La esencia de la poesía reside en la comunión entre naturaleza y hombre: las palabras y los árboles, los signos verbales y los sonidos, las plantas y el desierto, el cielo y el aire, el agua y el viento. Escribir poesía es, entonces, y, por consiguiente, crear mundos y recrear la confraternidad cósmica –o la hermandad entre el cielo y la tierra. De ese vínculo entrañable y, a la vez, de esa contradicción, nacen la conciencia poética y la conciencia de la palabra. Del parentesco y la conciliación –o reconciliación– de dichos contrarios brotan las voces que dialogan en el tiempo del poema y en el espacio de las palabras.  Conjunciones y disyunciones, yuxtaposiciones y superposiciones del universo poético, estas oposiciones binarias entran en nupcias simbólicas y así se produce el eco de las voces de la tradición: entre el yo lírico y la comunión verbal, entre la ruptura y la modernidad. Confluencias y divergencias, el arco y la lira, el blanco y la flecha se enfrentan en oposiciones simétricas.

El poeta recoge, pues, las voces del mito y los ecos de los poetas fundacionales de la “tribu de la sensibilidad”, que conforman los latidos ancestrales de la poesía. Cada poeta busca –¿siempre la halla? —la otra mitad perdida que sintetiza el sí y el no, esto o aquello, a través del supremo recurso –o don– de la imaginación. Y esa capacidad de asociar imágenes, distantes y distintas, en ese juego de la inteligencia, es donde tiene su residencia la clave del arte de la poesía. No es en el ser de la apariencia, sino en el ser de la palabra misma, donde descansa el factor vivo y humano del poema. El poeta habita la palabra, por tanto, es un habitante de la palabra, que canta e interpreta los sonidos del bosque, oye la música del mar y escucha los ecos del lenguaje del mundo. De ahí que nombre a las cosas no por sus nombres en sí, sino por su reflejo y por su luz: no por su realidad sino por su envés. La poesía es, por ende, y, en síntesis, experiencia de contemplación entre el instante y la memoria, que conforma el acto de las palabras.

Si Platón propuso expulsar a la poesía y a los poetas de la ciudad ateniense fue porque la concibió como enemiga de la razón, del orden y de la verdad. Y lo hizo porque sabía que los poetas fabulan, fantasean, crean mundos artificiales, designan lo innombrable y trituran los significados de las cosas. Desde la utopía platónica –como se sabe–, se inaugura la pugna entre filosofía y poesía; y desde la poética aristotélica, la querella entre historia y poesía. De esa jurisdicción ética nace dicha maldición, esa antigua y clásica batalla filosófica, en la que la poesía se vuelve la némesis de la filosofía, y viceversa.

Al escribir el poema, el poeta captura la hermandad de los contrarios, de lo cósmico y lo telúrico, y lo hace con su propia voz y con los ecos de las voces de la tradición, de la “otra voz”, que ha escuchado desde la patria de la infancia (“la patria del hombre es la infancia”, dijo Rilke), y que metaboliza con su conciencia lírica. El poeta busca, a través de la imaginación, explorar en la potencia que poseen las palabras para hacerlas parir signos y símbolos: nombra, designa, canta. Contempla y reflexiona: mira y escribe. Así pues, mira el cielo estrellado o soleado, y escribe; baja la cabeza, y escribe. Mira el cielo abierto, el mar horizontal y el río fluir, y escribe; baja la cabeza, y plasma lo mirado. Mira la noche clara –o la noche oscura– y el desierto reverberar, baja su cabeza, y dibuja con palabras las luces y las sombras: escribe con el concurso de los sentidos. Camina, sueña, despierta, vigila, olfatea: escucha el sonido del reposo, los ecos de la memoria, palma el aire, desnuda su conciencia poética, y escribe su Obra. Su suprema empresa, el Libro que lo desvela, enciende o despierta de la vigilia de la ensoñación. El Libro que lo salva o lo condena, que lo paraliza y silencia. O lo pone a cantar hasta morir, y cuyo canto estremece, repercute y resuena en el mundo visible. Ese canto que brota de las entrañas de las palabras, también lo delata, desvela y define. Asimismo, lo transfigura en chamán, adivino o hechicero de las palabras: mago del verbo y vaticinador del devenir, a la manera de los antiguos, o como lo concibieron nuestros antepasados helenísticos.

En toda poética hay una memoria de la historia. El poeta busca y escudriña, en su pasado personal, los símbolos del tiempo. Hay, en efecto, en su creación, una poética de la imaginación. Se establece, así, un vínculo de una ancestral querella entre el historiador y el poeta (Heródoto y Homero), en la que se revelan sus caras ocultas, cuyos oficios consisten en hurgar en la memoria y en los ecos del recuerdo. El poeta navega en el presente y el historiador, en el pasado; el primero recrea el pasado, el segundo lo cuenta. Aquel vive en el instante y este en el documento. A ambos los une la crítica: la crítica del pasado o la crítica del presente. El poeta busca recrear la realidad histórica: invoca la imagen del pasado. El poeta vive en el territorio del presente, anclado en la presencia, en la instantaneidad; el historiador, en cambio, habita en el pasado, en la memoria documental, su morada hospitalaria. Ambos apelan a la imaginación: ni descubren ni inventan (uno crea y el otro relata). La imagen poética es una forma de conocimiento y de aproximarse al mundo; también, a la sociedad y al pensamiento humano. La memoria histórica es una forma de reconstrucción de los hechos. Mediante la poesía, el poeta transforma el pasado en presente —es decir: en presencia. La poesía se vuelve así hazaña lírica de la escritura, invocación mágica de la naturaleza. El poeta canta, y al cantar, hace la crítica de la historia y de lo real. Asimismo, de la circunstancia, en una especie de diario íntimo de lo cotidiano, en una epopeya de su yo lírico.

La poesía se esculpe, se dibuja, se escribe con los materiales de la luz y la sombra. Espacio y tiempo son la materia y la sustancia que la enciende, encandila y despierta. El poeta mira, calla, canta en silencio: inspiración y expiración. Si la poesía habrá de ser hecha por todos, como dijo Lautreamont –poeta del dolor y del mal–, entonces ha de ser sentida y palpada por todo el mundo. Es un “don de la ebriedad”, al decir del poeta Claudio Rodríguez (a los 19 años), acaso en un estado de delirio y embriaguez lírica. Para volver a vivir en comunión con la naturaleza y la noche, tenemos que recuperar el ritual, la ceremonia y la comunión de mirar el espacio, el cielo estrellado (la luna de octubre o de enero). Mirar por el ojo de la noche oscura, contemplar el fuego de los astros y escuchar la música de las estrellas, para conocer el diálogo de los hombres con el espacio y el lenguaje de la tiniebla. También para asombrarnos del diálogo de sordos de los hombres con los dioses y para conocer, sí, el diálogo cantado –y fantástico–de los poetas consigo mismos.