El escenario de horror vivido en República Dominicana entre 1930 y 1961, durante la tiranía de Rafael L. Trujillo, no se limita a los hechos de sangre. El régimen también destruyó el tejido social con algo más que balas, cuchillos o palos. Además de aplastar vidas, la mano dura de la dictadura servía de manopla que iba galleteando la confianza de las personas, dejando un lastre de inseguridad en las relaciones interpersonales.
A puerta cerrada (2012, Ediciones Torremozas, Madrid) de la escritora colombiana Nayla Chehade, abre los cerrojos en seis relatos de mujeres dominicanas golpeadas de ese modo. Ninguna de sus protagonistas son víctimas de asesinatos, pero cada una de ellas recibió una dura paliza al espíritu.
La autora de origen libanés, estudió una Licenciatura en Letras en la Universidad de Cali, Colombia. Realizó una maestría en estudios hispánicos en la Universidad de Río Piedras de Puerto Rico y tiene un doctorado en Literatura Hispánica Contemporánea de la Universidad de Wisconsin, Estados Unidos.
Chehade nos lleva al momento de los seis golpes. Elimina la distancia cronológica y coloca al lector en la sicología del terror, la ignorancia y la desinformación de ellas durante el asfixiante período. En los cuentos Trujillo está vivo o recién ha muerto. De todos modos, la mano dura sigue lastimando a la gente en sus espacios más íntimos de amistad, supervivencia o amor.
En La vigilia, el primero de los relatos con fuerte acento testimonial, la narradora cuenta la suerte de Serena, hallada sin vida en el convento de monjas donde se encontraba interna. A pesar de haber estado bajo el mismo techo del crimen, la relatora y su compañera de internado, Isaura, no se atreven siquiera a compartir sus respectivas suposiciones, más que con la mirada.
El prejuicio dominante dicta una sutil sentencia condenatoria contra la víctima del crimen. Así describe la alumna relatora a la novicia Eufrasia cuando les dio la noticia:
“Sus ojos fueron vagos y su gesto errático y quizás sólo Isaura y yo pudimos percibir la recriminación velada que anidaba en cada una de sus palabras de consuelo. Y, seguramente, también ella se desprendió sin esfuerzo de la viscosidad de las zetas y del silbido mojado de las ces de aquella franciscana ausente, para seguir pensando, igual que yo, dónde estaba Serena en esos momentos…”
Chehade hace una magistral descripción de los quiebres que sufren las dos alumnas, luego de un hecho que destruye las premisas de seguridad en el recinto de formación cristiana.
En La visita, una curandera da su propia versión del ajusticiamiento que, a decir de ella, lo leyó al propio dictador en las cartas. Luego de treinta años de solo mandar miserables apoyos a la provincia remota donde reside la hechicera, ella, víctima de la ignorancia, resucita al tirano ajusticiado como un ser mitológico. El cuento desmenuza la osadía de la ignorancia, mezclada con la melancolía de la pobreza extrema:
“Si no es mentira todo lo que se dice de él, yo nada puedo hacer y la verdad es que la tristeza de sus ojos sin fondo me dice que no hay esperanza para su espíritu, no señor, pero yo no soy como otros que maldicen su nombre y hace poco cayeron al piso poseídos por temblores y confundidos por el espanto cuando supieron la noticia de su muerte. Lo cierto es que ya no se me oscurece la razón para sentir que sin él somos menos de lo que éramos, porque no tenemos la ilusión de que alguien pueda estar recordándonos, cuando los chamizos se tuestan pasmados por el sol y la brisa se muere al nacer. Mientras tanto, nadie barre el polvo cenizo que entristece la calle y las moscas se comen el hilo muerto de los bombillos…”
En la historia breve “Para toda la vida” una prostituta describe desde una ética lastimosa, la cosificación de la mujer que ese sistema instauró entre las fuerzas militares que el dictador encabezó; y, en El Milagro, contextualizado luego de la matanza de Palma Sola de 1962, hecho ocurrido luego del tiranicidio, se evidencia el legado póstumo de la mano dura que no resiste ni la invocación de un mito religioso como presunta liberación y sacude la creencia considerada profana con sangre.
La prosa de Chehade tiene una cadencia que se adapta a la inflexión propia de cada uno de sus relatoras, la niña, la prostituta, la hechicera, la campesina, la dama de sociedad. Su conocimiento de la cultura dominicana es genuino, y resulta particularmente notable el modo en que sus historias se despojan del vicio con el que algunas novelas y cuentos regresan a esos hechos históricos a través de la ficción, porque los personajes solo son esbozos que se pierden en el relato.
No es el caso de estos seis cuentos. Con el uso de una prosa elegantemente poética, la escritora permite a sus protagonistas serlo. Cada una de las mujeres es un hablante lírico creíble porque los sentimientos y las externalidades son mezclas funcionales para comunicar la escena a través de ellas. Por ejemplo aquí:
“Le asignaron como habitación un pequeño cuarto de paredes de concreto y techo de zinc, que estaba situado en la parte trasera del patio. Allí transcurrieron sus noches y su escaso tiempo libre y allí también entrábamos Aurora y yo antes de que ella llegara, oíamos con gratitud el golpeteo intranquilo del agua en los días de lluvia y llegaron a sorprendernos los laberintos inesperados de nuestros trece años.” (Crónica de Simone)
“El acecho”, es mi relato favorito del conjunto. Me sofocó la ansiedad del hablante, y el tránsito de sentimientos de pasión por la aventura secreta hasta el descubrimiento de un crimen horrendo en las manos cuyas caricias la amante extraña. El delirio por el poder como fuente de placeres callados se encuentra de frente con su faz horrenda. En un tramo secuencial, la narradora atisba la decadencia del hombre que desea:
“No se dejó desilusionar cuando se dio cuenta del brillo cálido de la cara se debía al disfraz efímero del polvo con que se maquillaba antes de sus actos públicos y que la altivez de los hombros era un truco más de las hombreras del traje. Su voluntad de amarlo tampoco se torció al ver que las tinieblas imprevisibles de las gafas escondían unos ojos muertos y que las ondulaciones cálidas de la voz, eran, más que nada, producto de la magia del micrófono.”
Los dominicanos nacidos después de 1961, solo podríamos imaginar el grado de opresión vivido por nuestros padres y abuelos, desde su niñez. A pesar de ello heredamos la duda, y antes de hablar de valores democráticos, puesto que casi dejo de escribir esta columna convencida de que es inútil, cuando una oye a gente pidiendo mano dura, encontrarme con esta lectura me recuerda lo dicho por la también escritora libanesa Joumana Haddad en su visita reciente al país: “Escribir es un acto de resistencia”.
Escribo con entusiasmo sobre Nayla Chehade luego de leerla. Sus ocho cuentos, dos más relativos a su contexto familiar caleño, completan la colección, animan estas líneas para recomendar “A puerta cerrada”, disponible en Amazon (Aquí).
Nayla es la esposa de mi primo Diógenes Noboa. Ellos residen en los Estados Unidos, por lo que uso esta vía para saludarlos y agradecer a ella el rescate de esta columna de una mudez pasajera y por hacer suya la memoria histórica dominicana.
La autora es también ganadora del XXV del premio Ana María Matute de narrativa 2013, por su cuento “El nombre de las cosas” también disponible en Amazon en una colección con el título del cuento ganador de su autoría junto a los relatos finalistas.