En la alta madrugada, aún desvelado con este fabuloso trasiego de letras que es mi vida, recibí una demoledora noticia: acababa de fallecer en La Habana mi maestro, mi padre literario, mi referente humano más hermoso y vital: Eduardo Heras León.

Cuerpo y espíritu se encogieron de pronto como si hubieran recibido un garrotazo, y por largos minutos solo escuché mi propio corazón, desbocándose, al tiempo que un alud de recuerdos, tan copioso como mis propias lágrimas, me nublaba la mente.

Conocer al Chino Heras, lo he escrito mucho por ahí, en artículos y entrevistas, fue para mí un verdadero milagro. Sé que acaso esa experiencia está multiplicada, de algún modo, en sus miles de alumnos, pero en mi caso, yo seguí enriqueciéndola año tras año. Una vez que lo reconocí, a mi maestro, nunca más me alejé tanto, ni demasiado tiempo como para que se enfriara toda la admiración y el cariño.

Al Chino Heras yo lo amé, lo amo, y también a su querida Ivonne, mi uruguaya favorita, como siempre le digo. Ellos se convirtieron, desde que los conocí hace dos décadas, en referentes de vida, embelleciendo y mejorando todo a mi alrededor una vez que su ejemplo atravesaba el tamiz de mi mente y se proyectaba sobre mis decisiones, mis sueños, esperanzas y, sobre todo, sobre mi aspiración suprema de ser útil.

Tuve el honor de que me concediera, acaso, la entrevista más larga que ha dado. Él me decía, enfático como siempre, que era la mejor de cuantas le habían hecho, y fueron cientos, y yo moría de orgullo. En esa entrevista, incluida en mi libro Conversar es amar, lo describí así:

Mezcla de chino y negro, y con la majestad e inteligencia de estos troncos de lo esencial cubano, a Eduardo Heras León el calendario no le viene con prisas. Desde que le conozco y me trasfiguró en un alumno eterno, me parece que no ha cambiado un ápice. Inspirado, erudito, feliz… es una fiesta mirarlo entre los jóvenes regalando ese divino don de la palabra conque ha sido dotado. Maestro de corazón y vocación, tiene la gracia de un evangelio vivo, tornándose cultura lo que toca. Y no hablo de saberes vacíos, ni doctrinas hipócritas, ni sensacionalismos. Hablo de vida, de historias verdaderas por cuyos vericuetos los que sentimos Cuba, y la adoramos, podemos verle las venas palpitando. Eduardo es fervor puro. Su verbo y personalidad tienen la fuerza ciclópea de una hormiga, que levanta cien veces lo que pesa: alza almas.

Y es con el alma en alto, y respetuosa devoción, que escribo estas líneas de homenaje póstumo al Chino. Hoy, no hay modo de que las palabras alcancen para decir lo que se siente…

Eduardo me regaló un mundo. Enriqueció mis ojos y mi alma con las muchas bellezas de la literatura. Me enseñó a mirar. A ver en lo profundo. Me contagió para siempre con su fervor palabrero. Me convirtió en un chiflado por la literatura. Me hizo parte de una confraternidad nacional, e internacional, donde encontré a mis mejores amigos. Organizó y dio coherencia a todos mis saberes dispersos, y lo hizo de una forma tan tierna, humana y magistral que no hay modo de pagar esa deuda ni en dos vidas. Era el maestro absoluto.

Hizo más: me escogió para que lo representara, para que fuera una joven versión de sí mismo, fuera de fronteras, para que llevara la buena semilla de su Centro de Formación a esta otra isla que es también, ya, mi casa. De hecho, él me trajo a Quisqueya. Fue su premio cuando yo decidí salir finalmente del campo en el que me había recluido, hastiado hasta la enfermedad por tener que escribir sin el alma, o contra ella. A él fue el primero que llamé para comunicarle mi decisión de volver a ejercer el periodismo, pero esta vez netamente cultural, sin coyundas absurdas ni rastrerías políticas.

Aún recuerdo su alborozo por aquella noticia, y cómo llamó a Ivonne, sin soltar el teléfono, emocionado como un niño, para decírselo. Él había sufrido mucho con mi auto-ostracismo. Temía que me perdiera. Muchas veces, como mi propio padre, me dijo: “Resiste, no les hagas el juego. No escondas tu talento”. No pasó una semana después de darle la noticia cuando me llamó y me dijo, aún más alborozado: “Rafelito querido, te vas conmigo este año para la Feria del Libro de Dominicana”.

Así era El Chino, mi maestro. En su alegría, y buscando una forma de demostrar su felicidad, y todo lo que significaba para ellos (yo me consideraba un hijo), él e Ivonne urdieron ese viaje, ese premio que me trajo hasta aquí y que cambió mi sino.

Él, mi maestro,  me abrió tantos caminos, todos maravillosos, que aún sigo transitando por ellos,  a grandes pasos, obsesionado con ser digno de él y el regalo increíble de su presencia en mi vida.

De todo lo que significó para mí el Centro Onelio, reproduzco solo un fragmento de un texto que escribí, y leí, en la celebración por los 20 años.

Pocos sitios pueden reclamar para sí tal condición: ser una institución no de teja, argamasa o concreto, sino algo más vital: un sueño que se eleva y que crece, y que funciona lo mismo bajo un árbol de fico, una palma real o una aulita cualquiera incluso más allá de fronteras. Qué ariete, qué decreto, qué terremoto podría derribar algo así, erigido sabia y pacientemente, como un bordado primoroso, sobre el alma y la imaginación de miles de personas, por demás, todos jóvenes. Es así, de este modo tremendo, como único se arrincona a la muerte, se arrincona al olvido.

A decir verdad, hace 10 meses, desde mi última estancia en La Habana, espero esta infausta noticia que me ha golpeado hoy, y a toda Cuba. Aunque he tenido tiempo de prepararme, me doy cuenta de que no estaba listo, de que quizás nunca lo estaré… Fui a verlo, y dejé parte del corazón allí, una porción más grande de la que ya tenían con ellos, desde siempre. Habían estrenado casa nueva, que ya habían llenado, por supuesto, con su vibra magnífica, a pesar de las terribles circunstancias.

Mi maestro estaba sentado en su sillón, asolado por la enfermedad, luchando con las sombras desde su mucha luz, junto al amor solícito, devoto, infinito, de Ivonne. Tuve que contener el llanto todo el tiempo. Tuve que respirar profundo. Tuve que desplegar mi propio inmenso amor, como un escudo, para mostrarme fuerte.

“Chinito, mira quién está aquí, quién ha venido a verte: ¡Rafaelito!, dijo Ivonne.

Yo me acerqué y lo besé en la frente, y le apreté la mano tiernamente, queriendo insuflar vida, parte de mi vida, sin dudar, en aquel hombre. Si hubiese tenido ese poder no hubiera titubeado un instante. De hecho, lo pedí con fervor, pero a nadie le alcanza tal poder. El levantó sus ojos, lentamente, y una leve sonrisa iluminó su rostro venerable.

Enseguida, balbuceó, con su humor habitual: “Estás gordito, pareces un dirigente de acá…” Yo traté de reír, no sé si lo logré. Otro no hubiera entendido su murmullo, pero yo sí. Yo era capaz de entender a mi profe aun si me hubiera hablado solo con los ojos. Yo estuve muchos años pendiente de sus labios, y mi futuro también estuvo allí. De modo que su enfática voz es la que más resuena, límpida, en mi cabeza. También su pensamiento.

Luego, señaló la TV, donde pasaban algo en Rusia Today, relacionado con Cuba. Como siempre: planes, loas, consignas… Él volvió a sonreír y, por un instante, sin bajar el dedo, volvió a ser todo él en la radiante majestad de su fino sarcasmo, de su vibrante inteligencia de jodedor cubano que solía hacernos reír a carcajadas, y me dijo: “¡De pinga!”

Yo contuve un sollozo y vi como volvía a apagarse, lentamente. A los pocos minutos, como si regresara de distantes regiones de sombra, abrió los ojos de nuevo, me vio, y otra vez,  al reconocerme, se encendió su semblante. Entonces dijo algo que yo ya sabía, de tantísimos años, pero que en esas circunstancias, donde el hablar era casi proeza, hizo que me flaquearan las rodillas del alma: “Rafe, te quiero mucho, mucho…”.

Y ya no fue posible contener mis lágrimas. ¿De qué modo? ¿Cómo? ¿Con qué fuerza? Me paré para disimular, y lo volví a besar. Me fui, tuve que irme, pero me quedé allí. Y creo que allí sigo, a su lado.

El Chino Heras, mi maestro, partió hoy hacia la inmensa Luz, a fundirse con ella, que tanto lo acompañó y envolvió en vida, pero en verdad la muerte no le pudo, ni le podrá.   Está a salvo de todo, incluido el tiempo, porque vuelto universo y sangre, compulsión y deseo, creatividad y talento perenne, vivirá en nuestros libros y en nuestros corazones a través de los años, y quizás, un poquito después. Nosotros, los elegidos, los monjes onelianos, los cachorros de león, nos encargaremos de eso.