En un ocasión, durante mi infancia, escuché decir a mi abuelo paterno que la pareja se buscaba como los animales, por la raza, no entendí la expresión hasta después de haber transcurrido muchos años; en que me vi en la disyuntiva de olvidarme de mi primer amor porque según papabuelo, en su familia los hombres tenían por costumbre golpear a sus parejas, y él no quería ver maltratar a una de sus nietas,  por presión familiar, terminé la relación y nunca más volví a tener noticias de quien fuera mi amor en la adolescencia.

Lo dicho por mi abuelo, hombre de poca formación académica, pero con una larga experiencia y observación de las personas residentes en su comunidad coincide  con el Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE.UU (HHS) de que los niños que son testigos de violencia entre sus padres tienen mayor riesgo de ser violentos en sus relaciones futuras, aunque otros especialistas sostienen lo contrario, yo en cambio, no pude comprobar ni una cosa ni la otra, y me quedó siempre la duda de que mi abuelo tuviera razón, por lo que terminé distanciándome de quien fuera mi primer amor.

El prejuicio está anclado en la psiquis de la mente humana y aunque se trate de ocultar, en el momento menos esperado aflora como barrera que impide  labores humanitarias, se transmite desde la niñez, lo que hace difícil su erradicación, refleja esquemas mentales del pasado, de sociedades poco desarrolladas y presente en la actualidad.

El término prejuicio procede del latín y es asumido en diversos contextos, incluso como parte de la cultura de algunos países, creyéndose sus pobladores superiores a otras etnias; ciudadanos que se dicen ser civilizados, formados en prestigiosas academias, al entablar un diálogo exteriorizan el mar de prejuicios con que conviven en una época de tantos avances y descubrimientos tecnológicos, todavía existen personas que fundamenten sus opiniones en argumentos pocos sólidos.

En ocasiones, machismo y prejuicios suelen hacer un híbrido en detrimento de la comunidad en que se manifiestan, se camuflan bajo el manto de la inteligencia, pero que termina afectando el género, el que se convierte en su blanco de persecución; de igual modo, el jefe joven que inicia una cacería contra compañeros adultos mayores a quienes considera obsoletos, momias que deben apartarse de sus puestos, y estos, ser ocupados por jóvenes, modernos, aunque no cuenten con la experiencia.

El prejuicio discrimina, margina, maltrata, en el caso del dominicano ha estado anclado desde nuestros antepasados, en todos los contextos, en lo que respecta al origen étnico en una gran parte de la población dominicana se manifiestan en nuestros vecinos haitianos. Matos Moquete (2005) hace referencia en su ensayo “Historia pasional entre dos pueblos” cuando afirma que los responsables del fortalecimiento de los prejuicios xenofóbicos son quienes forman la élite intelectual de ambos pueblos, que por poseer el poder económico y político manipulan su transmisión de una u otra manera a través de los medios a la mayoría, que es la clase dominada.

En síntesis, los prejuicios conviven como estampa familiar, que se transmiten a los descendientes y que reflejan el atraso educativo, obstaculizando la falta de humanismo en los más jóvenes, quienes se convierten en seres insensibles, poco empáticos, egoístas; en una sociedad que necesita que la juventud tome el poder y desplace aquellos que han invertido los valores,  desfalcado el erario, postergando las inversiones públicas que benefician a la gran mayoría; aquellos que no dan continuidad a las buenas obras de las autoridades anteriores, y que continúan con las misma acciones corruptas de regímenes pasados que han manipulado a los desposeídos que habitan en zonas vulnerables.

Minerva González en Acento.com.do