Sobre la tierra deambula una variedad de seres humanos convencidos de que los avatares de su propia historia (con minúscula, es decir, la historia personal, familiar, la infinidad de micro episodios de interacción con distintos tipos de grupos, etc.) los han facultado para ejercer, urbi et orbi, ese oscuro designio o destino que consiste en tenerse pena a sí mismos.

Cada uno de nosotros conoce a alguien así: nuestro vecino, el primo tercero por parte de nuestra madre, una de nuestras tías, la cuñada del amigo de la hermana de alguien que trabaja con nosotros en la oficina… nosotros mismos, tal vez…

Pero entiéndase bien: no se trata de simples casos de amateurismo en el arte de la autoconmiseración, víctimas ocasionales de alguna de esas malas jugadas que a veces nos da la vida.

Se trata de personas que se consideran a sí mismas inmigrantes ilegales venidos de otra galaxia que un día se vieron obligados a inmiscuirse en un planeta que ni los conoce ni los aprecia, como personajes ficticios a quienes alguien o algo metió a la fuerza de polizontes en este mundo cruel o sobrevivientes de algún cataclismo que los arrojó por todos los rincones del universo hasta que por fin vinieron a recalar por pura casualidad en algún lugar de la Tierra.

Nada de esto los convierte en malas personas, sin embargo. Es más, en la mayoría de los casos, podría afirmarse que se trata de personas “socialmente buenas”. Y es incluso muy probable que ese sea el origen de su problema.

Incluso si no sabemos (y, sobre todo, cuando sabemos) que no hay nada más ideológico e ideologizado que eso que llaman la "experiencia", el simpe hecho de haber llegado a la edad de la razón faculta (o debería facultar) a cualquier persona para darse cuenta de que la vida es un asunto demasiado serio como para no pensar en ella.

Es así como, llegados a cierta edad, todos creemos comprender que la manera en que esa extraña industria a la que llamamos “vida” produce diferentes tipos de personas consiste en someterlas desde que nacen a una serie interminable de experiencias que, por una parte, son distintas en cada caso, y por la otra, incluso si son las mismas, arrojan consecuencias sumamente disímiles según las personas.

Asimismo, debido a que, considerados desde el punto de vista de su término, todos los caminos de la vida conducen a la muerte, resulta posible comprender que aquellos aspectos verdaderamente importantes de la vida tienen todos en común el hecho de que lo único que realmente cuenta en ellos es el proceso, no el resultado.

Y como todo proceso vital está compuesto por una serie de experiencias, a medida que crecemos, nos parece inevitable establecer relaciones de causa-consecuencia entre aquello que una vez hicimos o nos sucedió y esto que ahora hacemos o somos.

De ese modo, la serie de intentos de resumir ese proceso en un relato termina convirtiéndose en esa novela existencial que la mayoría de las personas confunden con “la historia de sus vidas”. Y como todos los relatos, esa “novela” contiene una serie más o menos larga de microhistorias. Es, pues, en el terreno imaginario de esa “novela” donde se va definiendo la carga emotiva que determinará la idea predominante que cada individuo se hace acerca de sí mismo.

La anterior descripción tiene únicamente un valor hipotético, por supuesto. Debo decir esto último aunque dudo mucho que a alguien se le ocurra pedirle a un articulista ocasional que le explique su vida. Sin embargo, incluso como hipótesis, creo posible afirmar que hay pocos destinos más trágicos que el de aquellos a quienes "la vida" los ha empujado a sentir pena por sí mismos. Esto explica por qué son tan pocas las vías que propicien una comprensión de las causas de esas microtragedias personales de manera tan expedita como el conocimiento de la intrahistoria subjetiva, es decir, el relato de las relaciones que una persona ha sostenido con sus grupos de referencia más relevantes.

Y puesto que ya no esta de moda decirlo, vale la pena recordar que esto es algo para lo que la literatura se presta a la perfección.

Son sin duda muy numerosos los autores literarios que han intentado acercarse en sus obras a la construcción de un macrorrelato capaz de integrar el recuento de alguna de esas microtragedias personales. De hecho, la tradición de la novela negra o gótica se especializó en construir distintos “perfiles” para el tipo psicológico del individuo socialmente desajustado: criminales, vampiros, pactantes con el diablo, magos, brujos, etc., a quienes podemos considerar como los precursores de los héroes que luego harían la gloria y fama de la futura novela realista.

Esto último quedó demostrado sobre todo a partir de la irrupción del Naturalismo en la literatura desde el punto de vista de la abundancia de obras construidas en torno a temas escabrosos, personajes sórdidos, historias de locos, de asesinos, de prostitutas, etc. Ni siquiera la novela policíaca del siglo XX escapa a esta predilección por narrar los trágicos destinos de criminales.

El  denominador común de la mayoría de esas historias de personajes fracasados es la autoconmiseración, es decir, ese  sentimiento de pena por sí mismo que, al menos en la etapa de planteamiento del conflicto, constituye el combustible de la dinámica emotiva que mueve al héroe trágico, sea este de tipo romántico o realista, a enfrentarse con su destino a través de una larga lista de personajes que van desde el Fabrice del Dongo de La chartreuse de Parme hasta el Harry Haller de El lobo estepario de Herman Hesse, pasando, claro está, por el iluso Armand Duval de La dame aux camélias, el Jean Valjean de Les misérables, el Raskolnikov de Crimen y castigo y tantísimos otros.

En cierta ocasión, alguien de mi entorno personal me preguntó mi opinión sobre las causas de lo que esa persona llamaba “la decadencia del valor cultural de la literatura y de las Humanides en general en nuestra época”. Como no soy de los que salen a la calle con un archivo de respuestas a cuestas, lo que le respondí de manera improvisada me pareció, apenas se lo dije, totalmente ridículo. “En nuestra época, le dije, tiene lugar una competencia brutal entre los mercadólogos del Prozak y otras innovaciones farmacológicas para desplazar hasta desaparecerlas todas las vías tradicionales de construcción subjetiva. Por eso en la actualidad hay que pagar incluso para aprender a meditar”.

Ahora que intento buscar una manera de terminar este artículo, no me resulta tan absurda aquella respuesta. El vacío que durante siglos ocupó la lectura literaria en la construcción de la subjetividad en todo el Occidente tiende hoy a ser llenado con perfusiones sistemáticas de audiovisuales cuyo insidioso “goteo” tiene, entre otras incómodas características, una labilidad pasmosa, debido a un factor cuyas consecuencias suelen perder de vista incluso muchos de aquellos que se ufanan de ser “especialistas” del arte  cinematográfico.

Me refiero a ese extraño fenómeno que permite a un mismo actor hacer de delincuente en una película y en otras de cura, de policía, de narcotraficante, de bailarín, etc., sin que nadie se haya tomado la pena de desfigurar sus rasgos por medio del maquillaje. Al cabo de algún tiempo de ver películas, el cerebro termina “igualando” las historias y reteniendo únicamente algunos detalles más o menos sobresalientes, en una palabra: se deshumaniza (hasta no hace mucho se podía decir “se aliena” y la mayoría de la gente entendía sin necesidad de explicarlo).

Lo que ocurre con el cerebro lector es todo lo contrario.

En la lectura, en efecto, tanto la “tramoya” como el “maquillaje” y tanto los “escenarios” como los “efectos especiales” son creados por la propia imaginación del lector. Esto le permite a quien lee percatarse de que el verdadero origen de las emociones que la lectura le suscita no es otro que su propia consciencia y, al cabo de un tiempo, adquiere el reflejo de relacionar esas emociones con los hechos y acontecimientos de la vida, tanto la suya como la de los demás. En una palabra: se humaniza (ojo: siempre es saludable desconfiar del sentido que la mayoría de los diccionarios le dan a ese verbo).

La identidad individual solo es posible gracias a la memoria. Y toda memoria identitaria es una historia, un relato, no una película. Cada individualidad es una historia que cada quien se cuenta a sí mismo acerca de cómo nos convertimos en quienes somos. Es por eso que la lectura de las buenas obras literarias constituye una vía natural tanto para la comprensión como para la salida de la mayoría de las conclusiones parciales, traumáticas o problemáticas que resultan de una reflexión incompleta acerca de la vida.

Desde que los griegos inventaron la catarsis, tanto el arte como la literatura han constituido una de las más efectivas formas de terapia. Pero para que sea verdaderamente eficaz, esa terapia debe tener lugar en la imaginación de cada persona. No es posible matar al dragón que nos quema las entrañas cuando uno sabe de antemano que al dragón que aparece en la pantalla siempre terminará matándolo el protagonista, o peor: que las llamas de ese dragón no queman, por más efectos especiales sus diseñadores hayan querido ponerles.