Texto invitado de Ryan Bladimir Santos Roque
Hoy en Enecultura he querido dar a conocer el cuento «Portales de gusano», de Ryan Bladimir Santos Roque miembro destacado del Taller Literario Virgilio Díaz Grullón de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), recinto Santiago de los Caballeros. Es uno de los talleristas más joven de nuestra entidad que ha venido aprendiendo de una forma extraordinaria, basado en su lectoría y escritura. En su siguiente texto podemos ver que aplica varias técnicas y estrategias narrativas, de ahí que el lector debe leer cuidadosamente para poder encontrar sus entramados. El mismo está dedicado a la famosa escritora y traductora residente en los Estados Unidos Rhina Espaillat, aquí tengo a bien publicarlo para su lectura.
Portales de gusano
(A Rhina Espaillat)
Encasillar a la perfección los fragmentos fue muy engorroso. Culminar esta pequeña obra me tardó toda una vida. Gracias a su composición perdí mi juventud, la adolescencia, la vejez. Pero es la consecuencia de ser artista, de expresar en efecto, el arte a través de la literatura. Creo que, si en otra vida viviera, por nada del mundo querría el castigo de ser cuentista. Estoy arrepentido de ello, lo bastante como para quemar toda la composición que también aborda este introito. Los enigmas me ultrajan… ¿Cómo le hacía Borges para crear sus perfectos laberintos? ¿Cuántos veranos pasaron por el ventanal de mi escritorio, cuando, sumergido en mi microcosmos, ignoraba la existencia de un universo exterior más allá de la tinta y el papiro? ¿Cómo ha sobrevivido la luna hasta nuestros días, sin sentir el sabor de mis versos vibrar en la piel de sus sombras? ¿Habrá dormido el alba del atardecer sin el aroma de mis besos? ¿Con quiénes más han dialogado las luciérnagas del olvido en mi imperecedera ausencia? Una y mil veces pensé retractarme, arrojar al zafacón todo el proyecto y vivir la miserable vida de todos los hombres, pero no podía siquiera engañar el numen, que me carcomía en el margen de un insomnio día y noche. La historia que fecundó mi pluma vivirá cuando yo muera, tal vez, digamos, cuando agonice al tocar la puerta de la muerte. Unos llorarán al posar sus ojos en alguna trama, otros, por su parte, los más míseros lectores; sentirán el más notable repudio por algún personaje. Desde mi sepulcro he decidido compartir la historia. No me quiero ir con ella. Mientras mi alma se consume y esfuma hacia una dimensión cuyo destino aún no logro comprender, voy a leer en voz alta:
El motivo de esta epístola es para que perdonen mi soberbia, mi reluctancia. Espero su más tierno altruismo. Ya de nada me ha de servir la resignación. Mi insaciable curiosidad, nueva vez, me ha llevado a la perdición. Como verán, esta mañana me levanté de la cama de un sobresalto. Era muy temprano. Gritaba ya sin voz. Mi pecho estaba inflamado. Había tenido pesadillas. Dentro de un sueño, soñé toda la noche con las matemáticas de Nicolás Tesla, que era su alumno más preciado de toda Cambridge. Estaba muy ensimismado en la cátedra. Éramos seis los educandos. A mi derecha, en la primera fila, se sentaba un joven de apellido Einstein. Al igual que yo era curioso, audaz, vestía zapatos lustrosos. Para aquel entonces, había iniciado sus planteamientos con base en la existencia de unos posibles portales de gusanos que me parecían de suma importancia, innovador. Su pelo era negro con mechones de cana, era judío. Detrás, un hombre ya entrado en la adultez de apellido Leibniz miraba un poco distraído; ignoraba el más mínimo detalle de la docencia impartida, expresando “mierda” en el lenguaje de su mirada. A pesar de su exuberante brillantez, era de carácter pesado y actitud egocentrista. En la parte más última de la tercera hilera, estaba sentado un indio llamado Srinivāsa Aiyangār Rāmānujan. Era muy reservado. Sólo habíamos dialogado el primer día del semestre sobre la infinidad numérica de las matemáticas, por eso no abundo más sobre él. A su lado, se sentaba un adolescente llamado Gregor Samsa. Su rostro era repugnante. De su extremo izquierdo le sobresalía una especie de pelo negruzco. Sus pómulos estaban hinchados. Parecía un insecto. No entendíamos su enfermedad, a pesar de que tiempo atrás el sujeto checo nos había confesado que sufrió una metamorfosis en gran parte de su cuerpo, cuando despertó de un sueño intranquilo. El alumno restante era Nicolás Tesla (joven), de unos diecisiete años de edad para aquel entonces.
Allí las horas no transcurrían, al menos así lo pensábamos, ya que no había siquiera un reloj de arena en el aula. Repentinamente quedé (más bien quedamos), un tanto hipnotizados; cuando a nuestro educador empezaron a darles como resultado 3, 6 y 9 en todas las ecuaciones de primer, segundo y tercer grado, adaptándose perfectamente al cateto adyacente de la trigonometría. Era algo jamás antes visto. Estaba boquiabierto. Sudaban mis pies que se encontraban descalzos al lado de mis zapatos, en el piso de roca caliza pavimentada. Fue entonces cuando un zumbido estremeció toda la universidad, interrumpiendo así nuestra atención. Tesla (adulto), con una avidez digna de admiración, se alejó de la tiza, del pizarrón, se dirigió hacia la puerta. Todos abandonamos nuestros pupitres cuando tres ovnis aterrizaron sobre el patio, encima del árbol de manzanos donde tres años atrás Isacc Newton había descubierto las leyes de la gravitación. Era la segunda vez que los extraterrestres nos visitaban. Nuestro propio profesor nos había hablado sobre su primer encuentro con ellos, en su campo de experimentación en Shoreham, Estados Unidos. Corrí hacia el segundo pabellón. Había dejado mis cuartillas en el asiento, no obstante tomé todos los apuntes de Nicolás (adulto) que fue ultimado con un arma hipermegasupersónica, mientras intentaba escaparse por el pasillo que conducía a los laboratorios de Química Inorgánica. Los extraterrestres eran seres muy extraños, de corpulenta estatura. Sus rostros eran horripilantes, grisáceos, de viscosidad nauseabunda. Sus cabezas eran deformes, no tenían narices ni orejas, y su lengua se bifurcaba en la punta. Me persiguieron a toda marcha. En vano era mi esfuerzo. A cada disparo, una estatua de algún pensador de Cambridge era derribada. Caí al suelo. Había tropezado con el lanudo gato de Cortázar. Me incorporé. Corría. El pavor me anestesiaba. Pensé romper las investigaciones de mi maestro y detener la invasión, pero debía enseñar esas matemáticas a la comunidad universitaria, todo el mundo conocería los pasadizos secretos de Tesla (adulto) que al fin darían con la verdad de las pirámides de Giza, el triángulo de las Bermudas, la ciudad de Tenochtitlán, las alturas del Machu Picchu, las líneas de Nazca, la isla de los Moái… Al encontrarme acorralado, ya sin energías ni oportunidad alguna de escape, una fuerza inconcebible me condujo a la cama, a mi segunda realidad.
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Esa misma mañana, me bañé con detenimiento, más despacio de lo ordinario. El agua estaba tibia. Me sentía un poco sombrío, como Charles Bukowski abandonado en alguna taberna de Ámsterdam. Algo muy extraño (bastante misterioso) me ocurrió mientras, desde el sofá, acariciaba el marco de la fotografía del abuelo cuando participó en la revolución de abril del 65’, junto al general Francisco Alberto Caamaño Deñó. Me quedé fijamente mirando las escenas que retrataba aquel tiempo memorable. Sentí una conexión con la época. Alguien me miraba fijamente. Querían transmitirme algo que quizá no conocía. No se movía mi cuerpo, querido destinatario. En mi cabeza, empecé a escuchar los disparos de los constitucionalistas, las bombas de gas pimienta, los tanques de guerra rodar por el asfalto del puente Juan Pablo Duarte. Todo era más real que mi primera realidad. Mis tímpanos se agrietaban. El bullicio era insoportable. Cuando al fin logré cerrar los ojos, quedé atrapado en un microcosmos. Como cometas, volaban frente a mi rostro los números 3, 6 y 9. Eran repititivos en diversos tamaños. Al colisionar, se fusionaban y seguían incrementando su cantidad y altura considerablemente. Tenía en mis manos los apuntes de Nicolás Tesla (adulto). Intenté acabar mi pesadumbre y despojarme de los escritos, pero se habían adherido a mis manos. Desde la infinidad de la noche —a los correctores de estilo que me perdonen—, un remolino me succionaba a toda fuerza. Dentro del atrio, brevemente llegaron a mi pobre memoria las hipótesis de Einstein sobre los portales de gusano: fue ahí cuando experimenté su genial intuición sobre los indescifrables movimientos del universo. Volaba. De las paredes surgía un ruido de colmena de abejas atolondradas. La gravedad me había ganado. Empecé a dar vueltas en el aire. La sensación me era inexplicable, aún lo sigue siendo.
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Recuerdo que caí de rodillas en una calleja abandonada. Del extremo norte, detrás de un muro improvisado que al parecer sirvió de trinchera, empecé a escuchar el sonido uniforme de unas botas. “¿Sería un ejército marchando?”, me dije. Reflexioné. Trepaba. Logré subir. Desde mi asiento, pude observar millares de gomas quemadas. La humareda adornaba las nubes de aquella instancia. Por la otra orilla, apareció un adolescente que no tendría más de dieciocho años de edad. Corría. El sol le maltrataba. Su cara sangraba a torrentes, iba sin camisa y vociferaba “Pa’ fuera lo’ Yanki”, con toda la fuerza de su voz. Fue en ese instante que recordé mi lectura, en la biblioteca de la Alianza Cibaeña, del libro “La guerra de abril”, del historiador ocoeño Pedro Hurtado Puello.
Entre una oleada de personas que invadía la calle, observé a mi abuelo (el adolescente), junto a Caamaño Deñó. Para aquel entonces tenía el pelo grisáceo, rutilante, la mirada torpe y la nariz recta. Su valentía le había dado la confianza al héroe constitucionalista de considerarlo su mano derecha. Quise abrazarlo. Salté la pequeña valla y como culebrilla me agregué a la multitud vociferante.
—¡Abuelo Chucho! ¡Soy yo, Ryan Santos! —Intenté decirle. Nadie prestó mi atención. Aún estaba sin voz. Mi voz se había quedado atrapada en los portales de gusano. Todo en aquel momento fue un caos. Pensé abandonar a los constitucionalistas. Así lo hice. Empecé a buscar torpe y ciegamente alguna bodega abierta para saciar mi alma, confesar a puro lenguaje de señas mi situación al primer desconocido que se acercara. A dos esquinas del cementerio de la Avenida Independencia, encontré un pequeño chinchorro abierto. Unos militares discutían con el dueño del negocio sobre política. Cruzando la última esquina de la manzana, se armó una trifulca en el colmado. Tres disparos silenciaron la disputa. Palidecí. Me alejé con sigilo hacia unos bancos de mármol que estaban en la esquina de un pequeño parque. Las dudas me invadían. ¿Será posible todo esto? ¿Cómo me he transportado del año 2022 al 1965…? ¿Los portales de gusano me han conducido a otra época? ¿Son las verdaderas máquinas del tiempo? ¿Cómo le hago para volver al año en que hace poco vivía? ¿Quedaré atrapado por siempre en las redes de los años…? ¿Cuántas realidades más tendrá este sueño…? ¿Moriré en el mundo de las pesadillas? ¿Nunca más despertaré en mi cama, en la primera realidad?
De los apuntes de Tesla (adulto) que aún llevaba conmigo, tomé un pedazo de papel, empecé a escribir una carta testificando mi pesadumbre. Un frío me congeló el alma. Cuando colocaba mi firma al final del papiro, sentí una bala penetrar mi cerebro, fulminar mis venas anastomóticas superiores.
Sobre el autor
Ryan Bladimir Santos Roque (Salcedo, provincia Hermanas Mirabal, 20 de septiembre del 2000). Estudia Educación Primaria en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), recinto Santiago. Ha sido animado, reconocido y felicitado por numerosos escritores, críticos y poetas de país y el extranjero. Pertenece al taller literario Virgilio Díaz Grullón de Santiago, cuyo director es el poeta y gestor cultural Enegildo Peña, igualmente forma parte de la tertulia literaria Miercoletras, dirigida por el laureado poeta y ensayista Juan Matos.