Hasta ahora, uno de mis entusiasmos esenciales de vida me viene dado en función de la posibilidad de poder leer y escribir la mayor parte de tiempo posible. Incluso, gran parte de mi vida la vivo y la pienso en función de mis posibilidades de escribir, y de ejercer otras lecturas que pudieran conducirme hacia imaginaciones creativas, hacia ficciones y fantasías literarias. Sin embargo, hay experiencias lectoras que se constituyen para mí en ejercicios de tortura, como aquellas que me veo obligado a realizar por puro deber, no por placer. Y en este sentido, estas tareas, a pesar de estar muchas veces ligadas a mi comunidad de intereses, devienen en labor agobiante y hasta amenazante para mi inclinación esencial, que es la producción de textos creativos.

En este sentido, pienso a veces que me conviene más cualquier otro quehacer para poder conectar mejor con mis posibilidades creativas que la lectura por deber, que la lectura con fines de subsistencia, con fines de soporte de mi vida material. En esta ingrata tarea, por lo menos me entusiasma la realidad de ciertos libros que puedo adquirir, y de cierto ocio que puedo procurarme con el producto de mi trabajo. Esto, entre otras cosas menores, disminuye en parte la sensación de ingratitud que deviene de mi labor.

Al menos que no caiga en irresponsabilidades con mis deberes laborales, ¿cómo puedo escribir un buen poema, un ensayo, un cuento, o adelantar la escritura de una novela, en estas circunstancias? En tal situación, lo más que puedo hacer es bosquejar textos, apuntar ideas para que, llegado el momento, pueda volcarme en mis entusiasmos creativos, lo que casi siempre me ocurre en momentos de cierta escasez económica, pero ello no me importa mucho, ya que me compensa la satisfacción de que estoy escribiendo, de que le estoy dando forma a las fantasías que me habitan, que se apoderan de mi mente y no dejan de insistir en que les de su espacio en el papel o en la pantalla.

Cuando estoy envuelto en compromisos editoriales no puedo escribir las páginas que deseo o como las deseo, sin embargo no hay un solo día en que no escriba alguna o algunas, en las que por lo menos no bosqueje y apunte temas posibles a desarrollar. No hay un solo día en que no le robe momentos de aquí y de allá al trabajo remunerado para dedicarlo a escribir aunque sea notas como esta en mis cuadernos privados.

Lectura también como valor del silencio

Se habla con frecuencia del valor de la lectura por lo que esta aporta al conocimiento, a la cultura, a la educación, al ejercicio de ciertos músculos cerebrales; se habla del valor de la lectura como aporte y soporte de la creatividad, y también como forma de afrontar la soledad.

De lo que muy poco he escuchado hablar es de lo que esta aporta al valor esencial del silencio. Es imposible leer si no lo hacemos en silencio. Es decir que la lectura también nos sirve para mantenernos alejados de tantos ruidos innecesarios, de tantos intercambios de palabras inútiles. Los místicos y los creadores (supongo que esencialmente lo que lo hacen a partir del logos) saben de la importancia del silencio para poder hacer avanzar sus altos propósitos.

Si para los fines creativos el silencio no nos habla, ¿cómo podría hacerlo mejor las simples palabras de ante mesa y sobremesa?

Ahora yo estoy en el silencio. En el silencio que me viene de las palabras de los libros. En la escasa o abundante armonía silenciosa que puedo armar desde este choque de palabras e ideas que se agitan en mi mente, lo que es, sin duda, otra forma de sonido que no deja de tener algo de inquietante, y que yo sólo puedo armonizar desde el lenguaje del silencio, de mi silencio; desde mi decir creativo; desde el ordenamiento (y por qué no sometimiento) de esas criaturas que son las palabras, las que a veces se me tornan tan rebeldes, tan insumisas.