Es una mañana rubia inebriada de sol y de alegría. Llego al río: me siento debajo de los árboles de la orilla. La perspectiva dice que es un lago el río.

A lo largo, hacia un extremo, la barranca ofrece una refracción ocrósea que ofende a los ojos; hacia el otro extremo, los oteros fingen que se envuelven con un manto de idrialina para ofrecer más primoroso encanto; y hacia cada uno de esos extremos cimbrean los bambúes con majestad de reyes, y parece que los árboles de una y otra orilla se inclinan para un estrecho abrazo….

Muy cerca del lugar donde la barranca amarillea, y debajo de un grande árbol que se alza generoso como un verde quitasol, están varias mujeres: son lavanderas. Alzan en la diestra un pequeño utensilio de madera: la paleta; y sobre la albura del lienzo, que a su vez está sobre una gran piedra, dan un golpe que se le ve dar antes que oírlo para que lo repita el eco a la distancia.

Ante cada golpe tiemblan las carnes mórbidas de aquellas mujeres, a cuyos pies las aguas pasan con rumores de voluptuosidad.

Al tronco de otros árboles están atadas en forma de luna en cuarto creciente, unas hamacas que son mecidas por sendos infantes en traje de Cupido. Algunas de esas hamacas son mudas, otras gorjean, pero otras lanzan gritos que mueven a compasión… Ante el trabajo afanoso de las humildes lavanderas, ante aquellas hamacas, y ante aquellos infantes desnudos que las mecen, me inunda una honda tristeza y me figuro que muchas de aquellas infelices mujeres ganan el pan, así tan pesadamente, para ellas y para unos hijos que no tienen a su favor, los deberes de sus padres.

De la arboleda cercana, silenciosas, unas, las más poblando el aire de algarabías, vienen diversas aves que reman en lo azul, cruzan el río, y se pierden en lo azul, son tórtolas aliblancas, bullangueras cotorras, garzas blancas, garzas morenas, pitirres y ruiseñores.

Imagino la línea que trazaron con su vuelo, como abanicaron sus alas al pasar y me admira más que el vuelo de las otras aves, el volar elegante de los ruiseñores. Así la fantasía de los poetas…

Lejos diviso un padrejón oscuro: me atrae, voy a verlo y noto que lo ha escalado un insecto que suplica al Sol y a la brisa que rompan la delgada membrana que lo envuelve para transformarse en autópsida libélula. El milagro se verifica, y ya ese tierno insecto, espera la hora inminente del vuelo para ir con sus neurópteras hermanas, dando un beso en el cristal del agua, para que ese beso sea el centro de un rizado círculo que se ensancha, se ensancha y se deshace. Medito algunos instantes acerca del misterio de la vida…

La mañana, de rubia como era, por un milagro de intensidad de la luz, se ha tornado en azul y vaporosa. El girar de la Tierra me hace creer que el Sol ha dado ya un gigante paso.

Necesito emprender las tareas de este día y doy la espalda al río.

 

 

Juan de Jesús Reyes Aranda (1872-1962). Es, sin duda alguna un exquisito poeta. Su obra y su vida ha sido condensada y descrita por Francisco Almonte en La atesorada luz poética de Juan de Jesús Reyes, Editorial Lozano (2009). Aunque casi toda su extensa producción lírica es versal, hay algunos poemas en prosa, y hasta unos versos libres, pero en los dos en prosa con los que iniciamos su selección fueron publicados en una revista de Santiago de los Caballeros, demostrando en ellos un extraordinario dominio del lenguaje. Fue maestro, empleado municipal y un padre que dejó veinte hijos, por lo que la nota amorosa abunda junto a la patriótica con sus cantos a los héroes y gestas nacionales y sus famosos versos de La Barranquita contra el invasor norteño. Su dominio del verso, junto a la plasticidad indudable de su estro poético, y su riqueza de léxico que podrá notar el lector con el uso adecuado de palabras que no son de todos los días: Inebriada, ocróseas, idrialina, orbitela, autópsida, orobias, neurópteras. Por todo ello podemos decir que fue poeta de verdad y como tal, trascendió épocas y movimientos.