Esta tarde he pensado
escribirle un poema a mi madre.
No sé por dónde empezar.
Ignoro si sus manos
callosas de cortar telas
en frías madrugadas
merecen más que sus pies,
que subieron montañas
conmigo en su vientre,
mis dos hermanos en brazos
y los otros en el pensamiento.
No sé si decidirme por sus ojos,
gastados por la aguja
que ensartar ya no puede,
o por sus brazos
que han luchado tanto
con el jabón y la ropa y el agua y la batea.
Tal vez deba dar preferencia
a sus arrugas que yo no quería ver nunca,
porque era partidario del deseo de eternidad
para la tersura de su piel,
y creía firmemente
en la juventud perenne de mi madre.
Pero dolorosamente era falsa esa filosofía,
pues las madres se acaban,
son de materia orgánica
y tienen una deuda a plazo fijo
con las agujas del reloj.
Se resquebraja en ellas
el principio de conservación de la materia,
y de repente nada se crea,
todo se pierde,
todo se transforma en su cara.
Empieza la piel a sobrar en los párpados,
se acurruca la frente
y se recuestan las arrugas en sus uñas,
se cansa el pómulo,
y huyendo a la juventud,
unas patas de gallo empiezan a arañar
la sien que amo en mi madre.
En su rostro inicia una olimpíada
de pestañas tras los párpados,
de cejas tras la frente,
de frente tras cabellos
que se rinden y pierden su color.
Mi madre ha peleado fieramente
para no dejar ir su juventud,
y sus hijos queremos retenerla,
la materia se va, pero no el alma,
aunque en la batalla este o aquel diente
haya perdido
y fuerza en el esfuerzo de su abrazo.
Y esta tarde en que no llueve
ni hace frío
ni es su cumpleaños
ni ha ocurrido nada que no sean estos versos,
he pensado en la mujer
que lloró para que yo viviera.
Esta tarde neutra, sin sol radiante,
ni un 24 de octubre
que comprometa el verbo,
no sé a qué parte de mi madre
debo ahora cantarle,
si olvidarme de su cuerpo
y por su nombre llegar hasta su alma
y decirle mamá, mamá, mamá,
como si hubiese olvidado todo lo que sé,
para que ella volviera
a enseñarme el castellano,
y la mirara joven y eterna
y oírla pidiéndome que no escriba a la zurda,
que eso está prohibido.
La verdad que no sé,
no sé qué hacer para lograr este poema,
y quisiera, Rafaela Amparo,
decirte que te quiero tanto como a mi madre,
y te lo dijera,
si no fueras tú mi madre misma.
HAMBRE DE TENER MADRE.
Hambre tengo de estar muerto contigo,
hambre de ya viajar a acompañarte,
hambre de tener hoy tu eterno abrigo,
hambre, madre, por ser de ti una parte.
Hambre de hacerme tierra de tu paso,
hambre de que tu alma se levante,
hambre de que seas agua y yo tu vaso,
hambre de que me alumbre tu semblante.
Hambre ardiente de oírte reír, madre,
hambre de ser quien sufra tu odisea,
hambre de que tu muerte me taladre,
hambre de nada ser y tu alma sea.
Hambre de que hecha luz salgas del pozo,
hambre de hacerme niebla en tu reposo.