He de confesar que he leído muchos libros en mi vida, he pasado las páginas de historias diversas y conocido múltiples formas narrativas; sin embargo, no me había topado todavía con una obra similar a El Conde Lucanor. Quizá se deba a que mi juventud no me incita a conocer historias escritas en la Edad Media o a que no me han fascinado novelas caracterizadas por, sobre todas las cosas, ofrecer enseñanzas a su lector y generar reflexión, como es el caso de Juan Salvador Gaviota, El principito y ahora este conjunto de cuentos. Sea cual sea la razón, no estoy seguro de ella. De lo que sí tengo plena seguridad es del valioso contenido que leer estas historias me ha aportado, motivo que amerita un análisis crítico desde el punto de vista literario y reflexivo.
Si hay algo que esta obra y su creador dejan muy claro, es su propósito moralizador, introspectivo y religioso. Lo comprobamos en el mensaje de los cuentos, pero, antes de ello, también lo vemos en el mensaje que nos deja el escritor: el prólogo. En este, don Juan Manuel destaca de forma explícita sus motivaciones e intenciones al escribir las fábulas que componen su libro. Y es que, desde el inicio, se hace evidente que el autor asume la transmisión de enseñanzas como una misión impostergable. Desde esa óptica, se puede considerar que el valor del material no solo se encuentra en la calidad y el mensaje, sino además en la bondad, humanidad y compromiso que tiene de trasfondo.
Es interesante ver la manera en la que está estructurado el libro. Son narraciones breves y con una secuencia narrativa prototípica: el Conde tiene un dilema y pide consejo a Patronio; este le cuenta una historia relacionada al dilema para luego darle el consejo requerido al Conde, que lo recibe de la mejor manera. Tras esto, se sale de la conversación de los dos personajes para pasar a un fragmento donde se menciona que al autor le pareció bien lo presentado con anterioridad, razón que lo motiva a colocar la historia en el libro y escribir unos versos que la resuman, los cuales concluyen y sintetizan la moraleja de la narración. ¿Pero qué es lo interesante? Sin lugar a duda, la verdad que nos muestra este modo de organización textual repetitivo. Y es que no se está colocando el valor en una intrincada y distinta narrativa para cada historia, pues lo que realmente importa es la lección que provee al lector. Don Juan Manuel no escribe con propósitos de ser reconocido ni exaltado por su trabajo. En su proceder hay humildad, voluntad para dar lo mejor de sí y un claro maestro detrás: Dios.
Negar que la devoción profesada por el autor no es pilar fundamental de la novela sería un acto de cortedad mental. Claro, no solo es la figura de este ser superior la que toma peso, sino también la religión —cristianismo, más que nada— y la Biblia. Para empezar, Dios es mencionado desde el prólogo y en muchos de los cuentos. Verbigracia, el décimo octavo aconseja aprender a confiar en la voluntad de Él porque aquella será por un bien mayor o para librar al hombre de un mal aún más grande. Los elementos que aluden a la religión cristiana se encuentran por todos lados y por el contexto en que fue escrita la obra —corona de Castilla, siglo XIV— también es una suposición obvia. Todo esto nos lleva directamente a la Biblia, de donde hay una inspiración diferente a las anteriores, ya que, finalmente, ni la religión ni el propio Dios son libros como sí lo es esta.
La Biblia, el libro sagrado del cristianismo, le enseñó a este escritor lo que él se propuso enseñar y ejecutó de forma similar. La manera en la que se dirige el Conde a Patronio y viceversa es parecida a la utilizada en los evangelios y las cartas a las comunidades cristianas; la forma en la que se menciona que a don Juan le agradó la historia es una referencia clara hacia La creación, del Génesis; y las historias de Patronio son contadas con recursos similares a los de Jesús con las parábolas. Este es un punto muy importante debido a que el Mesías hablaba en parábolas porque eran narraciones breves y de fácil comprensión, porque no todos lo entenderían con discursos complejos, porque lo importante era el mensaje. Justo esto es lo que ha intentado replicar don Juan. ¿Qué más breve, de fácil comprensión, poco complejo e importantizador del mensaje que una conversación como la que nos invita a leer para cada moraleja? Pareciera el equivalente literario de «a su imagen y semejanza», otra alusión al Génesis.
Quizá el aspecto más curioso de esta obra es la atemporalidad de sus consejos. Fácilmente, las exhortaciones que da Patronio a su amo pueden ser aplicadas en la actualidad, pues las inquietudes que aquejan al Conde están presentes todavía en la sociedad, en la cotidianidad. Es increíble cómo los consejos sobre el amor, las relaciones sociales, el modo de vivir y ver el mundo, las oportunidades, la confianza, la prudencia, el miedo y tantísimos otros tópicos son válidos y útiles hoy tanto como lo fueron hace más de 700 años.
Impresionantemente, cada una de las enseñanzas del material son resumidas en dos versos con rima. Simples, directos y esclarecedores, igual que las historias. Don Juan sabe que no necesita más para poder iluminar aquellas oscuridades que habitan la mente del hombre y aquejan su corazón. Y así como Dios con su infinito amor dio al mundo a su hijo unigénito para acabar con la oscuridad, Juan Manuel hace su acto de amor dejando como legado una obra que, a sus ojos, dará a quienes la lean una provechosa oportunidad de introspección para un bien mayor.
El Conde Lucanor es un recordatorio de que, aunque las maquinarias se modernicen, los gobiernos se desarrollen, la indumentaria evolucione, las tecnologías se actualicen, las naciones se unan o dividan, habrá una cosa de esta realidad que nunca cambiará: la humanidad. Tanto ayer como hoy, el hombre, de cierta forma, sigue atravesando las complicaciones que cuenta el Conde, y sigue necesitando el consejo que le da Patronio. Esta obra medieval, además de invitar a la reflexión del proceder humano y contar fábulas, nos hace ver nuestra simpleza y nuestra complejidad a la misma vez. Y es, más que nada, la constatación del poder de la literatura.