Nuestro amor por la escritura no sólo debe expresarse en función de nuestro deseo permanente de producirla, sino también en nuestro – si se quiere– compromiso de conocer lo que hacen los demás creadores.
Muchas de las personas ligadas a la escritura que no tienen esa vocación de grandes lectores, piensan que quienes sí la tienen la ejercen como muestra de pedantería intelectual. Y en la mayoría de los casos no lo es; en las más de las veces se trata (no necesariamente de manera consciente) de hacer prevalecer la palabra compasión, en el sentido que, según Jiddu Krishnamurti, el Buda la definía: como saber escuchar a los demás.
Los creadores necesitan ser escuchados, y quiénes más actos para hacerlo que aquéllos que se dedican a su misma labor, que vibran en torno a la misma esfera intelectual y espiritual. Leer con auténtica pasión no solo es escuchar la voz de los otros, es también sentirlos, mirarlos, saborear la forma en que entrelazan, tejen y condimentan su ofrenda de palabras.
He llegado a un punto en que quisiera que la lectura y la escritura sean las reglas por excelencia en mi vida, que todo lo demás sea la excepción. Pero sé que esto es prácticamente imposible, y que además estas notas no sólo deben alimentarse de las palabras que guardan los libros, sino que también deben hacerlo de las voces de la calle, de las alegrías y los dolores que sobreabundan fuera del espacio de mi soledad personal, de aquello que no de manera despectiva me gusta denominar mi madriguera, mi ámbito contemplativo, como en este momento en que estoy solo, frente al verde abundante, frente a la belleza muda de estas flores, arropado por la melodía de estos pájaros y esta brisa que me consuelan en algo de estos golpes cotidianos e incesantes, de esas ingratitudes allá afuera, cuyas exigencias me veo obligado a cumplir como forma de garantizar este trozo de paz, de soledad vital que potencia mi alegría creativa.
Miguel de Montaigne, ese gran defensor de la soledad y la lectura, aquél de quien Borges dijo bellamente que era “el creador de la intimidad”, dejó dicho que “nadie está completamente solo si se tiene a sí mismo”. Yo tengo claro que la mejor manera de tenerme a mí mismo es en el ámbito de la soledad y la lectura.
Mi lectura, a muy temprana edad, de los ensayos de Montaigne, ha dejado latiendo de forma casi permanente en mi memoria expresiones de él como estas: “La lectura es el único vicio que no merece castigo”. Y esta otra: “Desdichado de aquél que no tiene en su propia casa un lugar donde esconderse”. Yo, por suerte, dispongo de ese escondiste, de ese refugio, y trato por todos los medios de ser digno de él, de no auto expulsarme del mismo, de preservar la libertad que me brinda, a costa, si se quiere, de hacerme odioso, como lo dejó dicho Cioran. Estas son exactamente sus palabras, tomadas de su libro Silogismos de la amargura: “Nadie puede preservar su libertad si no sabe hacerse odioso”.
La pasión de leer es defendible sobre todo porque se trata de una de las más elevada pero muy poco ejercida virtud. Cuando leemos, mostramos una templanza, una paciencia, un desinterés, un desapego a muchas superficialidades de la vida, de las que son presas demasiadas personas cuyas inclinaciones esenciales no van ligadas al mundo intelectual, al mundo del libro y la lectura, y también a la pasión de plasmar con palabras nuestras ideas, emociones y sentimientos.
La pasión lectora no sólo es un noble hábito que procura combatir la ignorancia, sino una prueba de valentía que le indica a quien la ejerce que puede estar lo más solo posible, es decir lo más en comunión consigo, lo que se hace más necesario en estos tiempos en que la mayoría de las personas andan en desbandada, huyendo de sí mismas, por eso no pueden estar sin la compañía de otros. Cuando leo, no sólo ejerzo un derecho y un deber espiritual, sino un acto de amor y solidaridad con mis compañeros escritores, y lectores, con quienes cohabito en esta patria universal que se expresa de la mejor manera en el amor por el libro y la lectura.
Cuando llegué a los libros no tardé en darme cuenta que había llegado a mi patria esencial. No he podido salir de los reducidos confines de estos muros, pero, por suerte, los libros me han aproximado a los latidos del mundo. Mi patria esencial es el espacio de mi mayor libertad, y en ningún otro soy más libre que en el ámbito de mis libros.
Cuando leemos renunciamos (o más bien controlamos) esos asuntos que suelen interponerse en el camino de quienes no lo hacen. Y quienes leen de la mejor manera no siempre lo hacen con el objetivo de superar a los otros en conocimientos, de sentirse por encima de los demás, sino como forma de estar menos solos en la mejor compañía, para estar más y mejor con ellos, más en consonancia con lo mejor de su esencia.
Y en el caso específico de la literatura, es mucho más reconfortante navegar en las fantasías y las imaginaciones de los escritores que hacerlo en los casi siempre amargos y decepcionantes laberintos de eso que llamamos realidad. Leer buena literatura es un acto de sublime desacuerdo con la vida tonta y chata, una acción cuya singularidad esencial reside en los pocos que la ejercen.
En mi caso, voy a los libros porque casi no puedo con algunas de las otras realidades de mi cotidianidad. Huyo hacia los libros porque es como escapar hacia un refugio más generoso que el de estas otras circunstancias que me envuelven y me golpean, como las olas a las rocas, pero las rocas resisten siempre, y yo no sé hasta cuándo podré resistir estas oleadas de mi existir.
Otros toman un rosario y se arrodillan en el duro suelo, como esclavos gustosos de su dios, buscando que éste les calme la tempestad, les aclare el sendero. Yo, huérfano de ese dios que me legaron, que me impusieron, asciendo hasta la cumbre de mis libros, hacia mi sagrada soledad, hacia las palabras que preciso para ordenar aunque sea en algo mi mundo emocional y racional.
Otros exhiben sin pruritos las inutilidades de su fe, en medio de los golpes y desengaños que les infringe la vida. Yo busco en mí y en los libros las palabras de mis amargas verdades, las palabras de mi conciencia herida, las palabras de mi divina orfandad. Y solo los libros me han permitido ascender a tal grado de conciencia de mí y de cuanto me rodea.