El arte literario no está reñido con otras profesiones. Al contrario, parece acomodarse de maravilla a dos o tres, y convertirse en el violín de Ingres por excelencia para muchas personas que, más allá de su actividad reconocida, la practican con inmenso placer y mucho éxito. Entre estas profesiones, los médicos y los abogados parecen llevarse la palma. De los periodistas no hablaremos, porque ese es caso aparte.
Pareciera que en algunos médicos y abogados, con más fuerza, solo el ejercicio de la literatura es capaz de llenar cabalmente universos interiores complejos, que no alcanzan a darse a plenitud en un solo campo del saber. Entonces, se vuelven hacia la literatura, esa magia que nos convierte en dioses, ese reino absoluto de libertad creadora donde somos capaces de recrear la vida, e incluso de enmendarla, si nos place.
No es de extrañar entonces que en el ejercicio de sus profesiones, que los coloca en contacto directo con mucho de lo feo y áspero del universo humano —la enfermedad, la muerte, los litigios, la burocracia, la injusticia—, médicos y abogados acudan especialmente a las letras como una forma de catarsis o exorcismo.
El paciente que no pude salvar y que murió en mis manos, puede seguir su vida placentera en una historia, y ser protagonista, y no morir en vano. Aquel juicio terrible, aquella montaña de legajos, aquel despedazarse por un trozo de tierra entre herederos que se amaban la víspera, puede volverse un cuento metafórico o una parodia sobre la ceguera emocional, la vanidad y el afán desmedido de posesiones materiales.

Tales argumentos, por supuesto, son meramente especulativos, y apenas rozan los porqués de la inmensa cantidad de abogados y médicos que escriben. Como estas cosas siempre son del alma, no hay modo de llegar más allá. Magnolia Méndez, la autora-abogada que nos convoca hoy, debe tener sus propias motivaciones y argumentos.
Algunos de ellos, ciertamente, pueden advertirse con una lectura atenta de esta disfrutable colección de cuentos, intitulada Páginas sueltas, y que domino tan a la perfección como la autora, pues, como si estuviese en su piel, pasé muy largas noches leyendo y releyendo para traer ante ustedes el rotundo milagro que es el libro, cuya andadura, a pesar de que nace oficialmente hoy, y a juzgar por los cientos de manos en las que los he visto, es ya larga, y lo será mucho más.
Lo primero que encanta, además de su factura, que es literalmente de lujo, es la delectación pictórica con la que ha sido ilustrado, de modo que cualquiera pudiera confundirlo a primera vista con un libro para niños. No es tal, pero el travieso cariño infantil de sus ilustraciones, funcionan, entonces, como toques de humor e ironía que complementan los textos de una rara e hilarante manera.
Narrar un cuento serio, incluso no exento de la crueldad que atañe a los avatares de la vida, como el que lleva por título Álgida, y mirar detenidamente el dibujo que lo acompaña, refina duramente el sarcasmo de la situación descrita: el macho alfa privado de todo su poder, a merced de sus víctimas de toda la vida. Los roles han cambiado, y el lobo es ahora el cordero.
Eficaces y muy duras lecciones se desprenden de muchos estos cuentos, cuyo quid verdadero, tal como debe ser, vibra más de las veces soterrado, corrientes subterráneas que subyacen en la historia lineal, cuya engañosa simplicidad es un mero pretexto para la sugerencia y el sentido real.
Los prejuicios, la discriminación, los desbarrancaderos del amor filial, la eventual prevalencia de los demonios que nos habitan y la justicia como entelequia o caricatura de sí misma, son algunos de los temas profundos que habitan este libro, cuyos cuentos están narrados, sin excepción, con la desenvoltura y naturalidad de los autores noveles; con ese aire veloz y refrescante que luego, casi también sin excepción, cuando se prosigue por estos caminos, y empieza a meditarse en ello, se pierde.
Esperemos que no le ocurra a nuestra autora, ejercitada como está en la redacción de actos de alguacil y de sentencias, y que logre crear de la espontaneidad lograda en estas páginas, yéndose a las antípodas de la jerga oficial, un singular estilo.
Otro elemento que me gustaría destacar en Páginas sueltas es la voz de los niños que narran, por ejemplo, los cuentos Al mar y La leyenda de la culebra de las siete cabezas. Creo que en estos narradores la autora alcanza su mejor tono y definición, pues el mundo visto desde esta perspectiva infantil tiene un encanto único que, de hecho, traspasa todo el libro y parece ser su voz tutelar, aun cuando algunos de los cuentos estén contados desde la omnisciencia de un narrador. Si nos fijamos, son también los textos que más espolean la imaginación y trasgreden incluso las fronteras de lo real, aportando elementos fantásticos que los enriquecen de manera notable.
Es también el tono y la voz que más fácil cede paso a la nostalgia y extrae del pasado las historias, sucesos y elíxires emocionales que tan bellamente Magnolia ha hilvanado en este libro. La candidez de los niños, su fantasía profusa y su mundo intocado aún por los sinsabores de la adultez, no tiene parangón para el arte literario. Un niño que recuerda es como un cosmos virgen. Es un país.
La escritora y fotógrafa Amarilis Cueto resaltó también este elemento en su nota de contracubierta, al afirmar:
“[Magnolia] nos lleva de la mano, comparte y cautiva a través de sus historias que tienen mucho de lo que fuimos, guardamos y atesoramos en nuestros corazones con alma de niños”.[1]
Sin embargo, el argumento irrefutable sobre este particular, es decir, el porqué en la voz de estos niños la autora alcanza un punto álgido, la confiesa ella misma en su presentación:
Siempre me pregunté qué sería de mi vida cuando creciera; los adultos no juegan y yo no podía vivir sin inventar historias para mis muñecas. Es así de básico: me gustaba jugar y me preocupaba cómo sería cuando no me interesara hacerlo. Papi quizás me entendía, pues de una manera dulce y sin ninguna presión, me fue pasando libros de cuentos. Y ahí comenzó una aventura que no ha parado. (…) Reemplacé una Barbie por un lápiz, y poco a poco descubrí que solo quería escribir y que eso era más fuerte que cualquier otro sueño.[2]
El resultado de “esa fuerza”, de ese sueño, de esa vocación descubierta en plena niñez, está a la vista. Por eso es poderosa y sugerente esa voz, y por eso ella debe explotarla al máximo en su próximo libro. Este es un paso inicial, pero estamos seguros de que Magnolia continuará por este camino. Es fácil advertirlo por el ímpetu con que ha apostado a este primer trabajo. Este es un fuego que no se apagará, y eso nos llena de una sana alegría que nos impele a seguir cooperando y a seguir cerca de quien, como Magnolia Méndez, “lo tuvo claro desde el colegio”; alguien que afirma que sigue sintiendo ese fueguito en su corazón desde el día en que escribió su primer relato. El que lo ha sentido, lo sabe. Esto es pasión.
Espolear la inteligencia, avivar las pasiones, mostrar una realidad otra que hable al mundo sensible y agregue algo a nuestra humanidad, son deberes que atañen a la buena literatura. Intentarlo tiene que ser el sino de los llamados, de los que sienten esa compulsión que ha elegido a Magnolia, a Amarilis, y a muchos que siguen sintiendo ese “fueguito”. A todos, les ruego: no dejemos que se apague jamás.
Para mayor satisfacción, Amarilis Cueto, en la línea final de su nota, nos regala también esta certeza: “Sin duda alguna, Magnolia ha logrado un gran trabajo, la realización de un sueño y sin esfuerzo, hacernos protagonistas y antagonistas del mismo”.[3]
¿Qué más pedir para un primer libro? ¿Ha valido la pena la recopilación de estas páginas sueltas por cerca de dos décadas, como nos informa la autora?
El que estemos reunidos aquí, ahora, en torno a este hermoso libro, es respuesta suficiente, y premio suficiente.
Ahora, en uso de las facultades que me están conferidas, como editor en jefe de Río de Oro Editores, sello bajo el cual ha salido a la luz este libro, pero, especialmente, también como lector, me visto con una toga imaginaria, y resuelvo, a modo de sentencia:
Primero: que estas páginas sueltas prosigan su función: que nos lleven por el mágico mundo de su autora, que nos den felicidad, que nos hagan más sensibles y mejores seres humanos, que asomarnos a su mundo interior nos enriquezca por dentro, que, como reza en el hermoso prólogo de Manolín Méndez-Castro, lleguemos a las “profundidades de un mar de cautivantes emociones”, que cada hoja recogida sea un alivio para el espíritu, “como descansar la cabeza y abandonar el cuerpo en un estado de delicada paz [donde] las cosas cobran vida y la fantasía se acerca a la realidad bajo los acordes de una dulzura que bordea las fronteras de la poesía.
Segundo: que Magnolia Méndez Cabrera, llamada a partir de ahora, “la autora”, siga escribiendo con la ternura inocente de los niños, quienes parecen tener un espacio de preferencia en su corazón, que explore ese registro y lo lleve hasta sus últimas consecuencias con la escritura de una novela.
Tercero: Que esa novela lleve la firma del editor cubano y que se sume, también, al río de oro literario cuyo escenario es ya toda la República, un verdadero alud de buena vibra, grande literatura y emoción que salpicará a todos los que quieran sumar su talento.
Cuarto: Ordeno a los presentes aplaudir, si así lo desean y les dicta sus conciencias, la aparición de este libro, pero, especialmente, ordeno comprarlo y disfrutarlo, así como notificar la presente decisión a todas las partes interesadas, para los fines correspondientes. La justicia, lo primero.
Firmado y acuñado, sin posibilidad de apelación, este martes 11 de abril de 2023, en Santo Domingo de Guzmán.
¡Felicidades, Magnolia!
[1] Amarilis Cueto, nota de contracubierta de Páginas sueltas, Río de Oro Editores, 2023.
[2] Ob, cit. p. 9.
[3] Amarilis Cueto, Ob. cit. nota de contracubierta.