Siempre que llega junio -imprescindible su luz y su memoria- regresa mi inolvidable amigo Rafael Valera Benítez, patriota y poeta, dominicano excepcional que me prestigió con su amistad desde que regresó al país tras la apertura del gobierno del don Antonio Guzmán, ya diputado ante el Congreso Nacional y vicepresidente del organismo por méritos propios reconocidos por el también inolvidable Hatuey De Camps Jiménez.
La primera vez que visité su casa, en la Casimiro de Moya de Gascue, casi frente al antiguo Lucky Seven, empezamos el atardecer hablando de poesía y citando de memoria a los grandes poetas clásicos, y así mismo nos sorprendió el sol porque a eso de la medianoche desapareció la llave de la casa y Fefé dijo entonces que de aquí no se va nadie y veremos como salimos en la mañana, pero que había picaderas y tragos como para pasar varios días con sus noches hablando, recitando y leyendo de buena poesía
Entonces yo conocía poco de su historia, la proeza de aquel hombre-historia de voz estentórea, quien había tenido la valentía y el arrojo de convertirse en un verdadero héroe por convicción íntima y propia. Lo busqué porque había leído unos sonetos suyos cuyo lirismo y perfección me estremecieron y aun me estremecen y conmueven profundamente porque son de los mejores y más hermosos que se han escrito en el país.
Si algún poeta dominicano significa o representa la pasión en su más alto grado ese es Rafael Valera Benítez, aunque su obra poética no es amplia, pero sus poemas contienen una fuerza telúrica reveladora. Era un deslumbrante maestro del soneto y, cuando escribía versos libres, siempre versículos que recuerdan a Whitman o a Claudel, la musicalidad avasalladora de sus páginas es como un volcán ciego, río de lava quemante que fluye hasta reencontrarse y reconciliarse consigo mismo.
Hombre certero de incuestionable valor y sensibilidad personal, auténtico aun en el error, su vida como su poesía fue una lucha con los contrarios, una íntima batalla de esas que solo se abandonan con la muerte; estaba hecho de la misma materia de los héroes, entregado a todo aquello que creía justo, con su brillante e inspiradora lucidez.
El domingo 13 de mayo del 2001 me desperté a media mañana y fui a mi estudio a encender la computadora para leer los diarios, al instante recibí la puñalada: Murió Rafael Valera Benítez, decía el diario en primera plana. El poeta patriota había muerto el sábado 12 como consecuencia de los atropellos debidos a un accidente en el garaje de su casa. Irónica es la vida, me dije, no murió en la 40, donde fue torturado sin piedad, ni en los combates que siempre libró en su vida, y ahora muere un hombre de tanto valor atropellado por el olvido. Saqué sus libros de un estante y leí y releí sus sonetos y lloré con rabia porque debido a mi quebranto de ese momento no podría despedirme de mi gran amigo, mi tercio, mi contertulio, aquel a quien admiro y respeto cada día más y a quien releo y recuerdo casi con devoción.
He dado forma estos recuerdos, digamos que recurrentes en vida, para solicitar al ministerio de Cultura que dedique la próxima Feria del Libro a este hombre singular, excelente poeta y patriota incuestionable. Fefé Valera Benítez merece todos los homenajes y reconocimientos del mundo, todos los lauros, todas las lujosas ediciones de su poesía completa (que no se ha hecho) y dedicarle la feria del libro sería solo un pequeño reconocimiento de los tantos que merece. Quien no lo crea, que lea este soneto:
Quedó la calle sola. Y queda sola / en la noche la estatua y el rocío / es su música ténue y es el frío / la palabra desnuda en cada ola…. / Sigue muda la calle y sin corola / cada flor a la estatua trae un río / de perfumado miedo y desvarío / por la noche en la calle muda y sola…. / Estatua, noche, calle, madrugada: / Todavía en la sombra perfumada / un hermoso terror se siente apenas… / Cuando escapa la calle de la noche / y deja al sueño en vilo, sin reproche, / vigilando la estatua en nuestras venas.