El arte tiene su origen, según Aristóteles y los griegos, en la “imitación de la naturaleza” (llamada mímesis). Por lo tanto, la poesía, nacida del asombro –al decir de Platón—y como primera expresión del arte literario, vendría a ser una imitación asombrosa de la naturaleza, a lo que los antiguos griegos, en la mitología clásica, llamaron Gaia (o Gea), personificación de la tierra o madre nutricia, y a la que los antiguos romanos denominaron, Terra o Tellus.
En Occidente, se ha cultivado con más énfasis la poesía social, conversacional o comprometida, y aun la intimista, mas, pocas veces, la poesía de la naturaleza. En cambio, en Oriente, la naturaleza ha sido la protagonista de la poesía, como sucede con el tanka o el haiku, expresión poética japonesa, en la que las estaciones del año, con sus manifestaciones y características, representan los motivos y los impulsos creadores de los poetas.
La poesía simboliza, históricamente, una comunión entre la naturaleza y el hombre. En el mundo de las palabras y de la cultura, la poesía se convierte en su punto de inflexión. Se produce pues una alquimia verbal entre la diurnidad y la nocturnidad de la naturaleza, que hace que se genere una correspondencia, además, entre la luz y la sombra, conjunción de donde nace la creación artística. En efecto, la naturaleza se convierte en espejo de la imaginación creadora. De suerte que el espejo de la naturaleza se transfigura, para los poetas, en una fuerza de atracción, de donde brotan las imágenes, que alimentan su espíritu creador. El poeta pues despierta la belleza del mundo natural, en su búsqueda del universo de la palabra sensible. Naturaleza y humanidad conforman, en consecuencia, la cosmovisión del hombre y su entorno. Entre la luz de la naturaleza y la imaginación poética se produce la alquimia verbal, que le inyecta magia y misterio, al acto creador. Cultura y naturaleza. Naturaleza de la cultura. Cultura de la naturaleza. Todo lo que el hombre hace es cultura, mas no todo lo que hace es arte, pues tienen que mediar, en el arte, la imaginación, la creatividad y la fantasía. El arte es un acto de creación; la cultura, un acto de invención, aun cuando el arte es una segunda naturaleza: una creación artificial del intelecto, el genio y el talento.
El hombre, desde su aparición en el planeta, y como ente social, ha vivido bajo el imperio de la voluntad por comulgar con la naturaleza, en una tentativa por restaurar el mundo mágico que lo rodea, y en una relación de dominio, admiración, celebración y gratitud, con su madre nutricia. Su íntima conexión con el cosmos es una expresión elocuente de su relación entrañable con el reino de la fantasía, del que se nutre el poeta, quien capta la inteligencia de la naturaleza, con su visión estética.
Los jardines son, en esencia, síntesis o metáfora de la naturaleza: representan la vida y el aire que respiramos. Poseen una raíz filosófica. Los árboles son los pulmones del hombre: sus raíces, sus venas, y su sabia, su sangre. El filósofo hedonista, Epicuro, como sabemos, tenía su escuela filosófica en un jardín, y Aristóteles y los peripatéticos, enseñaban y pensaban paseando entre jardines y bosques vírgenes. De modo que los filósofos griegos tenían sus escuelas de pensamiento en bosques sagrados, parques o plazas públicas, en las que daban sus charlas, o por donde paseaban filosofando. De manera que los jardines tienen un valor filosófico; también poseen un componente o sustancia que se transforma en materia o cuerpo para el pensamiento y la poesía. Si bien son ideales para el ejercicio del pensar, también lo son para la práctica del cantar, pasear, silbar, memorizar, susurrar, meditar, caminar o poetizar. Animan, disipan, calman, estimulan, despiertan y activan la creación y la imaginación. Por lo tanto, grandes textos literarios o filosóficos se gestaron –o han nacido–, de experiencias de contemplación y meditación al aire libre: contemplando la noche estrellada, bajo la luz de la luna, o embelesado, ante la luz de un sol ardiente. Las plantas, las flores y los árboles han servido de inspiración a grandes poetas, contexto del que no escapan, la misteriosa, solitaria y enigmática poeta, Emily Dickinson o el poeta guatemalteco-mexicano, Otto-Raúl González. De modo que los jardines han ejercido enorme fascinación sobre no pocos poetas, artistas, fotógrafos, escritores y filósofos, desde los flaneurs, paseantes, peregrinos o maratonistas hasta el filósofo y poeta trascendentalista americano, Thoreau, autor de Walden o la vida en el bosque –a quien se le considera hoy el padre de la ecología. Así pues, la naturaleza sirve de invitación, a un tiempo, al pensamiento y a la poesía, a la escritura y a la reflexión.
El hombre cultiva jardines como inventa palabras. Moja las plantas como alimenta la imaginación. Irriga la tierra como cuida los animales. Abona las fantasías como ilumina los sueños. El poeta, por tanto, se asombra de la mirada espectral de la naturaleza, y de esa experiencia estética, nace su anhelo de cantarle, amarla y pensarla. Busca así la belleza que representa como espacio natural, al que le imprime una mirada artificial: le sirve de impulso creador y de imantación, de alimento fantástico y de manantial infinito.
Siempre el jardín ha sido visto, en Occidente y en la Era Cristiana, como una representación simbólica del paraíso. También representa, en la tradición judeocristiana, el Paraíso Perdido o el Edén, en el imaginario sagrado. Los jardines, en el tejido urbano, representan un pulmón y un espacio de inspiración para la creatividad literaria y artística, el solaz y la meditación espiritual. La caminata, el ejercicio del cuerpo, el paseo, y la sentencia griega de mente sana en cuerpo sano, se han convertido en señas de identidad o divisa del hombre contemporáneo, asediado por la premura, la prisa, el nerviosismo, el estrés y la ansiedad de la vida urbana. De ahí que practique la meditación trascendental, la relajación, el retiro, la marcha, los deportes, el montañismo, el alpinismo, la excursión o el turismo como rituales de religiones modernas, y como formas de disipar –o atenuar– la agitación y la velocidad de la vida cotidiana. Por eso cultiva el arte de la jardinería, el yoga, protege y cuida animales, la sanación y otras prácticas milenarias, que se han puesto de moda, como expresiones de una voluntad por alcanzar la cura del espíritu, la autorrealización, el autoconocimiento y la búsqueda de la felicidad, ese supremo e histórico anhelo del hombre.
Estas peroraciones meditabundas, vienen a cuento, a raíz de la celebración, el 16 de diciembre de 2023, del Primer Festival de Poesía en el Jardín, realizado en tres estaciones de lecturas, en un acto de peregrinación poética, en medio del bosque del Parque Botánico Nacional. En dicho festival, pudimos oír los versos, en diferentes tonos, ritmos y registros, de 28 poetas –13 mujeres y 15 hombres– que, a partir de una comunión con la naturaleza, emprendimos una caminata entre plantas, flores, árboles y sobre yerbas, y en medio del verdor y el frescor de una mañana de diciembre, donde celebramos la Navidad, el amor, la amistad, la hospitalidad, la naturaleza y la vida. Y conmemoramos un aniversario más del fallecimiento del poeta y cuentista, René del Risco, cuya fundación auspició este espléndido convite lírico. Fue una experiencia gratificante, espontánea y sin precedentes en la poesía dominicana, en materia de gestión literaria, y que habrá de repetirse cada año, con elementos novedosos y enriquecedores. Constituyó un gesto y un ritual de hermandad, reciprocidad y camaradería, entre poetas y amantes de la poesía. Es decir, fue un evento que brotó de una idea nuestra y que prendió y encendió la llama del entusiasmo y la pasión por la palabra poética. Fue una ocasión propicia para lanzar un clamor de paz y libertad, ante la presencia de los conflictos bélicos de Ucrania y la franja de Gaza, entre Israel y Palestina, y el peligro de una guerra nuclear a gran escala, que pondría en riesgo la especie humana misma sobre el planeta. Al final del festival, leímos un manifiesto que fue firmado por los poetas y el público que asistió con fervor para celebrar la vida ante la muerte, la paz frente a la guerra, la libertad y la democracia ante las dictaduras y los regímenes totalitarios. Así pues, fue además una ocasión idónea en la que nos unimos, desde esta media isla y desde la ciudad capital y el Jardín Botánico, en la defensa del medio ambiente, la protección y conservación de los recursos forestales y del patrimonio ecológico del país, en una cruzada, en la que la poesía es y será una arma y un instrumento verbal para combatir la razón totalitaria, la crisis climática, la depredación de la naturaleza, las injusticias sociales, los abusos de las superpotencias económicas y políticas, que han puesto en vilo la paz mundial, la salud del planeta y el orden social. Este festival representa pues una voz de alarma y una señal vertical de la vocación y la determinación de los poetas dominicanos, en la defensa, firme, vehemente y apasionada, de la naturaleza, ya que sin ella no habrían plantas, pájaros y animales; ni la vida misma ni los árboles ni las flores, ni la vida animal y vegetal del planeta tierra. Y por tanto, morirían el canto de las aves, la lluvia, el olor y el color de las flores, el sonido de los árboles y el verdor y la clorofila de las plantas. El murmullo del viento, la respiración de las hojas y el silbido de la brisa evocan la música de la naturaleza, y sirven de fuentes de inspiración a los poetas y a los pensadores, a los metafísicos y a los monjes, en el peregrinar, pensar o meditar sobre la vida, la muerte, la eternidad y la felicidad. El jardín siempre ha estado vinculado a casas y ciudades, amén de su matrimonio con el campo, pero también con las piedras, el agua, la arena o la tierra. Asimismo, los jardines habitan la memoria y el sueño: están anclados como representaciones en la literatura y la filosofía. Simbolizan el tiempo de la imaginación y el espacio de la fantasía: la quietud y el movimiento. Son un paisaje de colores, en que la naturaleza se expresa, en sus lenguajes misteriosos y enigmáticos. Representan, en suma, un microcosmos vegetal como hábitat de la fauna y la flora, de las especies y los reinos vivos de la creación. Por tanto, devienen para la poesía, en oasis, manantial y metáfora de la ensoñación y de lo infinito.
Esta iniciativa viene a llenar un vacío y a crear conciencia moral de la importancia de la naturaleza para el cultivo de la poesía y el pensamiento, así como para crear una cultura de curación, sanación, meditación y reflexión, capaces de alcanzar el sosiego, la paz espiritual e interior, la armonía con el cosmos y la trascendencia del ser. Estas lecturas, bajo los árboles y en medio del bosque, bajo el sol decembrino de esta metrópolis citadina, y apelando a la voluntad y la pasión por la poesía de cada poeta, representa un testimonio de entrega, identificación y hospitalidad hacia el reino de la palabra y de la fantasía creadoras. Pudimos oír las voces de poetas consagrados, emergentes y jóvenes, en un cruce generacional, de épocas, sensibilidades y variedad de estilos y temas, lo que lo hizo más ameno, y de lecturas fluidas y breves. Fue placentero y gratificante vernos caminar, en grupos, despacio, en silencio y conversando, mientras contemplábamos el cielo azul, radiante y soleado, o disfrutábamos de la suavidad del follaje, el verdor y el frescor de los árboles, donde la poesía nos guió, motivó, impulsó, unió, congregó y atrajo, como norte y meta.