“Estamos en campaña porque hay votos que salvar” (enunciado parodiado de un cántico religioso)

Agotado un cuatrienio gubernamental, siempre retorna la campaña electoral, con la fidelidad con que retornan los años bisiestos. Una campaña que, como siempre, tiene su color local muy particular, pues nuestros procesos electorales son muy suigéneris. Están entretejidos de matices, con sus luces y sombras. Menos lo primero que lo segundo.

La campaña proselitista desnuda lo peor de lo que nos constituye como pueblo. Sobre todo, desnuda el cinismo y la doblez de nuestra clase política. Ya hasta hemos perdido la capacidad de asombro frente a un liderazgo político lleno de baches éticos y de incoherencias de todos los tamaños. Los discursos son variopintos, y algunos lucen anacrónicos y desfasados. Hay quienes siguen apostando a la modernidad, pero su edad, su trayectoria y su desgaste dentro del sistema nos hacen recordar una canción de Silvio Rodríguez y un pasaje bíblico. La cita bíblica está contenida en los Evangelios y advierte sobre el desatino de echar vino nuevo en odres viejos. La canción de Silvio se titula “La maza”, y se refiere a algo similar. Es una advertencia a que no nos dejemos confundir por quien no es más que “un servidor de pasado en copa nueva”. Realmente, hay pocas novedades en las ofertas electorales. Las cúpulas de los partidos pocas veces se renuevan y los candidatos a cargos electivos siempre son más de lo mismo: una vulgar comparsa de rostros conocidos, o un desfile de máscaras que ya a nadie sorprende.

Hay muchos aspectos para analizar la presente campaña política, que en lo sustancial no es distinta a las anteriores. Y para hacerlo voy a valerme de una canción compuesta por la cantautora hispánico-venezolana Gloria Martín; se titula “El Candidato”. En nuestro país se conoce en versión de merengue, interpretada por la orquesta de Wilfrido Vargas, en la voz de Manuel de Jesús, reconocido por haber sido la voz principal del colectivo musical Expresión Joven, bandera de la música de protesta en los gloriosos años setenta.

La canción no puede ser más certera en su crítica a la demagogia de los políticos y en la descripción del desamparo del pueblo, siempre burlado en su buena fe por esos mercaderes de la política, que cada cuadrienio reaparecen con sus ruidosas ofertas, siempre incumplidas, mas prometidas una y otra vez.

Gloria Martín.

Todo el texto de la canción es una descripción dual: por un lado, se describe al político (en singular, aunque por el efecto de la sinécdoque implica a toda la clase política), y por el otro, a la masa de votantes que conforman el pueblo. Aquel, el político, es la viva representación de la hipocresía y la falsedad; éste, el pueblo, es la dolorosa estampa del cándido engañado.

No importa de qué clase o grupo social provenga, el político dominicano presenta una condición estandarizada: sobresale por ser marrullero, desmemoriado (o de memoria selectiva), pragmático, vividor, arribista, oportunista, demagogo, palabrero, simulador, elusivo… Hasta los que se venden como “atípicos” terminan siendo “más de lo mismo”. ¿Que hemos tenido políticos honestos? Sí, pero rara vez han resultado exitosos. Históricamente, la mayoría nunca pudo alcanzar una posición en el Estado porque su ética no armonizaba con el “todo se vale”, que es la doctrina a la que se adscribe la mayoría. Estos vendedores de quimera, cuando alcanzan una posición pública terminan convencidos de que “el poder es pa’ usarlo”, como una vez afirmó un “gorilesco” diputado, de cuyo nombre es mejor no acordarse.

Una de esas condiciones, que enlisté más arriba, que es bastante común a nuestra fauna política, es la desmemoria. Gloria Martín la recoge en la primera estrofa de “El candidato”:

Un candidato es un señor

que ofrece siempre lo mejor,

y que está a punto de sufrir

total amnesia.

Esa amnesia (pérdida de la memoria) es lo que le permite ofrecer “villas y Castillas”, a lo largo y ancho del territorio donde se postula, pues está muy consciente de que no cumplirá sus ofertas; y no hay nadie que llegue más lejos en el ofrecimiento que aquel que tiene por seguro no cumplirlo. Es por eso que:

Cuando mañana, si es que gana,

hará lo que le dé la gana,

dejando atrás mil infelices

con cuatro palmos de narices*.

(*Palmos de narices: expresión que significa frustración, desengaño, desaire. Dejar a alguien con un palmo de nariz equivale a dejarlo plantado, burlado).

Luego viene el lamento del cantor:

Y así, ay mi pueblito,

pa' dónde vas.

Sombra clavada:

ni pa’lante ni pa’trás.

El uso del diminutivo (pueblito) para referirse al pueblo no tiene nada que ver con su extensión poblacional o territorial y mucho menos es peyorativo; más bien connota un valor afectivo de ternura y compasión hacia el pueblo pobre y sufrido, que padece las injusticias de los poderosos y el olvido de los políticos, y que parece condenado al inmovilismo.

Retomando el sentido de la estrofa anterior, en la siguiente estrofa la compositora expresa su solidaridad con el pueblo:

Cuando no sirve la canción

porque en la mesa falta el pan

no sé si darte el corazón,

no sé si darte alguna flor.

Como ella es también parte de esa masa oprimida que llamamos pueblo, y no una voz distante que expresa una falsa solidaridad, le ofrece otros dones que, aunque no satisfarán las apremiantes necesidades del estómago, son muestras del más entrañable afecto: simbolizado en la entrega del corazón o de una flor.

El estribillo, dos frases breves que se repiten varias veces seguidas, y en distintos segmentos de la melodía, es como un remarcamiento de la condición de inamovilidad en que se encuentra el pueblo. Cada proceso electoral, o mejor, electorero, concluye, dejando al pueblo “con cuatro palmos de narices” y en una especie de stand by, lleno de expectativas insatisfechas que, como dice el poeta Héctor Incháustegui Cabral, en su “Canto triste a la patria bienamada”: “quedarán por los siglos de los siglos”. Es el sempiterno estribillo del desamparo:

Ni pa’lante ni pa’trás.

El político criollo es palabrero. En sus discursos caben todas las promesas. Son cántaros vacíos, que suenan mucho, mas no contienen más que oquedad.

De palabras nos valemos

y por siempre inútilmente;

de palabras nos valemos

para engañar a nuestra gente.

La campaña electoral es como una gran fiesta, llena de colorido y euforia. En ese momento nadie sobra: todos importan, porque cada uno representa un objeto que todos los políticos codician: el voto electoral. El proceso que culmina en las urnas es, pues, la gran “fiesta de la democracia”, como proclama la demagogia disfrazada de humanismo. Pero una vez concluye, cuando se apaga la gran maquinaria electoral de todos los partidos, se convierte en la gran estafa. Entonces llega la resaca. Y el pobre, que por unos meses se convirtió en mercancía muy demandada, vuelve a devaluarse en el mercado de la oferta y la demanda. El derroche tiene su alto costo y al final todos cargamos con la cuenta. Consecuencia: la pobreza y las desigualdades se acrecen. La canción “Fiesta”, de Serrat, resulta oportuna dentro de este contexto:

Y con la resaca a cuestas

vuelve el pobre a su pobreza,

vuelve el rico a su riqueza

y el señor cura a sus misas…

Y Gloria Martín, por intermedio de Manuel de Jesús, nos habla de las desigualdades, que se acentúan y se reconfirman de cuatrienio en cuatrienio y que se refleja en la mesa, donde los pocos se sirven mucho y a tiempo, mientras los muchos se sirven poco y con retrasos:

No todos somos iguales,

es el mal de nuestra gente:

casi todos comen frío

y un grupito bien caliente.

El candidato siempre está de buen humor. Tiene bien ensayada sus poses para sonreír siempre que sea propicio (y siempre es preciso sonreír cuando se busca vender una imagen y ofertar un programa). Recorre todo el país (si es un candidato nacional) o una parte del territorio (si es un candidato provincial o municipal) en un tour donde pone de relieve su solidaridad de hojalata, su altruismo de oropel y su empatía de plástico para con los marginados.

Un candidato es un señor

viajando por el interior,

buscando el modo de vender

una sonrisa.

Llamando a la puerta del pobre,

pues no hay voto que le sobre.

Mañana el pobre es un recuerdo

y si te he visto no me acuerdo.

Al final de la mascarada, las víctimas del engaño se percatarán de que no es lo mismo mayo que agosto, porque lo que en mayo florece en oasis de sonrisas, en agosto se vuelve desértico y rocoso como arenal de duna. Nadie ignora que es así, pero la memoria del pueblo es tan escurridiza y débil como la voluntad de los oferentes políticos al momento de honrar la palabra empeñada. Y como cuesta tanto aprender la lección del desengaño, cada cuatro años resonará en la conciencia de los que han despertado el viejo estribillo:

Ay, mi pueblito, pa’ dónde vas.

Sombra clavada, ni pa’lante, ni pa’tras…

El merengue concluye con esa reiteración un tanto derrotista. La imagen de un pueblo afectado por el inmovilismo, que no retrocede, pero tampoco avanza. No obstante, es bien sabido que los pueblos sí avanzan, sólo que lo hacen de a poquito, lentamente. De día en día, algunos van despertando del letargo en que han vivido y acaban desertando del rebaño. Un cliente menos para el político, del que ya no se es un militante incondicional.

Nuestros procesos electorales, teñidos de folklorismo y espontaneidad, apelan a la emoción fácil, nunca a la reflexión. Por eso nuestros políticos recurren al decorado y el maquillaje, a lo que fácilmente impacta la sensibilidad del receptor, que es el pueblo. Sus discursos pueden resumirse en el título de la famosa comedia de Shakespeare: “mucho ruido y pocas nueces”.  Pero más allá de la voluntad de los líderes políticos, a los ciudadanos votantes nos corresponde reflexionar para dejar de ser tan vulnerables al engaño. Para no pasarnos la vida corriendo de aquí para allá y de allá para acá, detrás de colores, banderas, eslóganes y siluetas que no nos representan, que sólo sirven para encumbrar egos y catapultar ambiciones.

Nota

El merengue “El candidato”, de Wilfrido Vargas y Manuel de Jesús, lo pueden escuchar en YouTube clicando el siguiente enlace:

El candidato