La principal dificultad de ser uno mismo no es ni ese verbo SER al que uno conjuga a sabiendas de que otras personas, al hablar acerca de nosotros, también lo conjugan, a veces con alevosía, otras aviesamente, pero casi nunca con verdad.

Tampoco reside esa dificultad en el atributo de ese verbo al que uno tiende a asignarle valores tanto sustantivos como adjetivos: hombre, mujer, dominicano, buen mozo, inteligente, capitaleño o vegano, etc.

De hecho, la principal dificultad de ser uno mismo viene dada por la radical incomodidad en que nos encontramos cada vez que el lenguaje nos obliga a abandonar ese estado casi paradisíaco que es el anonimato profesional, la distancia profesoral, la asepsia científica, etc., para convertirnos en el referente del sujeto gramatical de cualquier oración cuyo sujeto sea uno mismo o cualquiera de sus sustitutos gramaticales, o sea, yo, me, mí, conmigo, el abajo firmante y por qué no, el susodicho, aunque en ninguno de esos casos la cosa se hace tan grave como cuando ese sujeto gramatical asume la forma de nuestro nombre propio.

Y si a esto se le agrega la conciencia de que, a cada instante, dejamos de ser quien fuimos, de que nuestra más recóndita existencia es puramente situacional y episódica, difícilmente transportable e imposible de transferir, ni siquiera a otras “versiones” de nosotros mismos, entonces, el problema adquiere proporciones de obstáculo epistemológico, salvo para aquellos seres cristalizados y monolíticos que no resisten ni siquiera la idea de una fisura a la hora de pensar en ellos mismos.

Desde ese punto de vista, parece claro que el problema de ser uno mismo se origina en nuestro nombre propio y retorna siempre a él. Es por eso que la verdadera cuestión ontológica no es aquel famoso ¿ser o no ser? hamletiano, sino otra más política, a saber: ¿y si no me llamara x,y o z?

Sobre todo en nuestra época y sobre todo en el Caribe, la cuestión más palpitante de todas es la que nos obliga no solamente a HACER UN NOMBRE, sino también y sobre todo a SER UN NOMBRE, esto es, a representar públicamente el papel de un PERSONAJE-QUE-ES-SU-NOMBRE sobre una escena en la que otras personas podrían tener, eventualmente, el mismo nombre que nosotros, como lo sabe cualquier Juan Pérez, cualquier Manuel García o cualquier Ana López.

Así planteada la situación ontológica en que todos nosotros nos hallamos ubicados, y más todavía cuando ni siquiera nos detenemos a pensar en ello, el hecho de que un poeta se pregunte por el REVÉS O EL ANVERSO DE SU NOMBRE PROPIO adquiere súbitamente toda su pertinencia, y el “Fernando” de la frase “Si no me llamara Fernando”, deviene una casilla en blanco sobre la cual cada uno de nosotros podría, llegado el caso, escribir su nombre.

Ahora bien, si esto último es posible, es precisamente porque a través de esta interrogante sobre el funcionamiento del nombre propio es todo el esquema de la lógica de la identidad el que resulta repentinamente expuesto. “Si este país no se llamara República Dominicana”, “Si esta ciudad no se llamara Santo Domingo”, “Si no me llamara Manuel” son, de hecho, frases equivalentes a la que emplea Valerio-Holguín para titular su libro Si no me llamara Fernando.

El problema aquí es verdaderamente crucial como solamente pueden serlo las cuestiones poéticas. En ese sentido, tal vez convenga citar aquí una frase que seguramente recordarán los lectores de La sombra del viento, la bella novela de Carlos Ruiz Zafón: «Los libros son espejos: solo se ve en ellos lo que uno ya lleva adentro».

Y no hay necesidad de hurgar mucho para encontrar la huella de ese momento al que siempre he considerado como una de las más eficaces lecciones de magia verbal, es decir, de poesía, que las personas recibimos en nuestras vidas. Por lo general, esa lección tiene lugar en la escuela entre los cinco y los seis años, y es aquella que nos permite descubrir que nuestro nombre nos pertenece  menos de lo que nosotros le pertenecemos a él.

El libro-espejo que Fernando nos entrega en esta ocasión nos invita a experimentar por nuestra propia cuenta hasta qué punto la identidad social está anclada en una gramaticalidad sospechosa que dista mucho de reflejar la errática evanescencia de las hablas colectivas. Los cincuenta y cuatro poemas de este libro están organizados en nueve secciones, todas ellas identificadas con subtítulos que evocan diferentes tipos de posicionamientos.

Los lectores de este libro podrán descubrir con muy poco esfuerzo hasta qué punto eso que llaman la “identidad social” es un concepto resbaladizo y sospechoso cuando se encuentra trabajada en y a partir del poema. Solo quienes todavía se encuentren obnubilados por la ilusión nominalista, la cual consiste en confundir los nombres (o los signos) con realidades (o cosas) creerán, como la “prima Rolena”, que el Fernando que se menciona en este libro es el Valerio-Holguín al que todos conocemos.

A ese tipo de personas les convendría mejor que a nadie hacerse una idea lo más gráfica posible de la metáfora del libro-espejo, que no es otra cosa que un libro “cuántico”, en el sentido de que, cada vez que lo leemos, es y no es el mismo libro. Libro mutante, pues, como el mar o como las dunas del desierto, este libro de Valerio-Holguín no puede resumirse, y es por eso que ni siquiera lo intentaré. Esto así porque la principal dificultad de ser uno mismo consiste, recordémoslo, es que nadie es nunca sí mismo por mucho tiempo, del mismo modo en que la poesía, como dijo alguien, «no resiste el verbo ser»: desde que alguien cree haberla definido, se transforma en otra cosa.

Mi mejor sugerencia es que sus lectores frecuenten este libro de Fernando Valerio-Holguín en sesiones dilatadas y espaciadas. Que regresen a su lectura como quien toma de nuevo un taxi o como quien se sienta otra vez sobre la misma butaca de cine que ya había ocupado en otra ocasión, a sabiendas de que ni el taxi los llevará al mismo lugar donde ya estuvieron antes, ni la película será la misma que ya vieron.

Más que un libro de poemas, el de Fernando es un poemario. La diferencia entre ambas cosas es, como seguramente ustedes saben, de naturaleza. En un libro de poemas caben textos de distinta tesitura, ralea o especie. Un poemario, en cambio, se compone seleccionando rigurosamente los textos que lo integran en función de un criterio que puede ser temático, estilístico, estructural o intencional.

En ese sentido, los textos que Fernando agrupa en este libro tienen en común el hecho de que prácticamente todos funcionan como meditaciones en el sentido que René Descartes o San Ignacio de Loyola le daba a este término, esto es, como una reflexión orientada a escarbar en los carbones que se acumulan en la cocina del alma en busca de esa chispa o ese rescoldo llamado sentido.

Como he dicho que esto último resulta evidente en la mayoría de los poemas de este libro, los dejo con un fragmento de uno de los textos más significativos, el cual, curiosamente, concuerda tan perfectamente con lo que acabo de decir que es casi como si me diera la razón. Se titula el hombre-palíndromo y dice más o menos así:

Soy

Un hombre-palíndromo:

Puedo ser leído al derecho

Y al revés;

Del pasado al presente,

Del presente al pasado,

De pies a cabeza y viceversa.

Soy

La mitad que conoces de mí

Más la mitad imaginada,

O la mitad que falta,

O la que crees que conoces

Y sabes que desconoces,

Siempre igual

De cabo a rabo,

Desde adentro hacia afuera,

Como el forro de un guante,

Como una rabia de luz.