La marca roja cifrada al borde de la página es una especie de entrada transitoria a otras formas de existir.

Todo empezó hace unos veinte años atrás durante un coro en esos apresurados días de aquel año lunar, en el año en que tú y yo esperábamos ansiosamente que llegara la primavera.

Lo recuerdo bien porque recuerdo que sucedió un mes después de la celebración de mi vigésimo tercer cumpleaños y recuerdo que se convirtió en un hecho vivamente memorable.

A quien se le habrá ocurrido traer las hojas secas, de eso no estoy seguro.

En ese entonces y a pesar de la distancia, las pisadas de botas punzantes de la guerra herían el suelo terrenal. Y en algún lugar del cuerpo, vedado y oculto, todavía guardo esas cicatrices: obvio, no era mi guerra. Pero me pregunto una y otra vez: ¿tiene que ser mi guerra para derramar lágrimas de sangre?

Ante mi propia desesperación y pánico, mi leve pánico, Helena insistió en organizar la fiesta más elaborada que alguien pudiera imaginar. A mi me pareció todo tan descabellado, todo tan […] porque en mi mente solo cabían las imágenes de cuerpos tirados, olvidados.

La Michi estaba preocupada porque todavía sentía los efectos del ayuno y al respecto ya nos habían advertido antes.

Finalmente bajé la guardia, bajé la guardia y le dije a Helena que tenía libre albedrío en cuanto a organizar el bonche. En primer lugar, ¿qué diablos importaba?

Y en segundo lugar, la razón por la que dejé echar riendas sueltas a sus planes fue por respeto a su integridad moral ya que mi devoción por ella había mitigado cualquier postura testaruda que pudiera haber albergado en mi alma y para ser más franco ¿cómo podría yo decir no a una sopa joumou? Eso era inconcebible, imperdonable a mi parecer.

Anticipamos lo inesperado con suficiente antelación como debía ser en estos casos y nos sumergimos en la lectura de investigaciones científicas acerca del nexo entre la psilocibina y las emociones indeterminadas en seres humanos.

Ernesto sugirió el orden del día. Sentémonos en un círculo en el suelo.

En tono alegre, ingerimos las hojas secas y terminamos varados en alta mar y al final, varados en esta orilla que habitamos transitoriamente. Pues nada, descubrimos una entrada a otros mundos y a otras formas de ser.

2

Nos sentamos en un círculo. Helena recuerda (o cree recordar) todo lo que ocurrió en aquella travesía. Siempre que rememoramos esos tiempos nos echamos a reír.

“Frente a mí las cabras huían de la breve y brava temporada de huracanes. En cambio, Helena lidiaba con las sombras que tomaban la forma de gotas de agua o sangre, que no cesaban de pasear en círculos para luego introducirse en los ojos, bocas y narices de las estatuas localizadas en la antigua Ciudad Colonial.

“Las puntas (afiladas como agujas) adornan un follaje seco donde moran lechuzas. A través de la venda en nuestros ojos, vemos gotear escupitajos redondos en el rostro enmascarado de un rey custodiado por sacerdotes embriagados, atentos a los bailes eróticos durante el desfile de los chacales.”

Desde la otra orilla podemos divisar un baile de areito.

Hay conmoción en la esquina de la habitación donde aparecen las visiones una detrás de la otra.

Estamos en silencio.

Pierdo la paciencia y grito “quiero flores, no piedras” pero al rato recuperamos la compostura; nos damos cuenta de que el mundo no fue creado en un solo día.

“Las máscaras cuelgan del árbol. Recuerdo el lugar sombrío en el interior de mi ser donde me encontré completamente sola.

“Veo los niños raíz. ¿Quién les dijo, actúen como espantapájaros? ¿Pero bajo qué ciclo lunar y solar?

“Hace frío acá.

“¿Por qué hay zanjas aquí? Hoy en día podemos desenmascarar a los chacales (y a sus cómplices) que les ordenaron cantar como espantapájaros durante un periodo de dieciocho meses.”

Helena, calmada por si tropezamos con la guarida sagrada de las serpientes, gira la cabeza. Está húmedo aquí. Irrespirable. Escuchamos los gritos de La Michi, parece ser (o tal vez no) un síntoma de desolación.

“¿Podemos despertarla?”

“No”, dice Ernesto, “pronto encontrará la salida”. Helena arropa a la Michi con su ternura. Los gritos no cesan, el ruido es brutal, pero Helena le dice que todo estará bien, todo estará bien. Todo. Estará. Bien.

3

Helena es asmática y sobreviviente a pura chepa de un accidente automovilístico. A la misma vez, sobrevivió el trauma físico causado por una parálisis de la cintura para abajo durante unos dos años. Ernesto, La Michi y yo nos turnamos y la empujamos en su silla de ruedas durante las visitas al médico y nuestros viajes de fin de semana al antiguo mercado de pulgas donde por cierto, encontré el teclado que me enseñó a alterar mi voz.

Creo que durante cerca de un año Helena usó un collarín y de vez en cuando me dejaba usar. Me volví loco imitando movimientos de baile, movimientos o gestos robóticos y la verdad es que terminamos riéndonos mucho, amándonos mucho. En suma, todavía estaba latente esa cruel, horribilis inmadurez juvenil.

Un día cualquiera se apareció su amiga Tania y reprendió mis travesuras de tono burlón; me llamó de todo desde impío, cruel, inhumano a tonto, cretino y una infinidad de motes o nombres y nada, la chama se prestó (creo que por mera curiosidad por lo prohibido) a tomar prestado el collarín y sin tapujos, procedió a imitar a lo Julio Sabala a uno de esos presentadores de noticias que tanto despreciamos.

Pasaron los días y los años y ambos seguíamos contagiados con un ataque crónico de risa.

Según Helena, la parálisis no estaba relacionada con el accidente automovilístico sino con la picadura de una araña. O eso cree ella, ya que los recuerdos que tiene de esos días aún siguen perdidos en una nebulosa confusa. Y hasta el día de hoy insiste en que no está segura si fue una araña u otra criatura. En su forma de ver, el accidente vehicular o la hipótesis de la picada de araña no fueron tan traumáticos, no estaban al nivel o les alcanzaban ni por el tobillo al trauma que causó su despido del trabajo de bibliotecaria de arte que tanto valoraba y amaba.

Fue entonces cuando empezaron todos sus problemas. O en otras palabras, sus aventuras.

4

Los progenitores de Helena llegaron a Estados Unidos en 1969 y nunca regresaron a su pays natal hasta la caída del régimen duvalierista en 1986.

En 2010, luego de superar su parálisis, Helena visitó Haití por segunda vez en su vida tras la muerte de Dieudonné Cédor, el joven pintor impresionista que salvó la vida de sus padres cuando los Tonton Macoutes les pisaban los pasos tras haber organizado la multitudinaria manifestación del Primero de Mayo en el mismo corazón de Puerto Príncipe.

Afortunadamente, el taller de arte de Cédor, que a veces hacía las veces de dormitorio, cocina y sala de estar, también estaba escondido bajo tierra.

Y escondida detrás de un gran cuadro (o más bien una obra inacabada de Cédor) se encontraba una puerta retráctil y secreta que ofrecía protección y, en cierto modo, salvación de una muerte o muertes inminentes. Al sótano se llegaba a través de unas escalinatas ocultadas por flores, plantas y hierbas en un jardín.

El tiempo que duraron en el escondite marcó el inicio de una larga y duradera amistad entre sus padres y Cédor. Cuando el artista murió, Helena preparó sus maletas de camino a Haití por segunda vez en su vida. Le urgía investigar la pródiga larga vida, pasión y arte del gran artista haitiano.

Años antes, lo había entrevistado como parte de un proyecto cinematográfico, un documental sobre drogas alucinógenas y arte caribeño que todavía está estancado por falta de financiación.

Obviamente Helena estaba preocupada por el devenir de la obra y los papeles personales del pintor perdidos entre los escombros del Gran Terremoto. Y al igual que muchas otras familias haitianas, Helena perdió a muchos seres queridos durante el desastre sísmico.

5

Al principio, sus padres, quienes le habían regalado un viejo mapa de la ciudad, estaban preocupados y se mostraron reacios a dejarla ir sola por ser hija única, pero pronto se dieron cuenta que de mantenerla más tiempo enjaulada sería echarla en los brazos tiernos de la rebeldía juvenil. Después de todo, ella era una adulta.

Crecer en un hogar donde el buen arte, el aroma o exquisito sabor culinario caribeño eran la norma, crecer ahí, en un hogar donde nunca faltaba pikliz, el suministro era vasto, interminable, donde la terquedad y las opiniones fuertes acerca de la sensualidad y la vida o cualquier otro tema eran pan de cada día, vivir esa infancia y ese despertar, vivir y haber moldeado los sentidos en ese refugio hogareño y familiar, acompañado de voces de mujeres fuertes, el haber transitado ese espacio de alguna forma u otra marcaron la ruta de Helena en este mundo frío y hostil. Y a la hora de rescatar y preservar la obra del pintor, y en cierto sentido si se quiere, la memoria colectiva de un pueblo, Helena, quien dada su actitud ante la vida no se dejaba vencer por su antigua parálisis física o por las devastaciones de un terremoto o por cualquier otra adversidad, retornaba una y otra vez al recuerdo de la fiesta previa al accidente. Desde su parco, eran esos recuerdos que le daban sustento y fuerza al alma.

Helena observa que estamos en un círculo, quiero rosas, no piedras, alguien dice. Se escuchan sollozos alentados por el recuerdo de un trauma, tal vez sea La Michi o Ernesto o quien escribe esto en frente de un espejo. No quiero palabras. En otro instante, Helena traspasa a la otra orilla de su ser.

El título de este cuento es un tributo a Aimé Césaire. Le debo a H.T la sugerencia de contar esta historia incompleta a mi manera.