Recuerdo vívidamente el día en que entré a aquella aula de la Universidad Nacional Evangélica, recinto Santiago de los Caballeros, como estudiante de Educación, mención Idiomas. Unos meses más tarde, cambiaría mi especialidad a Educación mención Letras, quizás impulsado por la pasión juvenil que me ardía en el pecho. Desde mis años en la primaria y la secundaria, cultivé una vocación profunda por la lectura, una devoción que me llevó a leer una y otra vez Don Quijote de la Mancha, luego las obras literarias de Juan Bosch, y más adelante, la inquietante Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, un libro que un profesor de lengua española, Máximo Barclay, me recomendó. Fue esa lectura la que, definitivamente, orientó mi vida hacia la escritura.

En esa aula universitaria, en medio de mis nuevos compañeros, conocí al dramaturgo José Adolfo Pichardo, un hombre que, a primera vista, parecía ser tímido y reservado. Recuerdo que me senté detrás de un joven llamado Railín Silverio, quien, con el tiempo, se convertiría en uno de mis más cercanos amigos y la mano derecha para desarrollar diversos proyectos literarios en la universidad. Juntos organizábamos tertulias literarias, lecturas de cuentos y poesía, y compartíamos nuestras inquietudes sobre el arte de escribir.

El-planeta-canta.

José Adolfo, sentado al frente de nosotros, aquel día en que entré a aquella aula de la Universidad Nacional Evangélica, nos observaba con atención mientras Railín y yo conversábamos. En ese momento, le estaba compartiendo mi entusiasmo por una novela breve que había escrito, aunque no recuerdo bien su título, ya que más tarde la perdí en el tiempo. Fue entonces cuando José Adolfo, interesado en mi relato, me preguntó con voz tranquila pero profunda: “¿Tú eres escritor?”. Esa pregunta me sorprendió, y antes de responder, me quedé pensativo. Al fin, tras una breve reflexión, respondí afirmativamente, algo que me llenó de una mezcla de inseguridad y orgullo. Entonces, él, sin perder su tono cordial, me hizo otra pregunta: “¿Y qué escribes?”. Le mencioné que escribía novelas, aunque, confieso, en ese momento no entendía completamente la estructura que define a una novela. Lo que para mí era una novela, para un escritor experimentado como él, no era más que un cuento largo.

A partir de ese encuentro, José Adolfo Pichardo se convirtió en mi maestro, no solo en el arte de la escritura, sino en la vida misma. Quien tenga, o, haya tenido la fortuna de conocerlo sabe bien la clase de ser humano que es. Es un hombre cuyas enseñanzas no se limitan al ámbito literario, sino que abren las puertas a una filosofía de vida que trasciende lo puramente académico.

A lo largo de los años, he llegado a admirar profundamente su enfoque auténtico sobre la escritura. Es uno de los pocos escritores nacionales que, lejos de preocuparse por los reconocidos premios literarios, se dedica con pasión a su oficio, sin buscar la aprobación de los jurados ni dejarse atrapar por las redes de la política literaria.

Gerson Adrian Cordero y José Adolfo Pichardo

José Adolfo es un autor cuyo talento ha sido reconocido tanto en el país como en el extranjero. Sus obras no solo se han representado en escenarios fuera de nuestra nación, sino que han sido traducidas a otros idiomas. No es raro escuchar a estudiantes y escritores hablar de sus obras, pero no porque él busque auto-publicidad, sino porque lo bueno, lo genuino, encuentra su propio camino hacia el reconocimiento. Cada vez que converso con él sobre los premios nacionales de literatura, le animo a participar, especialmente en las categorías de teatro o poesía. Lo hago sabiendo, con cierto pesar, que en ocasiones estos premios no se otorgan en función del talento, sino de intereses que van más allá del mérito literario: la cercanía con los jurados, afinidades políticas, o la constante presencia en eventos culturales y redes sociales.

A pesar de las dinámicas que rodean estos concursos, cada año le insto a que participe, con la esperanza de que algún día se reconozca su vasta trayectoria. Sin embargo, él, con su característico sentido del humor, siempre responde: “Sí, el año que viene voy a concursar”. Y al abrirse la convocatoria, le pregunto nuevamente: “¿Ya preparaste tu obra, Adolfo?”. Y su respuesta sigue siendo la misma: “Lo voy a dejar para el año que viene”. Así llevamos años, y aún no se decide a dar ese paso.

Hace poco, reflexionaba sobre el hecho de que, si en algún momento se otorgara el Premio Nacional de Literatura a escritores como Máximo Vega, Enegildo Peña o José Adolfo Pichardo, nadie podría objetar tal decisión, porque quienes conocemos sus carreras sabemos que esos premios se habrían ganado por mérito y no por favores. Lamentablemente, la realidad de muchos de estos premios no siempre sigue ese principio. Ojalá que en el futuro cercano, algún día, se premien a autores verdaderos, aquellos que están en la cúspide de su carrera, sin importar los intereses detrás del telón. Y si el 26 de enero se otorga finalmente el Premio Nacional de Literatura a un escritor digno, esperemos que sea alguien cuya obra esté en plena madurez y que su carrera hable por sí misma.

La vida de escritor es un viaje lleno de aprendizajes y desafíos. Sin embargo, me siento afortunado de haber cruzado caminos con figuras como José Adolfo Pichardo, cuya sabiduría y ejemplo seguiré por siempre.