Que el arte moderno haya perdido su orientación humanizante, en virtud de su carácter puramente técnico y abstracto, de acuerdo al renombrado filósofo José Ortega y Gasset, obliga a un replanteamiento de su enfoque a la luz de la percepción de los objetos que, según el dictamen de la física, constituyen construcciones mentales más que un registro directo de la realidad.
¿De qué manera podríamos catalogar como deshumanizante la propensión al lenguaje abstracto de artistas como Wassily Kandinsky, Piet Mondrian, Jackson Pollock, Henry Matisse y Willen De Kooning, cuyas composiciones dependen de atributos como la forma, el color y la línea de los objetos, en lugar de la figuración o referencias visuales de los objetos mismos? De hecho, la construcción del mundo, de acuerdo a la ciencia de la percepción, existe a través de una imagen retiniana producto de una operación mental, abstracta, al margen de toda una impresión inmediata del mundo externo.
En ese sentido, todo acto visual, en última instancia, se fundamenta en un acto de abstracción, dado que la información sensorial que obtenemos es muy diferente del mundo como lo experimentamos. Así, el arte moderno a que alude el filósofo español, o, en general, toda expresión artística, constituye una representación conceptualmente metafórica, en una escala de mayor o menor grado de abstracción, que, igualmente, se corresponde, forzosamente, con determinadas propiedades intrínsecas o esenciales de las cosas.
En ese orden de ideas, el período moderno del arte no puede ser interpretado sin la contribución de la investigación científica que nos proporciona la ciencia de la percepción, la cual prescinde, tal como en la física teórica moderna, de toda figuración o imagen visible, así como desde Kandinsky a Pollock, donde prevalece el campo subyacente de la abstracción mental, ni arbitraria ni ilusoria, en evidente contraposición al objetivismo propuesto por el filósofo español.
¿Acaso podemos nosotros responder a las frecuencias de la luz de la misma manera que las serpientes o las abejas? ¿O a las frecuencias del sonido y olores de los peces? ¿Y qué de una ameba? Si nuestro mundo perceptivo lo representamos subjetivamente a través de nuestra experiencia mediada por los sentidos, ¿por qué no podemos extrapolar ese mismo mundo representándolo mediante los parámetros del arte abstracto?
Bien visto el punto, la tesis orteguiana de la “desrealización” del mundo podría resultar insostenible en el contexto de la ciencia y la subjetividad de todo artista, moderno o no. La esencia o la ontología de los objetos residen, precisamente, en la representación abstracta, subyacente, de las entidades existentes en cuanto a su cotidianidad y comportamiento.
El arte abstracto —conceptos o categorías—, no se aleja de la realidad. La apuntala en otras dimensiones. Que se dirija a un público especializado, como el conocimiento científico o teológico, no es responsabilidad alguna del artista. Quizás, incumbencia, aunque compleja, de las estructuras sociales de dominio que procrean la desigualdad integral del sujeto. Aspecto éste que sí envuelve la deshumanización del arte, y no el arte abstracto, existente desde la prehistoria.