Escribir sobre Rafín es complicado.
El murió en este 2023. Me enteré por El Truckson, Carlitos Velázquez, y de inmediato me inundó una pena muy profunda. La gente se muere, cierto. Pero eso no quita… coño, yo me entiendo.
Y es que, ¿con cuál me quedo? ¿Con aquel que apela a mis primeros recuerdos de niño imberbe de la Ciudad Nueva de los años 70? ¿O con el Rafín sometido al rigor periodístico que me llama desde esa edad de híper productividad que eran mis años de décadas posteriores, ese que me impulsa a saber su nombre, fecha de nacimiento, paritcularidades de su vida, cosas de él?
Lo mismo con las Pagán, sus tías.
O su madre, una ausencia presente que dejé de cuestionar cuando aún era muy joven.
¿Quién es la mamá de Rafín?, racionalizaba yo ante mi abuela Moló, quien invariablemente me daba una respuesta muy similar a la que me daba tía Memé (su hermana), o mi madre: no preguntes, son cosas que sabrás en su momento. O la frase preferida de mi abuela: hay misterios en la vida. Con lo cual yo quedaba menos que satisfecho.
A pesar del oficio, de los libros consumidos sobre teoría periodística y de estilo (el de United Press me marcó de manera fehaciente), nunca me consideré un periodista en rigor. A pesar de haber ejercido en sus lides, precisamente por saber lo que revestía ser un periodista, por haber nacido en esos turbulentos años 70, no podía considerarme a mi mismo como uno. Yo siempre fui ese que peleaba en el margen, ese outsider que libraba sus batallas a lo interno de su medio.
O sea, que la pregunta se contesta a sí misma, y lleva a otras preguntas para las que uno tiene una respuesta: esas ficciones de vida que nos aporta la memoria, el recuerdo, y ese conocer parcialmente desde un punto de vista (el de un niño) a personas que lo marcaron desde siempre.
Como suele suceder… no nos engañemos.
Rafín era sobrino de Yuya y de Negra. Yuya era blanca como la nieve, su pelo terso parecía una continuación de su piel, que a su vez contrastaba con sus ojos de un cristalino que solo puede dar la edad y la experiencia. También la bondad. Negra era eso, una negra pequeña y generosa, mal hablada y dura de oídos, a quien le fascinaba “tirar agua”, cuando se pensaba que la única forma de lavar una casa era de forma que interrumpiera el paso de los viandantes a horas imtempestivas del día.
Habían dos presencias fugaces en ese hogar, que estaba a una casa de por medio de la de mi abuela. Aquello sucedía en la calle Estrelleta. El cuadrante era formado por la Pina, hacia el este, la Beller, hacia el sur, y la Padre Billini (donde vivía yo) hacia el norte. Las presencias eran las que siguen: Cotica, la viuda de Gregorio Urbano Gilbert, una señora de un humor devastador y simpatía contagiosa, y José Manuel, un hermano de Negra, Yuya y Cotica de residencia no conocida que había sufrido de un derrame cerebral y nos regalaba, cuando no estábamos en edad de ello, de toda una sarta de cuentos plebes y aventuras sexuales suyas y de mujeres de (de acuerdo con sus palabras) baja calaña sucedidas años antes, “cuando Trujillo”.
José Manuel siempre aparecía en horas de la tarde. Cotica no tenía hora, creo que por la cercanía de su vivienda (la calle Palo Hincado).
Lo que impresionaba a cualquiera, y ciertamente a mi, era la limpieza de esas casas. La de Negra y Yuya Pagán era (es) una casita de madera que tenía, en aquel entonces, una habitación separada del resto y alquilada a una oficina de Alcohólicos Anónimos que siempre, salvo escasísimas excepciones, vi cerrada. La casa tenía una distribución republicana y era pequeña. La ausencia de cielo raso, y la proliferación de plantas tanto en el interior como en el patio, le prestaba frescos. En aquel entonces, una casa tenía que tener matas, era una expresión de la sensibilidad que había en ella. La casa de las Pagán estaba coronada por un mezzanine encima de la cocina, utilizado por ellas como un espacio de desahogo. El parchís se jugaba en la puerta que daba al patio, desde el comedor, y era un rito silencioso donde solo se oía el lance de los dados y sus caricias sobre el cartón, el deslizar se las fichas, siempre sutil, con la lentitud de un fantasma, y las manos de ambas, unas marrones, tostadas, regordetas, las otras delgadas, blancas como la nieve, contaban de doce en doce los pasos de los indicadores sobre el tablero.
Me fascinaba verlas jugar. Allí aprehendí cómo contar. Con cinco se sacaba. De ahí al primer punto de seguridad habían siete pasos. De ahí al segundo habían cinco. Luego al tercero… que habían cinco más. Y así.
Eso, y los guineos.
Los guineos (que se robaba Rafín en ocasiones, en otras era yo el ejecutor) en la nevera siempre bien organizada y limpiecita, siempre frescos, de un dulzor extravagante, y entonces Rafín me decía “tenga mi Capitán”, y marchaba detrás de mi, a pedir café en todas las casas donde esto era posible, incluyendo la de mi abuela, que nunca cerró su puerta.
Porque en esa época nadie cerraba su puerta.
¿Para qué?, decía mi abuela, “si nadie nos va a robar”.
Y así era.
Esa casita que Negra mantenía como una de muñecas. Impoluta. Porque Negra era el brazo ejecutor. Yuya, más contemplativa, dedicaba parte de sus días a orar, a leer El Aposento Alto, y en las tardes, todas iban a la Iglesia Evangélica Dominicana.
Todas: Yuya, Negra, Cotica… aparte de Carmela (tía Memé), y doña Mariquita.
Todas ellas, custodiadas por Rafín.
Un loco manso (así le decían) que lo único que hacía era reírse y tomar notas en una libretita diminuta que guardaba en el bolsillo de su camisa retro (Rafín vestía retro dentro de lo retro que éramos todos), coronada por tres lapiceros, los cuales (tanto libreta como lapiceros) nadie podía tocar.
Su risa.
La recuerdo como ahora.
Estridente. Llena de metales. Gozosa. Repleta de felicidad. Plena. Exuberante. Un abanico de matices que luego, iban a descansar detrás de una sonrisa que, yo percibía, avisaba un abismo de lucidez. Como solo la sonrisa de un demente en este mundo de verdaderos locos puede ser. A veces yo pensaba que Rafín era el único cuerdo. A veces, casi siempre, yo quería meterme en esa cabeza perfectamente redonda y que iba poniéndose más blanca, para ver, a través de sus ojos verdísimos, de su piel blanca, lo que él veía.
En esa época, estábamos rodeados de locos. Y no lo digo en mal sentido. Lo digo porque no me queda de otra. Estaba Haney, en la Beller, entre Estrelleta y Pina (que aparecía de vez en cuando bailando en el frente de Johnny Ventura y su Combo Show). Estaba Lindín Boquejobo, con su esposa Flérida, en la Carbonera de la Pina. Estaba Fremio, que luego no tenía residencia (oí que se enamoró de Lissette Selman o Zaraida de Marchena, no recuerdo bien cual de las dos, y se mudó a las inmediaciones del Canal 7, en la Feria, cuando una de ellas era locutoras allí). Estaba Papote, más hacia el interior de la Zona Colonial (era agresivo), y Mario, un adolescente grande y hediondísimo que estaba afisiao de Beliza, en El Conde, en las instalaciones de R. Esteva, donde trabajaba mi madre, y que mostraba el efecto de una erección portentosa y perpetua donde quiera que iba.
Recuerdo estos locos, y me parece que, racionalizándolo un poco, la Era de Trujillo, la ausencia del reconocimiento de la locura como una enfermedad tratable más allá del confín familiar (donde, en el caso de Rafín, el amor mantenía a raya a la monstruosidad), aparte de la ausencia de una gestión de Salud Pública para el pueblo dominicano verdadera (todos sabemos el desorden y la poca institucionalidad que hay allí), daban al traste con todo panorama de salud mental que pudiera haber.
El Dr. Zaglul no podía llegar tan lejos, después de todo.
A Rafín podían preguntarle su edad en distintas épocas de su vida. El fue compañeros de juego de mi madre. Luego lo fue mío. Sumando, es algo parecido a un camión de años. Sin embargo, no envejecía… o bien, siempre fueron viejos, tanto él como las Pagán. “Tengo 42 años… de pendejo”, decía, para reírse estruendosamente.
Frecuentemente, mi madre le cantaba estrofas de canciones de cuando ambos eran pequeños. Rafín invariablemente terminaba lo que mi madre empezaba a decir… así era su memoria musical.
Recuerdo una ocasión en que mi prima María del Carmen Pina había ido con su hijo Cristian a visitar a su padre, mi tío Raudo, que había ido a recular a la casa de mi abuela después de años de matrimonio. A la despedida, ya en su carro, todos en la calzada de la casa, Cristian sacó el cuerpo y dijo adiós. Mi tío, haciéndose el simpático, le dijo: adiós, pariguayo. El niño, ingenuo, le dijo: ¡adiós, mariconazo!, ante lo cual todos nos deshicimos en risas. Pero lo que puso frenético a tío Raudo fue la risa de Rafín, una carcajada por encima de nuestras risas, que pareció llenar de fuegos artificiales el cielo azul de verano.
Coño, echa pa´llá loco de mierda, le dijo, a lo que Rafín ripostó con una renovada salva de risas.
Rafín… las Pagán.
Si ombe.