En definición de Paul Muldoon «un poeta es producto de su tiempo y trata de entenderse a sí mismo en ese tiempo». Partiendo de esta enunciación, y cambiando el termino poeta por narrador, podríamos decir que Pedro Peix fue producto de su época y que la vivió y la escribió desde el centro mismo del torbellino.
Es necesario conocer un poco de los avatares vitales de este creador para entender esa visión nihilista e irreverente que tenía de la sociedad en la que vivió.
Pongo acá unos brevísimos datos biográficos antes de continuar con la justificación de la cita de Paul Muldoon:
Pedro Ramón Fernández-Peix Pellerano, nació en Santo Domingo en 1952, ciudad en la que falleció en 2015. Hijo del periodista y diplomático Pedro Fernández Peix y de María Isabel Pellerano, de cuyos remotos orígenes hablaba refiriéndose sobre todo a un pirata de larga cabellera que era «orgiástico y sanguinario, bebía en garrafa y consumía opio mientras le cosían las heridas, pero también escribía versos en su bitácora».
Peix fue un creador provocador e irreverente y esto le costó estar en el borde en una sociedad en la que ser diferente es una maldición. Y desde allí construyo una de las obras más potentes y transgresoras de la literatura vernácula, con la que traspasó en forma y fondo los límites de la creación literaria. A finales de los años setenta y mediado de los ochenta se convirtió en protagonista del quehacer literario y cultural dominicano.
Como apunta José Rafael Lantigua «en ese momento, Pedro Peix está ya en la cresta de la ola. Es objeto de la atención crítica, lectura obligada de su tiempo, centro de discusión». Y a pesar de los conflictos que también genera sigue quebrantando lo establecido. «El aire sesentista lo arropa, pero su debut es en los setentas y los ochentas es su jubileo», destaca Lantigua.
Y a la par que construía una de las obras más originales de la literatura dominicana iba creando también una leyenda a su alrededor: la del último dandi paseando elegantemente vestido, a pesar del calor inclemente del trópico, por la calle El Conde con su espesa melena erigida como una torre sobre su cabeza, con aire de niño perdido desandando sus pasos entre una muchedumbre a la que era indiferente, pero a la que no dejaba indiferente.
A pesar de la originalidad de su obra murió sin recibir el Premio Nacional de Literatura, y no hay otra razón que la de nunca haber hecho lobby para conseguirlo. Presumible es que su sentido dieciochesco del honor y conocer su propio valor como escritor, y el de su obra, no lo dejaran asumir la indigna posición de mendigar un premio que tenía merecido y ganado muchos años antes de su fallecimiento.
Su obra está compuesta por los libros de cuentos Las locas de la Plaza de los Almendros, La noche de los buzones blancos, Los despojos del Cóndor, Pormenores de una servidumbre, El fantasma de la calle El Conde y un puñado de relatos publicados de manera dispersa y recogidos póstumamente en Los muchachos del Memphis; el poemario El paraíso de la memoria; las novelas El placer está en el último piso, El brigadier o la fábula del lobo y el sargento; La tumbadora, Contracanto para insurgentes y retadores, (inédita), El paradoxer: demolición de la noche, (inédita), y El clan de los bólidos pesados; compiló además dos antologías imprescindibles para entender la literatura dominicana del siglo xx: La narrativa yugulada y El síndrome de Penélope en la poesía dominicana, junto a Tony Raful. En el año 2006 la Editora Nacional del Ministerio de Cultura publicó El amor es el placer de la maldad, que reúne 58 cuentos.
Volviendo a la frase inicial de este texto, y para ejemplificar esto, escogí entre su vasta obra, La tumbadora (Santo Domingo: Editora Nacional, 2022), con la que obtuvo el Premio de Novela Biblioteca Nacional en 1985, en la que Peix radiografía lo más sórdido de la sociedad dominicana. Narrada en segunda persona y a caballo entre el fin de la Revolución de Abril e inicios de la década del 80, Peix se mete en dos mundos que son casi lo mismo: reinados de belleza y prostitución.
Y desfilan por acá personajes del backstage de la noble y rancia sociedad capitaleña: el organizador de concursos de belleza, que descubre talentos para la pasarela y para la cama; el policía de civil que rompe las reglas y que vive de cabaré en cabaré, de barra en barra y de cama en cama; el cuero rejugado que solo da placer por dinero, aunque finja o sienta amor; la muchachita vagabunda camuflada en mosquita muerta. En fin, un variopinto coro de personajes que viven al borde, sobreviviendo a la vida misma y a sus bajos instintos.
Peix escribe, con una crudeza propia del «Realismo Sucio» (sobre todo en el afán de mostrar la vida como un hecho real, lejos de todo romanticismo e idealización), una historia que, escrita presumiblemente a inicio de los 80, tiene una actualidad sorprendente en cuanto al uso de la estructura narrativa (polifónica, uso de la segunda persona), recursos (referencias musicales y el uso del pentagrama musical) y el uso de un lenguaje de la calle, vulgar, desagradable a veces, pero necesario para desentrañar toda la suciedad que hay a nuestro alrededor y que escondemos, como basura, bajo el tapete de la «(doble) moral y las buenas costumbres».
Se mueven estos personajes por escenarios ya habituales en el universo narrativo de Peix: desde la calle El Conde («la terminal del infierno», como escribiera años después), con su Palacio de la Esquizofrenia y su fauna de locos y soñadores hasta los «cabareses» de la parte alta pasando por Los Mina y sus bocinas desde las que sale la música que es banda sonora de los barrios de la ciudad y la calle Mella y sus comerciantes turcos de los que queda ya poco rastro.
Y la música, en este libro, es un elemento primordial que sirve de banda sonora pero también para resaltar acciones de los personajes y utilizada de una forma novedosa (con figuras del pentagrama en la página) en nuestra tradición, recordando que, aunque fue publicada recientemente hablamos de un libro escrito hace casi cuarenta años.
En La Tumbadora no solo se ambienta con música el cabaré o la barra, además se recalca el discurso narrativo, para muestra este diálogo:
«—Y creálo (sic), caballero, no porque sea mi hija, pero ella es una vedé completa, por dentro y por fuera, con solo decirle que canta cualquier canción que le pidan y hasta sabe imitar a Libertad Lamarque y a Iris Chacón, ya ve lo variada que es la muchacha. Eso sí, en su casa es de lo más tranquila; todo el mundo la quiere por el barrio, y no hay quien deje de saludarla por la calle».
Y acto seguido coloca la imagen de un pentagrama musical y la frase: “¡Mírala cómo camina, Toño!”, extraída del popular merengue Fiquito y Toño de Johnny Ventura. Esta estructura, canciones después de los diálogos de una conversación, se usa a todo lo largo y ancho de la novela.
Desfilan por acá figuras reconocidas de la música que han sido parte de esa nostalgia sonora que nos acompaña: desde Frank Sinatra, José José y Julio Iglesias hasta Musiquito, Iris Chacón, El Combo Show y Fernandito Villalona.
Sin duda, y con esa maestría que le caracterizó, Peix desde esta brevísima novela mete los dedos en las heridas de una sociedad que apenas se recupera de la Guerra de Abril y en la que la perversión y la doble moral sigue agazapada en los callejones y, aun cuarenta años después, nos acecha.
Nota:
Este texto fue publicado en Reservas. Arte y Cultura., n.° 3, diciembre 2022, págs. 8-12; Contiene un fragmento de «Pedro Peix, desde “la terminal del infierno”», autoría de quien suscribe, y publicado en País Cultural, año XVI, n.° 01 (Tercera época), noviembre 2020, pp. 27-30.