; las mujeres, si mirabas a otra. Era un círculo vicioso. Había que tener cuidado de cómo se hacían las cosas y Robert Johnson no era un hombre de naturaleza cuidadosa. El problema comenzó cuando Johnson se metió con una mujer reconocida por sus talentos y dotes femeninas que resultó ser, casi al final, la esposa del dueño de tres tenedores. Temprano en la noche de un sábado, Johnson llegó temprano al lugar acompañado de sus amigos. El ambiente, se ha dicho, era de condescendiente rivalidad. Gente de la talla de Sonny Boy Williamson II había hecho acto de presencia para meterse en la turbamulta de músicos y bebedores.

Las historias sobre el final de Robert Johnson son las siguientes: la primera versión cuenta que a Johnson le pasaron una botella de Bourbon abierta; cuando el guitarrista fue a tomar de ella Sonny Boy le golpeó y se la tumbó de las manos. "No bebas de una botella que no has abierto", le dijo. "¡Carajo, dijo Johnson (el 'carajo' no es un añadido, sino una expresión suavizada para lo que dicen contestó), nunca me tumbes una botella de whisky de las manos!". Más tarde vino otra botella. Sonny Boy veía impasible mientras Johnson la vaciaba.

Poco después cayó envenenado. Pasó tres meses en cama. Sudó el veneno. Murió, más tarde, a causa del debilitamiento de su organismo y de una neumonía que había desarrollado en el interín.

La segunda versión es la siguiente: en medio de una pieza particularmente caliente – Johnson era conocido por los movimientos frenéticos que hacía cuando tocaba, no sólo llevando el ritmo con los pies sino con todo el cuerpo – el trovador cae a piso contorsionándose como un poseso. Caminando por todo el recinto como un perro, espuma blanca en la boca, intentando morder a los comensales, y aullando como un lunático muere Robert Johnson, quien minutos antes había escrito en una servilleta algunas palabras casi ininteligibles con las que pedía perdón al Señor por sus pecados, atestiguando que sentía la presencia de "unos perros que venían del infierno" a buscarlo. Durante semanas antes de morir Johnson había estado sufriendo pesadillas recurrentes: perros salvajes que venían en la noche, ojos rojos y brillantes en la oscuridad plagada de mosquitos, a llevárselo al infierno.