Al leer poesía, debemos hacer lo mismo que al leer filosofía: levantar la cabeza, como hacen las aves al beber agua, para hacer que las ideas se filtren como hace el agua dentro de la garganta del pájaro buscando una vía de alojarse, y, en nosotros, para penetrarse –o depositarse– en el pensamiento, en la conciencia o en la memoria. Ese gesto, ese ritual de lectura, ha de ser un acto de fe: una ceremonia de lo leído y lo pensado. Así pues, debemos leer como se bebe el agua de un río o del mar para encontrar el núcleo, la semilla, la esencia del verso, de la prosa o la palabra. Es decir, leer despacio, reposado, para dar tiempo a meditar, reflexionar y sedimentar lo leído: saborear cada frase, párrafo o página. Bajo esa conciencia de lectura, como imperativo ético, experiencia sensible y perceptible, ha de concebirse el ritual de levantar la cabeza para metabolizar el verso, la prosa poética y el pensamiento. En efecto, entre beberse las ideas y beberse los versos, reside la experiencia sensorial de hallar el pensamiento en el núcleo del poema. En dicha recepción sensible del verso está, pues, la experiencia del sabor, el paladeo, de las palabras, y las ideas que contienen. O las imágenes que vemos, oímos y sentimos, al leer. De ahí que, tras leer, vemos y oímos a la vez: se activan los sentidos, la piel, la mirada, el oído y el tacto. Al mismo tiempo, viajamos, fuera del tiempo y del espacio: leemos para ver y viajar con el cuerpo en reposo. Al leer el verso, y descifrar los signos de las palabras, saboreamos. Esta percepción, esta activación del concurso de los sentidos, es la poesía. Es decir, esto que sentimos y experimentamos, al leer el poema, esta sensación única, intransferible e irrepetible, es lo que vive en los intersticios de la palabra poética. Al escribir el poema, siempre nos falta algo, y también al leerlo, hay algo invisible y misterioso, que no alcanzamos a descifrar, que hace que pensemos que siempre escribimos el poema, mas no así la poesía. Por lo que, la poesía no se escribe, ya que es invisible: es un estado del ser poético, una comunión entre el poeta (o autor) y el lector; el arte de escribir el poema –o poeisis– no es el arte de la poesía. De ahí que nunca escribimos poesía sino poemas. La poesía es, en efecto, el género, la expresión formal, la sustancia que habita, mora o subyace, en el tejido del poema. La poesía trasciende el poema, la palabra –el verso o la prosa–, y se refugia o vive en toda forma de expresión artística. La poesía es algo más, algo que nos falta o que se nos queda, algo que no termina de concluir o de vaciarse. Lo que está en la otredad de las cosas y los objetos, en su envés, en sus límites o márgenes simbólicos. Y de ahí la imposibilidad de su definición. La poesía siempre es plural, contrario al poema. Hay poemas, mas no poesías. La poesía es una, única, autónoma. Es un absoluto, un sueño sin vigilia, una utopía de perfección, un suspiro de eternidad, que siempre tiene vocación de estilo. Un absoluto como el amor, la locura, la muerte, la vida, el arte, la soledad o la naturaleza. El poema es un cuerpo verbal, un objeto de palabras, pero la poesía es otra cosa, o no es nada. O, a un tiempo: todo y nada. Es lo indefinible, lo inasible. Lo que no miente, o sea, la luz, en medio del caos y la tiniebla, la transparencia detrás de la sombra, esa reverberación que brota de la oscuridad. La poesía nos abre una ventana, un resquicio de luz, una rendija luminosa del mundo. Nos canta y nos cuenta lo que sabíamos, pero habíamos olvidado: nos recuerda la memoria del deseo. Siempre nos está asombrando o deslumbrando, mas no nos enceguece. La poesía dice, y en su decir, musita, murmura: a veces calla, hace silencio, reposa, para volver a cantar y a relatarnos, el cuento de nunca acabar, de la vida. Es un caracol que suena y resuena, al unísono, y que respira –y expira—para dejarnos escuchar los ecos del mundo y la música de los manantiales, la corriente acuática del mar y de los ríos. Mientras el poeta, anónimo, solitario, vidente, alquimista de las palabras (como Rimbaud), construye y edifica la casa de la luz. Con el silencio y con los materiales de las sílabas y los sonidos del verso, rompe a decir y a cantar: se eleva y navega, asciende y desciende, divaga y medita. Con su discurso invoca –y convoca– las voces del desierto y la danza: asume y encarna el decir del mundo, y se vuelve el intérprete de todos, la boca de lo moviente, la voz de los sonámbulos, los labios del reposo. Escribe y canta, y al cantar, se transfigura en el mediador –o médium–, que, al tocar las cosas, se hacen nombres. La poesía es un fuego de la mente, la chispa en la penumbra, que ilumina la inteligencia y la hace sensible; que enciende la imaginación y la convierte en imagen creativa, en un relámpago de eternidad. El poeta nos insta a bebernos las palabras de un sorbo de pasión y a levantar la cabeza, como los pájaros, a fin de que germinen en el corazón. Mente y corazón pues pugnan y combaten por enseñorearse de las palabras, por apropiarse de sus sentidos, entre razón y pasión, entre conciencia y emoción, en un juego de símbolos y de representación. Y, en esa batalla por conquistar la luz de los signos verbales, por hacer que (como dijo Unamuno) “sienta el pensamiento y piense el corazón”, a la postre, triunfe el lenguaje.

Miguel de Unamuno.

El poeta, como los pájaros, aprende a cantar solo, porque su aprendizaje es una mimesis, una imitación de la naturaleza, del viento y, aunque no aprenda a volar, hace que vuelen sus palabras porque las alimenta con la imaginación. Solo basta su voluntad para echar a andar –o volar—los sueños del aire, las ensoñaciones del agua cuando corre, y al cantar, canta en un coro fantástico y mágico, en una suerte de metáfora del desvelo y del insomnio. Así, el poeta, como un insomne o un sonámbulo, se echa a volar y da un salto mortal, con las “palabras de la tribu”, y escribe el poema que lo salva o condena, consagra o sepulta.

 

Franklin Mieses Burgos, poeta dominicano, grande entre los grandes.