A la memoria de Aida Celeste Perelló Vda. Báez y demás viudas heroínas de los héroes del 30 de mayo.

Reunión bajo las buganvilias

Llegué a casa de mamá lo más rápido que pude. Eran alrededor de las cinco de la tarde. Cuando entré, me dijeron:

—Está atrás, en el patio, con la enfermera.

Vivíamos con la ansiedad de perderla. Saludé con un beso a Maricrís, mi hermana. “Te quiere ver, me pidió que te dijera que vinieras”, me había escrito por whatsapp.  Crucé la sala y el comedor y pasé al patio donde estaba el emparrado de buganvilias.

Allí la vi, reposando en la mecedora recubierta de almohadas, para que se sintiera  cómoda. Un poco más allá estaba la jardinera bajo la cual yacían enterrados, desde hace muchos años, Naki y Robi, los perros de papá.

Me acerqué. Ella tenía los ojos entrecerrados, como dormitando. Un rayo de sol se colaba hasta su rostro. Su respiración era fatigosa. La cara demacrada, reposando. “No quiere estar en otro sitio”, me había advertido mi hermana.  “Hay que darle el gusto, manita”, le había dicho. Era lo menos que podíamos hacer por ella.

La enfermera de turno, al verme se alejó discretamente, supongo que algo aliviada por el descanso que mi visita le representaba. La entiendo.

El emparrado de buganvilias daba sombra y frescor. Algunas flores caídas alfombraban el piso. En una esquina terminaba de consumirse un velón en un vaso,  que era parte de un pequeño altar memorial con una foto de papá. Este emparrado fue siempre el lugar favorito de papá, de la familia. Listones de madera sostenidos por cinco troncos y el piso de ladrillos rojos, todo ya desgastado por los años. “Como mamá”, pensé.

Junto al velón había una orquídea amarilla en un florero. Ese velón, esa orquídea, eran continuos acompañantes de la foto de papá.

Me senté junto a ella, en una silla plástica, y tomé la mano de mamá: huesuda, seca, casi transparente. Me pareció frágil, como un cristal a punto de quebrarse; ella, que siempre para mí fue la encarnación de la fuerza más poderosa de la que yo haya sido testigo, desde mi infancia.

Una suave brisa le desalborotó el pelo y con mi otra mano le acomodé su cabello blanquísimo, suave, buscando no despertarla.

Sus ojos se entreabrieron, como retornando de un profundo viaje y me miró. Una ligera sonrisa aleteó breve en las comisuras de sus labios, apenas una insinuación.

—Flavio —creí oír en un imperceptible murmullo.

Seguí peinándola con mi mano. Ella volvió a entrecerrar los ojos y a sumergirse en su travesía.

¡Pam! Un manotazo fuerte sacudió el escritorio.

—¡Usted otra vez! Y ahora, ¿qué quiere? —el oficial policial, que luego supe que era el mayor Perdomo, nos miró, incómodo. Alcé mis ojos a mamá. Sentí su mano, que asía mi mano, estremecerse, mientras ella bajaba la vista, abofeteada por la mirada del mayor. —¡Dígame rápido!

—Señora, usted parece que no tiene idea del lío en que se metió su esposo y los metió a todos ustedes. ¿Y ahora usted quiere meterme en un lío a mí? Su marido debió pensar en su familia.

Mamá adelantó unos pasos, breves.

—Ya, ya, no se acerque. Dígame, ¿qué es lo que quiere ahora?

—Traje una ropa y algo de comida, para ver si se lo hacen llegar a mi esposo —dijo con mansedumbre mamá, casi implorante, un hilito de voz.

—¿Pero es que usted se cree que esto es un hotel? —el mayor Perdomo se reclinó hacia atrás en su asiento. Hablaba fuerte, como para que otros lo oyeran.

Mamá no respondió, no dijo nada. Su mano, que arropaba la mía, temblaba ligeramente.

Miré la cara mofletuda, carnosa y molesta, del mayor Perdomo. Parecía no entender por qué mamá no se iba, se largaba de una vez, desaparecía, dejaba de importunarlo.

Yo por entonces iba a cumplir seis años, no entendía nada, no sabía qué pasaba. Sólo que acompañaba a mamá a una diligencia.

Musitó algo, ininteligible, tal vez un nombre, pero en mi oído fue un leve balbuceo.

—Mamá, dime  —le dije.

Ella pareció no oírme. Seguía allí, como flotando en la mecedora, como un pabilo que agotaba su lumbre.

Su mano era leve, casi translúcida, apenas tibia. No sabía cómo tratarla sin que se resquebrajara, como preservarla en su precaria condición, para que nos durara más. Una cara que, pese a estar demacrada, emanaba paz interior,  y que yo quería llenar de besos, pero temía que se cuarteara y se deshiciera por lo vulnerable que la sentía, como esa breve escarcha que se disuelve antes de cuajar, en una soda. Acerqué mi silla, sosteniendo su mano.

Mirándola, de pronto, algo se me agolpó adentro, turbio, caliente, algo oscuro y violento que subió sin control hacia mis ojos, inundándolos.  Volteé la cara y con el puño me estrujé un ojo, luego el otro.  No quería llorar. No que me viera llorar.

—Flavio —creí oírla musitar, de nuevo.

El mayor Perdomo, al presentir que mamá no se iba a mover, que tercamente se quedaría allí el tiempo que fuera necesario, echó un suspiro de resignación.

—Siéntese, doña —dijo con sequedad—. Aquí somos gente  —Y le indicó, con la mano, la silla frente a su escritorio.

Mamá no reaccionó. Siguió allí, parada, cabizbaja, asiéndome de la mano.

—¿Pero es que tampoco se va a sentar? —le increpó el mayor.

Mamá entonces dio unos pasos breves, leves, hacia el asiento y luego de sentarse, me sentó en sus piernas. El temblor de su mano había amainado.

—Usted me está metiendo en un problema, doña, sólo con venir aquí. Y es un problema que no es mío. Vaya a la Procuraduría, a la fiscalía. No aquí. No puedo hacer nada por usted. ¿Me entiende? Su asunto es grave, muy grave. No puedo hacer nada, y aunque pudiera, tampoco lo hiciera.

Mamá escuchó callada. Nada dijo.

Cinco días antes, de la clínica nos la enviaron a la casa, su casa. “Ya no hay mucho que hacer”, nos advirtieron. “Es mejor que descanse”. Solo nos quedaba esperar un milagro. A las clínicas no les gusta que los pacientes se mueran internados. Por eso, los despachan.

Mis dos hermanas y yo le pusimos un servicio continuo de enfermeras para que la cuidaran. Eran cuatro que se turnaban para asegurar que nunca estuviera sola. Era lo menos que podíamos hacer.

Ellas, las enfermeras, la asistían, le administraban los medicamentos prescritos, nos decían a quién mamá pedía ver, incluso oraban con ella. Maricrís, Idalia y yo, nos turnábamos para acompañarla.

Un ligero estremecimiento sacudió su mano, como si intentara asir la mía, que la sostenía.

—Flavio, mi hijo —musitó un poco más audible.

Hasta ese día en que la acompañé a la oficina del mayor Perdomo,  en mis recuerdos mamá era quien disponía las comidas, bañarse, nos acicalaba, nos enviaba a la escuela con Minina, se ocupaba de que estudiáramos, preparaba paseos y excursiones, se esmeraba en cuidar y decorar la casa, nos llevaba a los cumpleaños, horneaba bizcochos y pasteles porque la repostería era su hobbie y su forma de agradar y alegrar a la gente que quería,  y todas las demás minucias que consumen la vida de una mujer dedicada a la vida doméstica, destinada a levantar una familia y cuidar de un hogar.

No tengo tantos recuerdos de papá de esa época. Sé que me alzaba en brazos, me arrancaba del suelo y me levantaba hacia su cara que olía a Old Spice, siempre pulcro, bien afeitado, bien peinado, su pelo negro con aroma a Tricófero de Barry, bien vestido, algo en lo que mamá se ocupaba con esmero: sus camisas almidonadas, sus pantalones bien planchados, con filo impecable, sus zapatos brillosos, su sombrero, sus chalinas, sus guayaberas… Papá vivía en sus afanes. En casa disfrutaba de retozar con sus dos perros: Naki y Robi, tanto como con nosotros, sus hijos. Era dueño de una distribuidora de gomas y de dos puestos de reparación de gomas. Con ellos sostenía nuestra familia. Todo eso se perdió después. Lo saquearon, al igual que nuestra casa. Pero hasta entonces de eso vivíamos.

Mamá parecía flotar por todas las habitaciones, llenándola de aromas de pasteles, tortas, hojaldres y quesillos, el perfume de tantas delicias que se anunciaban, mientras cantaba boleros románticos y hacía mil y una cosas, siempre activa.

No recuerdo haberla visto nunca descansar, siempre envuelta en algo. Cultivaba flores: rosas, orquídeas y geranios, y por igual las favoritas de papá, las buganvilias o trinitarias de distintos colores: amarillas, rojas, moradas, rosadas, blancas… Ellas decoraban la puerta de entrada de nuestra casa, en Don Bosco, y en el patio solariego, papá había hecho levantar  aquel pequeño emparrado con buganvilias multicolores que daban sombra a un set de mecedoras y una mesita. Allí papá solía sentarse a tomar su café matutino, junto a mamá y mami Clara, mi abuela paterna, que vivía con nosotros, disfrutando el frescor de la mañana, la neblina matutina, mientras el día se desperezaba y los tenues rayos del sol llegaban a calentar la tierra. Era su ritual de comienzo del día. Luego, nos levantaban, desayunábamos, a mis hermanas y a mí Minina, nuestra nana,  nos llevaba al colegio Don Bosco. Más tarde, mi abuela y mamá junto a Minina, afanaban en los quehaceres de la casa.

Mamá coleccionaba recetas que encontraba en las revistas Vanidades y Buen Hogar que recibía mes tras mes. Y buscaba maneras de ensayar nuevas delicias. Mami Clara, mi abuela, cosía, le gustaba coser. Tenía una máquina Singer y de ella salían prendas con tela que compraba en las tiendas de los españoles en la José Trujillo Valdez. Muchos vestiditos para mis hermanas, incluso para mamá y para ella, y alguna que otra camisa o pantalón para mí y chacabanas para papá salían de sus afanes. También algunos encargos, aunque no era lo común.

—Señor —la voz de mamá fue leve, suave, casi un aleteo.

—Señor no, mayor Perdomo —recalcó el oficial en tono áspero,  al otro lado del escritorio. Su mano abierta dio un manotazo en la madera del tope que estremeció los artículos en él.

—Mayor —corrigió mamá —, sólo le pido un pequeño favor, por humanidad.

El mayor Perdomo nos miró con una expresión de incredulidad, como si fuera inconcebible tal petición.

—Señora, usted parece que no tiene idea del lío en que se metió su esposo y los metió a todos ustedes. ¿Y ahora usted quiere meterme en un lío a mí? Su marido debió pensar en su familia.

Sentí un estremecimiento en la mano de mamá. Seguía con la vista baja. Yo le vi correr dos lágrimas silenciosas, de desesperanza, de impotencia.

Un miércoles todo se trastornó. Al levantarnos, la casa era un revoloteo de murmullos y miradas furtivas. La radio, de ordinario festiva, sonaba a música de Semana Santa, grave. Papá no estaba.

—¿Qué se ha sabido? —preguntó mami Clara, mi abuela, casi en un murmullo.

—Nada —respondió mamá.

Eso fue en la mañana, pero cerca del mediodía, recuerdo que extrañamente no habíamos almorzado, como de costumbre. No estaban los aromas habituales de guisos y horneados. No nos enviaron a la escuela. La calle estaba en silencio.

Todo así, murmullos, miradas escurridizas, misterio, hasta pasado el mediodía.

Serían cerca de las dos de la tarde cuando llegaron los carritos. Cepillos, les decíamos.

¿Sería el silencio, la mansedumbre de mamá, lo que lo ablandó? Ella no hablaba. Tampoco se movía. Sólo el ligero temblor de su mano que sostenía la mía.

Yo no sabía qué pasaba. No entendía nada. Sólo sentía el peso de losa del momento en mi corazón. Callaba. La miraba. Y en ocasiones miraba la cara endurecida del mayor Perdomo.

Él, ceñudo, la observaba llorar en silencio, la mirada baja, vencida, aplastada, de ella, la mano que temblaba sosteniendo la mía.

Al verla llorar, dos lágrimas me asomaron. Hipé. Pequeñas sacudidas.

El mayor Perdomo entrelazó las manos, hizo una mueca con los labios y se reclinó hacia atrás.

Fue una tromba, un ciclón, lo que se soltó en la casa. Llegaron policías, militares, agentes de civil. Echaron abajo la puerta y entraron preguntando que dónde estaba papá. Mis hermanas y yo empezamos a llorar, asustados. En el patio, Naki y Robi ladraban con furia y aruñaban la puerta, buscando entrar a defendernos. Mamá y abuela salieron al frente diciendo que no sabían dónde estaba, que había niños, que qué eran esas maneras, pero las apartaron bruscamente.

—¡Búsquenlo hasta debajo del piso o detrás de las paredes! ¡Rompan lo que haya que romper! ¡Ustedes, acompáñennos!

A mamá, abuela, y a Minina, nuestra nana, que trabajaba en la casa ayudando a abuela y a mamá, y a mis hermanas y a mí nos sacaron fuera de la casa.

Naki y Robi seguían ladrando con fuerza, escuchamos los tiros y el quejido de los perros, hasta que ya no se escuchó nada.

El corazón se nos encogió.

—¡Llévenlos a la Jefatura —ordenó el que dirigía el allanamiento.

—¡Cálmense! ¡Cálmense! No pasó nada —decía mamá.

Hizo un levísimo parpadeo, sutil. Y sentí un estremecimiento mínimo de su mano. Mi corazón saltó. Mamá movió su cabeza hacia mi lado.

Entreabrió los ojos. De pronto sus pupilas me bañaron. Algo cálido me inundó. Allí estaba ella, mamá, de vuelta, retornando del viaje interior.

—Flavio, qué bueno que viniste —me dijo.

—Descansa, mamá. Estoy aquí, contigo —. Le apreté ligeramente la mano.

—¿Y los niños? ¿Y tu esposa?

—Vienen más tarde —dije. No los había traído. De hecho, no les había avisado que venía.

Dio un ligero suspiro —Me gustaría verlos.

—Voy a llamarlos, para que vengan, mamá.

A todos nos llevaron a un lugar que luego supe que era el Palacio de la Policía, mismo donde luego fuimos mamá y yo a ver al mayor Perdomo. A mamá, a abuela mami Clara, a María Cristina, Maricrís, y a Idalia,  mis hermanas, y a mí. También se llevaron a Minina, nuestra nana, pero la trasladaron aparte, a otro lugar.

Nos apretaron en un Volkswagen pequeño y al llegar al Palacio de la Policía  nos empujaron  por pasillos en penumbra y mal iluminados,  luego nos sacaron al patio. Había otras familias, otras personas allí. No las conocíamos. No yo, por lo menos.

—Estense quietos, callados —nos dijeron mamá y la abuela.

Abuela tenía una expresión dura, contenida, de muda indignación. Mamá estaba desconcertada, sin idea de qué sucedía, de cómo la vida se había quebrado y reventado de un momento a otro. No tenía idea de dónde estaba papá, del por qué del atropello, pero sí ya le había llegado  la noticia de que habían atentado contra el Generalísimo.

A la abuela la vinieron a buscar primero. Luego de un largo rato, quizás dos horas, vinieron a buscar a mamá.

—Quédense con Maricrís. Ella los cuidará! —mamá nos dijo.

María Cristina, mi hermana mayor, tenía entonces 12 años. Duramos un rato grandísimo sentados en una esquina. Luego trajeron a la abuela. Se veía nerviosa, preocupada.

—Vengan, mis hijos, vengan —nos reunió—. Estense quietos.

Ya cayendo la noche trajeron a mamá. Tenía un lado de la cara inflamado, enrojecido. Igual los ojos. Nos abrazó y echó a llorar. Abuela Clara la abrazó y lloraba. Nosotros también, todos. Un llanto sordo, sin alaridos ni gritos. Un llanto indefenso.

Muy tarde en la noche nos mandaron a buscar y nos llevaron a la oficina del mayor Polanco.

—Por orden superior las vamos a despachar —nos dijo.

Sé que era tarde, porque nos despertaron. Estaba oscuro.

—Vámonos —nos dijeron mamá y abuela.

El mayor Polanco permitió  que mami Clara llamara a Norma, su hermana y mi tía abuela,  y ella se comprometió a pasar a recogernos.  Salimos a la calle a esperarla. Llegaron ella y tío Alfonso, su yerno, y nos llevaron en el carro de tío Alfonso a su casa.

—Mañana iremos a la casa,  Natalia. Hoy es mejor que amanezcan aquí —le dijeron a mamá, y como Dios nos permitió amanecimos, yo y mis hermanas acostado en los muebles de la sala. Abuela y mamá en el cuarto de los niños de mis tíos, que se los habían llevado a dormir con ellos.

Ese día que volvimos a la oficina del mayor Perdomo, al ver a mamá llorar,  me empezó una opresión en el pecho, el jadeo, esa búsqueda espasmódica de un poco de oxígeno, el ahogo, el ruido sibilante. Mamá se alarmó.

—Flavito, mi hijo, cálmate —dijo. No era posible. Sentía que dos fuertes manos me apretaban el pecho, me impedían respirar. Me retorcí buscando aire.

Mamá se asustó.

—Mi hijo —dijo —, se me está ahogando.

Molesto, el mayor Perdomo gesticuló con sus manos, echándonos.

—¡Ah, no. Ese show no! ¡ Váyanse de aquí ahora mismo! Si tiene un ataque, llévelo a un hospital —Se puso de pie —. ¡Sargento Torres, sáqueme a esta gente de aquí!

Mientras nos expulsaban de la oficina del mayor Perdomo, mamá me llevaba cargado. Yo jadeaba y  me esforzaba buscando un poco de aire.

—Aguanta, Flavito, aguanta, mi hijo —pero esta vez, de alguna manera y aún en mi desesperación, sentí que  algo  en ella cambió, era distinto, una energía desconocida, una fuerza que iba cobrando vida en ella, mientras el sargento nos escoltaba afuera, hacia la calle. Mamá bajó caminando conmigo al Angelita,  la maternidad que estaba próximo al Palacio de la Policía, y allí me trataron la crisis de asma, me inyectaron algo, poco a poco la respiración fue calmándose y le dieron a mamá una receta. Mamá me abrazó y me dio su mejor medicina, su amor.

Cuando retornamos a la casa de mi tia abuela Norma, mamá era otra, y esa fue la que conocí durante el resto de mi vida.

Al día siguiente de que nos despacharan, cuando volvimos a la que era nuestra casa, no quedaba nada en pie. La habían saqueado, destrozado, desvencijado. En el patio, tirados, estaban los cuerpos de Naki y de Robi. También saquearon  y vandalizaron los negocios de papá.

Ese día nos enteramos  que papá se había entregado la noche anterior, cuando supo que nos tenían apresados.

Callada, mamá soportó junto a mami Clara la borrasca y el miedo que contaminaba el aire en esa época, y nos enseñó a soportar un mundo que nos había estallado y reventado, en que hubo vecinos y conocidos que se alejaron, temerosos por las consecuencias de tratarnos. Fueron tiempos difíciles y terribles. De incertidumbres. No volvimos al colegio ese año. Mamá y mami Clara, con la ayuda de la familia, repararon, arreglaron, remendaron, hicieron mínimamente vivible la casa. Allí nos recluimos. De vez en cuando volvían los cepillos, los calieses. Entraban a registrar, a recordarnos que no se habían olvidado de nosotros.

Mamá todo lo aceptó. Iba con mami Clara  a la fiscalía, junto a otras esposas, madres y hermanas de otros presos a hacer gestiones. Participó en reuniones con comisiones internacionales que visitaron el país, con el fin de preservar las vidas de los encarcelados y reclamar que aparezcan los desaparecidos.Visitaron más  de una vez la cárcel de La Victoria y el Palacio de la Policía. Se sabía que el gobierno tenía otros centros de detención, pero a ellos no se podía acceder. Siempre la respuesta es que no estaban recluidos allí. Recibimos el apoyo discreto de gente que se condolió de nosotros. Mamá hizo todo tipo de esfuerzo posible por su esposo, por papá, arriesgándose sin medir las consecuencias, para volverlo a ver, para garantizarle su vida, para defender su hogar.

Ella era ahora esa mujer nueva, desconocida, que nació aquel día en la oficina del mayor Polanco. Una guerrera, que con uñas y dientes defendía a sus polluelos, empecinada en sacar adelante su familia.

Nunca la volví a ver llorar. Temblar. Doblegarse. Nunca.

Pasamos un tiempo de precariedad, de dificultades, pero ella y mami Clara, sin olvidar a mi tía abuela Norma, a mis tíos Alfonso y Marina, la hija de tía Norma,  nos ayudaron a capear esa borrasca sin que nos dañaran más de lo que lo hicieron, el corazón.

Nos contaban sobre papá, de cómo se conocieron, sus pequeñas historias y alegrías. Lo que a papá le gustaba, lo que no. El cariño de papá por sus dos perros, Naki y Robi. Y nos enseñó a ir al emparrado del patio a reunirnos bajo las buganvilias, a esperar el momento de que nos lo devolvieran.

Meses después todo dio un cambio. Pero ese cambio llegó tarde para nosotros. Ni papá, ni Minina, ni muchos otros regresaron.

El país empezó a respirar mejor, con esperanza.

Con un poco de ayuda y la venta de los locales de aquellos negocios saqueados, se reunió un pequeño capital y mamá abrió una repostería, en Don Bosco. Convirtió su hobbie en una fuente de ingresos para la familia, junto a mami Clara. Ambas lucharon por nosotros, por los hijos de Flavio Enrique, sin llanto, sin rencor, sin dejarse abatir.

Con los años, la repostería parió una panadería. La harina, los huevos, el azúcar, la levadura, la vainilla y mucho trabajo, porque una panadería opera durante la noche para poder tener el pan recién horneado y fresco para el desayuno y había que surtir colmados y vendedores al pregón, eran nuestro día a día. En esos menesteres mis hermanas y yo fuimos creciendo.

El mayor Perdomo hizo carrera, ascendió, llegó a general. Siempre negó tener conocimiento acerca de la suerte de papá y de otros. Nadie sabía nada, hubo una amnesia colectiva, un borrón conveniente que borró todo.

Casi al finalizar la década del ´70, en 1979, mamá Clara, al ir a despertarla, no despertó. Nos dejó. Se nos fue.

De papá nunca pudimos saber nada. Dicen que sucumbió mientras lo torturaban. El cuerpo lo desaparecieron. Nadie hablaba. Nadie sabía. Todo el mundo se lavó las manos.

Con los años, hubo discursos, dedicatorias, una calle en un barrio, pero mamá nos mantuvo alejados de todo, sobrellevando nuestro dolor en privado.

El negocio familiar, sus bizcochos y pasteles, los panes y teleras, y aquel remanso en el patio en donde se refugiaba bajo el emparrado de buganvilias la sostuvieron durante años.

—Flavio —musitó —ya han muertos todos.

—¿Qué, mamá?

—Los que mataron a tu papá, ya han muerto todos. Se les acabó el abusar.

Miré como una leve humedad ganó sus ojos.

—Nunca entendí a tu papá. Fui injusta con él. Lo culpé por todo lo que nos sucedió, pero él hizo lo que tenía que hacer. Un día le dijeron que sacara a Maricrís del país, que le habían echado el ojo a tu hermana.

Quise decirle que no recordara todo eso, que no removiera su dolor, pero me vio la intención.

—¡Déjame decirte! Tu papá actuó bien. Yo era la equivocada. Él trató de conseguirle visa, mandarla a Puerto Rico. No se lo permitieron. Y tu papá no iba a dejar que abusaran de su hija. Lo mataron, pero ayudó a acabar con el maldito. Y sus cómplices por fin han muerto todos. Ya no podrán seguir matando gente.

Una ráfaga de dolor nubló su cara macilenta. Y por primera vez, después de aquel día en la oficina del mayor Perdomo, vi dos  tenues lágrimas que empezaron a humedecer sus mejillas.

No supe qué decir. Nunca la vi quebrarse desde aquel día en la oficina del mayor Polanco. Sí, el general Polanco había muerto. Otros también. Los viejos esbirros de la Era habían fallecido.

Ella, mamá, los había sobrevivido. Era como si ella persistiera en vivir para recordarles su culpa, era la testigo de su maldad.

Se habla de los héroes, pero ellos no fueron los únicos, pienso que están también las heroínas, mujeres como mamá, que tomaron las riendas de sus hogares y los levantaron solas, viudas, cuidando el corazón de esos hijos, esos hogares, sacudidos por el crimen y el abuso. Eso se hizo evidente para mí viéndola allí, resistiendo todavía.

—¡Flavio, tráela, que va a empezar el sereno! —me voceó Maricrís, desde la casa. La enfermera se acercó solícita, con la silla de rueda.

Levanté en vilo a mamá, con extremo cuidado. La enfermera preparó la silla, pero le indiqué que no, que la llevaría en mis brazos a la casa. La sentí acurrucarse, recostar su cabeza leve, en mi hombro, mientras la transportaba por el patio. La llevé a casa con el mismo amor con la que ella me llevó cargado hasta el Angelita aquella tarde, cuando me puse malo, en la oficina del mayor Polanco.

La noche fue invadiendo el patio. Bajo el emparrado de buganvilias seguía ardiendo, tembloroso, el pabilo del velón. Estaba casi consumido por entero. Una llama precaria a punto de apagarse.