Irene Domínguez nació en Toledo, España en 1996. Además de escritora, es filóloga y periodista cultural. A sus 26 años, acaba de publicar su segundo libro, Pureza, merecedor del accésit del Premio Adonáis 2022. A juicio del jurado, la distinción se le ha concedido ¨por su poderosa evocación de la infancia y por la fuerza con la que describe la cotidianidad, las relaciones amorosas y la crisis generacional que afecta a tantos jóvenes de hoy¨. Esa primera impresión sobre el poemario resulta velozmente confirmada en el verso que da la bienvenida al lector: entramos a un territorio de añoranzas, a un horizonte familiar: ¨A los niños nos tocaba memorizar poemas infantiles¨. La unidad sin agujeros en el tono del libro se anuncia desde el principio con la puesta en escena de continuas, desgarradas memorias de un lirismo catártico.

Pureza, merecedor del accésit del Premio Adonáis 2022.

En Pureza la visita al pasado se produce desde la revisión de momentos emocional y cognitivamente estelares: por un lado, la ubicua mención del padre extinto –sus sacrificios por llevar pan a la mesa, los pormenores de su trato amoroso, su agonía y muerte- y, por otra parte, la progresiva pérdida de la inocencia original en los años de la niñez. Ambos tópicos se mantienen imbricados en los poemas de Pureza mediante un tenso hilo narrativo. Son el contenido primordial de un corpus empírico que aparece referido por una voz de mujer –niña desvanecida y extrañada. Esta voz que hace el poema no pretende llevar la lengua a un extremo de densidades. No hay espacio para la incertidumbre morfosintáctica, sino que, desde una diafanidad de palabras recurrentes, como claros de bosque en los que se ha acostumbrado a hablarse a sí misma y a los demás, aunque nadie la oiga, Irene Domínguez teje un idioma personal poblado por personajes innombrables que han pasado por su vida, los otros en forma de un –predomina en su expresión el empleo de la primera y segunda persona del singular: el poema en forma de un lejano diálogo sinuoso recreado desde el presente.

Irene Domínguez.

El retrato familiar, que empieza con la mención del padre –que también ¨añoraba su niñez¨- en el primer poema, se completa en segundo poema con:

Mi padre fue albañil y mi madre costurera.  Si hubiese atendido a sus oficios sabría cómo arreglar mi vida.

Luego, en el tercer poema,

Mi padre a veces también echaba tierra sobre los muertos, con una pala.

Llamaban al teléfono y decían hay entierro y él volvía y nos daba de comer a costa de todas las muertes.

Y en el cuarto,

Al hombre se la apagó el pulso de la mano de la mujer, entre tanta injusticia y tanta barbarie dos niñas hoy creen en el amor para siempre.

Habiendo ya expuesto en esas cuatro composiciones una suerte de fresco del seno familiar y la desesperada tesitura en que muere el padre, el resto de los poemas –son 26, divididos en 5 secciones- se desplazará eventualmente a otros temas, siempre retornando al origen: las memorias de la infancia en las que el sujeto protagónico de los poemas va aprendiendo a dudar sobre el amor, la felicidad y las virtudes humanas con un tono que a veces raya en el dogmatismo de la tristeza y el pesimismo, pero que vuelve a la confianza en el Ser –se repite la noción de eternidad del amor. Ese resultado victorioso en medio de la pobreza, la pérdida, la soledad, el desastre, es al que se le puede llamar Pureza, interpretada por la poeta como una herencia familiar, una lección a la que no renuncia, un resplandor humano en la boca del abismo. No es una ilusión de triunfo sino una afirmación de belleza que supera cualquier forma en que se manifieste la precariedad:

¿Has visto qué desastre? No tengo padre ni casa, he perdido de fiesta más pendientes que personas me han querido.

Aun así, creo en el amor eterno.

Más adelante, cuando se lee ¨antes de caerme entre rasguños al mundo de los mayores¨ o ¨todo el que toma un pedazo de mí acaba cortándose¨ o ¨no me reconocí en las fotos de aquella niña¨, la evocación toma la apariencia de un pasado mejor, lejos de la calidad paradisíaca, pero sí amable en comparación a las nuevas zozobras de la adultez. Volver al terreno de la niñez produce extrañeza y una angustia que da cuenta de la expulsión al caos y al desamparo –exilio simbolizado en varios poemas que dan cuenta de su mudanza de Madrid a Sonseca, donde ¨el tiempo no pasa¨ y ¨son extrañas las caras¨- en medio de la voracidad y el mal que le circundan.