El escritor turco Orhan Pamuk, al analizar un famoso ensayo de Schiller, define muy bien qué es ser un novelista ingenuo y sentimental. Apunta Pamuk que el escritor sentimental es emotivo y reflexivo. Cuestiona todo aquello que percibe, incluso los sentimientos propios, patologías y aberraciones. Este se aleja un poco de toda especulación filosófica y racional para llegar luego a lo subjetivo y sentimental o quizás lo agobia el prurito de querer entrar «en los abismos de la condición humana sin calcular los riesgos». En las páginas que siguen trataremos de acercarnos un poco a las reflexiones de Schiller sobre el novelista ingenuo y sentimental que encontramos en la novela El Animal Moribundo (2001) del escritor norteamericano Philip Roth y que muy bien analiza Pamuk
En la mayoría de sus novelas, Roth tenía muy pendiente en sus hombros esa alocada carrera que todos llevamos contra el tiempo. A la alegría que significó para él la vida se opuso también el drama de la muerte. Por ejemplo, en Pastoral Americana (2002) escribe: «hablemos más de la muerte y el deseo, que comprensiblemente en los viejos es un deseo desesperado, de atajar la muerte, resistirse a ella, recurrir a los medios que sean necesarios para ver la muerte con cualquier cosa menos con claridad». También en esta novela critica su propia condición de escritor judío. Otra veta de su literatura trata sobre el nacionalismo, la política intervencionista y la identidad norteamericana. Hizo suya la famosa frase de René Char: «No tenemos más que un recurso frente a la muerte: hacer arte antes de que llegue». Quizás por esa apresurada huida contra el tiempo pudo hacer una significativa carrera literaria que le valió varias nominaciones al Nóbel.
El Animal Moribundo, es a mi juicio, una de sus novelas más comentadas por la crítica internacional. En ella, Roth descarga la pasión que en él, es recurrente: Poner en el ruedo la sexualidad masculina, al estilo de un misógino al que le inquietaba el mundo de las mujeres, las que aparecen en sus novelas como personajes degradados a su más mínima expresión. No fue en vano que la comunidad feminista lo calificó de «recalcitrante misógino». De esta manera se acerca bastante a esa condición de escritor a la que se refiere Schiller y que bien analiza Pamuk.
En esta novela discurre el mundo erótico (amparado en la sexualidad masculina) que se entrelaza a menudo con las infatigables conquistas femeninas de un profesor universitario, llamado David Kepesh, de sesenta y dos años, quien se enamora de una joven de veinticuatro. El ritmo y el sentido de la novela son avasallantes. Con un lenguaje seductor describe los frecuentes encuentros que mantiene el protagonista con dicha joven, hija de descendientes cubanos que han emigrado hacia los EE. UU. Ella es Consuelo Castillo, una mujer de belleza extraordinaria y quien da a entender en ocasiones, que maneja los códigos culturales de una familia adinerada.
En El animal moribundo el autor explora la más tormentosa realidad de la sexualidad masculina: un hombre que actúa en contra del tiempo biológico. Precisamente ahí se encuentran las claves del novelista ingenuo: la decadencia del hombre frente al drama inevitable de la derrota sexual: ciertos dramatismos y ciertos atisbos de nostalgia y melancolía, mezclados con una inesperada soledad. ¿Por qué presenta Roth estas cuestiones? ¿Será Kepesh el alter ego de del autor? ¿O quiere dar muestras de una consciente evolución masculina a la que debemos enfrentarnos los hombres a través de los años? Si esta fue la intensión del autor, probablemente estamos en presencia de un escritor capaz de hacer un retrato evidente de la única condición humana posible: el enfrentamiento del hombre con el tiempo. Aceptar el paso de los años de manera pura y simple, sin que nos importen las tareas de cuando éramos jóvenes.
En ese sentido David Kepesh ha ignorado la frase de Margarite Yourcenar: «el tiempo es el gran escultor». Precisamente es el gran escultor de la vida que llevamos hacia el fin último: la muerte inevitable. Por estas razones, a lo largo de la novela el protagonista se enfrenta con el mito griego de Cronos. Nunca comprendió el hecho de que, como plantearía Peter Sloterdijk en su libro Eurotaoismo (Seix Barral, 2001) «el tiempo de Cronos discurre en línea recta hacia la muerte. […] a la quiebra de la vida individual ante el tiempo que todo lo devora se impone esta perspectiva. Quien se imagina la vida en el tiempo y el tiempo como un discurrir imparable no sólo se ve morir constantemente, sino que debe imaginarse muerto».
Cuando se es joven el tiempo se mide desde una condición completamente dialéctica. Se mide hacia adelante, acorde a los proyectos que tienes que realizar, de manera que para el joven el tiempo parece no agotarse. Entre tanto, vas pensando en perspectiva sobre lo que te falta por vivir. Es muy diferente a partir de los cincuenta años cuando la forma de medir el tiempo cambia de perspectiva. Ya el tiempo no es lo que te falta sino lo que te queda. Por eso es que mientras envejeces ni siquiera te lo imaginas.
El escenario de la novela nos presenta el desarraigo sexual de las jóvenes universitarias que buscaban el placer a cualquier precio. Mujeres que no le temían al terror biológico de la erección y que carecían del temor a las transformaciones fálicas del hombre. En definitiva, mujeres que sabían actuar al ritmo de las transformaciones viriles. En ese contexto el autor describe magistralmente los modelos sociales y culturales de un tramo de la vida norteamericana de mediados del siglo XX. La música que le dio riendas sueltas a la imaginación y al hedonismo: desde la ceremoniosa música del saxo y las orquestas del swing de Glenn Miller, pasando por Bessie Smith, Charlie Parker, Frank Sinatra, hasta llegar a Jimi Hendrix.
Da la impresión de que las chicas de esta época en la vida norteamericana no merecían ni resistían adoctrinamiento, ni mucho menos recetas morales con ribetes ideológicos. Pues eran mujeres libérrimas a las que «no les interesaba sustituir las viejas inhibiciones y la instrucción moral por nuevas formas de vigilancia, nuevos sistemas de control y una nueva serie de creencias ortodoxas.
¿Qué se puede decir de unos personajes, que se han entregado al placer, de acuerdo con el concepto vargasllosiano de que la novela «es un mundo objetivo hecho de palabras» y son tan reales que «acortan la distancia que separa la realidad de la ficción»? Tal vez son pequeños héroes que nos dejan alguna lección agazapada en sus comportamientos y maneras de pensar. Héroes resbaladizos que en apariencia, parecen fugarse de una realidad que lo acongoja para inventarse otra más cómoda, menos ilusoria y salir airosos del caos psicológico en el que viven.
Como todo escritor que se siente comprometido, Roth agudo y dueño de un ojo avizor ha construido un relato que al mismo tiempo es una radiografía epocal, y de manera responsable desmonta los mitos sexuales existentes entre los profesores universitarios y sus alumnas. Desde esa perspectiva, quizás fue un modelo de escritor, porque lo criticó todo, incluyendo la propia comunidad judía en la que se crio, el modelo de la vida política y social norteamericana, hasta la vida cotidiana y las pasiones ajenas.
Es ahí donde está la importancia de la literatura para los seres humanos, en el papel que juega la memoria para el inconsciente colectivo. Los protagonistas de la real vida de esa época hoy son héroes hechos de palabras, gracias al poder de la imaginación. El enfrentamiento de lo real con lo imaginario es lo que nos da la interesante versión del pasado. Decía Faulkner que «el pasado no está muerto, que ni siquiera ha pasado». Ahí está precisamente la grandeza del novelista, quien revela el carácter íntimo de la vida pública y de la vida privada; en tanto que el historiador escribe para dar una versión real, el novelista en cambio nos da la versión imaginaria del propio hecho, esa que explora los sentimientos y las pasiones en el corazón de los lectores.
Podría decirse que El Animal Moribundo es una novela espejo. Hay en ella una mirada en profundidad «hacia las lacras que aquejan tanto al individuo como a la sociedad estadounidense contemporánea». Una radiografía íntima de lo que significa la propia degradación moral y ética de una sociedad que se redescubre a cada instante. Así es la obra de Philip Roth: descarnada, real, desprevenida y sentimental. Nuestro escritor siempre estuvo adherido a un pensamiento propio y a una condición de intelectual convencido al máximo del destino que tenían sus ideas. Basta pensar pues, que su erotismo enaltece la condición humana y su sentido del placer y de la vida.