Con la llegada del nuevo milenio, la sociedad dominicana en su conjunto, pero sobre todo, los escritores, se ven arropados por una verdadera ola de “virtualidades” que, auspiciadas por el poder, cumplen la función de construir la nueva realidad social y cultural.

Por una parte, el reconocimiento oficial al hecho consumado de la existencia de una “dominicanidad viajera” (M.A. Fornerín) da pie en ese período a una serie de transformaciones del aparato administrativo del Estado que huelga desglosar aquí, pero que puede resumirse en una sola idea: la diáspora se ve conminada desde el mismo centro del poder político dominicano a seguir siendo diáspora e incluso a continuar incrementando el número de sus efectivos.

Los autores que surgen en la década de 2000 son, históricamente hablando, los primeros netamente urbanos de nuestras letras. Al decir esto no me refiero, evidentemente, a la impresionante cantidad de escritores improvisados (fenómeno indisociable de la “virtualidad” que mencionaba más arriba) que comienzan a “producirse” en los incontables talleres que en este período intentan llenar el vacío que se crea en las aulas a partir del desmonte de la enseñanza de la literatura como “materia” curricular.

Me refiero, más bien, a muchos de los que hoy constituyen los nombres de mayor prestancia nacional e internacional de nuestras letras, es decir, entre otros, Rita Indiana Hernández (1977), Reynolds E. Andújar (1977), Frank Báez (1978). Como nunca he sido fanático de los cortes “generacionales”, no tengo ningún inconveniente en incluir en esta lista los nombres de Pedro Antonio Valdez (1968) y José Acosta (1964), quienes no solamente descuellan de manera ejemplar en el curso de este período, sino que ambos, aunque más Acosta que Valdez, son autores que se desarrollan en el contexto de la diáspora.

En las obras de todos estos autores, la ciudad no es solamente un “tema”, sino un terreno donde se efectúan múltiples exploraciones simultáneas: de los hábitos de consumo, de la psicología de los afectos, de las relaciones “intergeneracionales”, de las nuevas identidades sexuales, de los diferentes registros expresivos que surgen en los nuevos contextos urbanos, etc.

No es casual que el surgimiento de estos autores haya coincidido con la presencia de varios académicos dominicanos estratégicamente ubicados en universidades extranjeras, quienes vienen fomentando la creación de redes y propiciando el desarrollo de los distintos mecanismos de la recepción en los países donde todavía el consumo de la literatura no ha sido oficialmente descartado, como ocurre en la República Dominicana.

Contrastan con este importante trabajo en el campo académico, no obstante, las malas notas que el país registra en ese mismo período en materia de educación, salud, violencia intrafamiliar y de género y en seguridad ciudadana.

Al mismo tiempo en que esto sucede, bajo la sospechosa excusa de una concepción no “esencialista” de lo literario, a medida que avanza el siglo XXI, la literatura ha venido disolviéndose hasta casi desaparecer por completo de los programas curriculares dominicanos. En ese sentido, la pregunta que cabe hacerse es la siguiente: ¿Cuántos técnicos de la NASA hace falta importar para hacer que se comprenda que sin un entrenamiento sistemático de nuestros estudiantes en la interpretación de textos literarios cualquier esfuerzo que se haga para incrementar sus índices de rendimiento en comprensión lectora será prácticamente nulo?

Asimismo, si se toma en cuenta el auge de la corrupción cuya denuncia cubre cada día las páginas de los diarios con una lista interminable de nuevos casos, casi no sorprende constatar el bochornoso espectáculo que ofrece el campo literario dominicano en su versión local, en el que vemos aumentar drásticamente la lista de escritores “premiados”, “reconocidos” e incluso “academizados” a pesar del escaso valor de su producción literaria, en aquellos casos en que tienen algo que mostrar en ese sentido.

Tampoco es casual que, fruto de los compromisos contraídos entre el campo literario y el campo de la política que se venía gestando desde la década de 1980, en la cohorte de los 2000 se comienza a constatar la ruptura de la mecánica “generacional” que había caracterizado tradicionalmente a la vida literaria del país.

Como si se tratara de los productos de una fábrica que funcionara a plena capacidad, llueven en este período los “paracaidistas” y los “catapultados”  directamente hasta el mismo centro de la importancia literaria, todo lo cual termina degradando la tradición literaria dominicana. La realidad sociocultural se sustituye paulatinamente por su versión mediatizada: los discursos (múltiples, exotéricos, contradictorios) se evaporan y solo queda el silencio (único, esotérico, casi místico).

Como si se tratara de una serie de argumentos con valor demostrativo, todo lo expuesto más arriba explica por qué, en la historia de la cultura dominicana, la de 2010 es una década literaria desencantada.

Bajo el aplastante peso de las promesas incumplidas entre las cuales no es la menor el de la aplicación de la justicia en los incontables procesos por corrupción, la segunda década del siglo XXI sorprende a los escritores con los escandalosos reportes de los resultados de las pruebas estandarizadas tipo PISA, SERCE y TERCE, en las que nuestros estudiantes vienen obteniendo puntuaciones sumamente bajas. Las esperanzas que había generado la lucha por el 4% del presupuesto nacional para la educación sumen en la desilusión a los escasos agentes productores de discursos literarios que no han sido cooptados por el poder político de turno.

Toda la mecánica cultural contemporánea ha quedado reducida al pragmatismo que se resume en la frase de los urbanos: “eso es lo que hay”. Hoy se hace cultura como siempre se ha hecho política entre nosotros: por procuración, pues cada quien está “en búsqueda” de lo suyo, y el estímulo al diletantismo ha pasado a convertirse en el único programa oficial de los distintos ministerios de cultura que hemos tenido en el curso de los últimos diez años.

Evidentemente, nada de esto podría funcionar sin la magia de “virtualización”: la cultura del espectáculo es una fábrica de “productos de sustitución”, que es lo que viene a ser muchos de los “productos culturales” contemporáneos respecto a aquellos a los que la tradición había contribuido a decantar, filtrándolos a partir de interminable concierto para orejas de burros que es y ha sido siempre ese mismo facilismo que hoy parece triunfar.