El 31 de mayo de 1932, Vicente Géigel Polanco publica en las páginas del periódico La Democracia la noticia de la visita a Puerto Rico de Pedro Henríquez Ureña (1884-1946). Con sobrada admiración, Géigel Polanco elogia de esta manera la presencia en la isla del afamado intelectual dominicano: “Llega a nuestra ribera este hermano mayor en el preciso instante en que es más arduo nuestro empeño por afirmar la personalidad propia, por rescatar la cultura tradicional y los nativos módulos de expresión del predominio que pretenden ejercer sobre nuestra vida moral las fuerzas armadas que intervienen la nacionalidad puertorriqueña. Henos aquí resistiendo, resistiendo con todas las energías de que es capaz un pueblo consciente de su destino. A su pupila avizora no escapará nuestro drama colectivo”.
Géigel Polanco no solo apela a la solidaridad de Henríquez Ureña con respecto a la situación colonial de Puerto Rico, sino que alaba del dominicano la vocación de intérprete de los signos del continente en el plano de la cultura. La impresión del puertorriqueño se basa en la tesis que Henríquez Ureña desarrollaría a lo largo de su trayectoria a partir de “La utopía de América” (1922): la cultura como molde integrador de los pueblos americanos.
La tarea de afinar esa matriz igualadora que es la cultura hispanoamericana, para Henríquez Ureña es lo que le ha ganado el sitial que ostenta en el panteón intelectual de nuestra América. Ahora bien, hay que reconocer que, como el de todos los grandes intelectuales del continente (ahí está el Martí antiobrero de sus años mexicanos), el pensamiento de Henríquez Ureña también revela aspectos contradictorios. Junto a la heterodoxia evidente en sus escritos más luminosos se aprecia, por ejemplo, a un Henríquez Ureña empeñado en invisibilizar el influjo de las lenguas africanas en el español de Santo Domingo; o bien el que, en 1932, borroneó esta nota sobre los haitianos en una hoja membretada del Condado Hotel de San Juan de Puerto Rico conservada en el Archivo Histórico de El Colegio de México: “La población dominicana, a pesar de todas las innovaciones y mejoras de los últimos años, está en grave peligro de retroceso. Hemos dejado que invadan el país multitudes extranjeras que no nos convienen, ni por su escasa cultura, ni por su pobre aptitud técnica, ni por su bajo nivel económico de vida, y que no podríamos educar, porque nuestros recursos eran insuficientes para la educación aun de nuestros ciudadanos”.
En el Puerto Rico de 1932, Géigel Polanco no tenía manera de identificar esas fisuras en el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña. La crítica, con contadísimas excepciones, ha cartografiado el tránsito de su saber letrado procurando la hagiografía. Tampoco han faltado los análisis desaforados como el del argentino Fernando de Giovanni en un estudio reciente: Vernacular Latin Americanisms (2018), quien interpreta la selección de Henríquez Ureña para la Cátedra Charles Eliot Norton de Harvard en 1940 como poco menos que un accidente histórico. Para comenzar a subsanar las limitaciones de la crítica en torno al pensamiento de Pedro Henríquez Ureña habría que arrancar por lo obvio: no hay héroes sin tacha.