El diccionario de la Real Academia Española define como parteras a las mujeres que, contando o no con la formalidad de la titulación académica, asisten a sus pares en el parto. Este acompañamiento resultó vital desde los ciclos históricos más tempranos, por lo que puede situarse como el oficio más antiguo de la humanidad. Las parteras ocuparon un espacio distinguido desde sus primeras experiencias, siendo consideradas mujeres sabias por la comunidad, y por su arrojo al desafiar en ocasiones las condiciones más difíciles. Estas concentraban el dominio de sus saberes, y solo los transmitían tomando en cuenta el parentesco más cercano. Además, eran útiles para las más altas autoridades cuando, por situaciones como la del control de la población extranjero, se acudía a sus servicios aunque no se contara con el consentimiento de las parturientas atendidas. Tan relevantes fueron las parteras en la antigüedad, que dos de ellas, Séfora y Fúa, figuran en el libro Éxodo (1:8-22) de la Biblia Católica.
En nuestro caso, la práctica del oficio de partera, legada por más de tres siglos de dominación española, fue determinante hasta el decenio 1960. Su incidencia bajó con el avance del siglo como señal de que, desde mi generación y las precedentes, la mayoría de la población dominicana está en deuda con sus servicios. Este tema se aborda con mayor propiedad desde la perspectiva de los folkloristas, sociólogos y antropólogos. Como ejemplos destacan Ramón Emilio Jiménez y su Al amor del Bohío (1927); y Luis Emilio Gómez Alfau, autor del libro: Ayer o el Santo Domingo de hace 50 años (1944). Estos afirman que había una o más parteras o comadronas en cada sección del país, por lo iban de casa en casa y de comarca en comarca. Con frecuencia, ofrecían sus servicios en condiciones desafiantes, como lo muestra César Nicolás Penson en el “Drama Horrendo”, primer capítulo del libro Cosas Añejas, donde se muestra que la misión impuesta hacia 1823 a la partera Ña Petronila no pudo ser más degradante.
Las parteras daban seguimiento a su “paciente” durante los últimos meses de embarazo, asegurándose para el día D, la provisión de manzanilla, alhucema, aceite de palo y yodoformo, entre otros detalles. Los autores referidos coinciden en que las condiciones de higiene, sobre todo cuando se trataba del ámbito rural, eran precarias antes, durante y después del nacimiento de la criatura. Para protección de las parturientas y sus recién nacidos, las parteras preparaban un depurativo mezclando en un jigüero: “aguardiente, melao de abeja, aceite y recao dulce”. Sus recomendaciones también incluían la dieta a seguir por la madre.
Con la reapertura en 1895 del Instituto Profesional conducida por el rector Fernando Arturo de Meriño, se contempló enriquecer la orientación empírica de las parteras dominicanas. En 1901, el Instituto incluyó la titulación de Comadre o Partera ofrecida por la Escuela de Obstetricia, adscrita a la facultad de Medicina. No obstante, la recepción de estudiantes fue casi nula hasta 1910, año en que se inscribió Luisa Sánchez, quien solo aprobó el primer curso. Con mejor suerte, le siguieron Dolores Niese y Victoria Oliva, graduadas de Comadre o Partera a mediados de 1911 y a finales de 1912, respectivamente. Entre esos años, María Castellano, Adriana Mascaró e Isaura Martínez, solo aprobaron el primer curso, y al año siguiente, solo había una estudiante inscrita.
La reorientación del oficio de Comadre o Partera también se expresó desde el inicio de la dictadura de Trujillo. Para atraer a parteras en ejercicio, en octubre de 1930 se estableció como requisito la presentación de un certificado de seis meses de práctica expedido por un doctor o licenciado en Medicina, pagar diez pesos por derecho de Estado y 11 pesos por el valor del papel de impresión. Pero, en febrero de 1942, el Consejo Universitario elevó los requisitos al establecer que para inscribirse en la Escuela de Obstetricia se debía poseer un Certificado de Estudios Primarios Superiores o de Enfermera, expedido por la Universidad de Santo Domingo o la Cruz Roja; y el pago por matrícula se elevó a 15 pesos.
El plan de estudio para la titulación como Partera duraba dos años y data de 1932. En el primer año se ofrecían las asignaturas: Elementos de Anatomía y fisiología, Elementos de Parasitología, Bacteriología e Higiene, Anatomía y fisiología Especial de los órganos pelvianos de la mujer; y en el segundo año se cursaba: Elementos de Patología General, Fisiología y Patología de la Preñez y del Parto, Cuidados de la Madre y el Niño durante el Puerperio y Clínica Obstétrica. Vale agregar que en 1934, las asignaturas del primer año fueron: Elementos de Anatomía, Elementos de Fisiología, Elementos de Parasitología, Elementos de Bacteriología y Elementos de Higiene. Parte de estas asignaturas eran impartidas en el hospital Padre Billini.
Este plan académico no dejó los resultados esperados. Hasta 1944, el número de parteras graduadas es exiguo, pues, en los Protocolos de Correspondencias de la Universidad de Santo Domingo apenas figuran Fredesvinda Minerva Batista de Alonzo, Margarita Arias, María Paz Serrano de Miguel y Rosalía Ramos. Esto demuestra que, contrario a la experiencia en otros países del área, las parteras dominicanas dependieron casi con exclusividad de la experiencia. Esta tendencia se debía, en parte, al sello elitista de la universidad, lo que impedía el acceso a las parteras del campo, y a la preferencia de las mujeres citadinas por los estudios de Medicina, cuyo pensum incluía las asignaturas ofrecidas a las que deseaban ser parteras. Estas, también preferían los estudios de doctorado en Farmacia y Ciencias Químicas, Odontología y Derecho. Lo cierto es que, empíricas o académicas, las comadres, comadronas o parteras hicieron de médicos obstetras por más de cuatrocientos años, de los quinientos y cuarto que llevamos.